Por la ventana

Punto de vista y personajes

Ya tiene la trama y los personajes, incluso el escenario, ¿pero cuál es el mejor foco para contar esa historia que tiene entre manos? ¿Qué ventajas y desventajas le daría hacerlo en primera, segunda o tercera persona? Acá unas cuantas pinceladas sobre el arte de escoger el punto de vista adecuado al escribir narrativa. 

 

Una columna literaria de Andrés Hoyos.

POR Andrés Hoyos

Mayo 19 2023
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Mario Vargas Llosa dice lo siguiente sobre Gustave Flaubert: “Él descubrió que el narrador era el más importante personaje que creaba el novelista, y que este podía ser un narrador impersonal que lo sabía todo –una imitación de Dios Padre– o un narrador personaje; y que estos podían ser varios y diversos”. La columna de Vargas Llosa se llama “Doscientos años”. Bueno, uno no sabe si el narrador es el personaje más importante, pero vaya que importante sí lo es.

No nos vamos a explayar aquí sobre las exóticas teorías posmodernas que tratan el tema de los personajes, porque al menos a mí no me resultan válidas. En la ficción un personaje es el resultado de una convención, otra forma de decir un “contrato” implícito entre el lector y el escritor. De suyo va que un personaje de ficción es por lo menos en gran parte inventado, si no del todo. El problema narrativo es si dicha invención resulta creíble o no. Todas esas páginas de páginas de teoría, trufadas de PhDs por todas partes, pretenden sacar conclusiones de fondo, hasta definitivas, sobre el sentido que tiene usar un esquema de narrador u otro. Tras leer bastante, no hallé en todo ello mayor sustancia. Muy en particular la teoría no les dirá a los autores por qué una solución o un esquema es mejor que otro. Reiteremos que el narrador en la ficción es una convención, que por ende puede ser combinado o adaptado mediante otras convenciones. Hay casos en que un esquema funciona mejor. Eso es todo.

Los géneros narrativos están llenos de convenciones semejantes. Volvamos a un concepto clave que no siempre es entendido: un autor literario y un lector no se conocen casi nunca, y a medida que pasa el tiempo cada vez menos. A despecho de ello, entran en una relación que con frecuencia se vuelve íntima, pese a que cada cual está encerrado en su propio mundo. Quien primero debe entenderlo es el autor, sobre todo mientras escribe. A excepción de la poesía, en la que la voz del poeta suele hablar de forma directa –quite y ponga usted alguna versión de los formidables heterónimos de Fernando Pessoa–, con el paso de los siglos el universo de la literatura se fue llenando de intermediarios, conocidos genéricamente como narradores. Así, en el primer extremo del esquema estarán los personajes. Lo corriente, pese a tal o cual excepción, es que tengan nombre y estén perfilados de forma clara, mientras que los narradores a veces se desdibujan, hecha excepción de la primera persona, en la que quien habla suele ser un personaje central de lo contado. Pero incluso en ese caso uno encontrará al autor al fondo de todo, porque la persona que firma un libro es la referencia final. Casi nunca el narrador en primera persona y el autor son la misma persona o tienen una misma identidad.

Exploremos un poco más estos importantes conceptos. La primera persona, sesgada por cuenta de la personalidad de quien habla, remite casi por definición a un narrador no confiable –diga usted un niño, un loco, un fanático–. Pronto, el lector aprenderá a ver sus sesgos y peculiaridades, pues conocer al narrador hace parte de la convención narrativa. También están como posibles narradores las distintas versiones de la tercera persona, que en su versión original era una suerte de Dios que todo lo sabe y a todo tiene acceso. La frase común para referirse a él es “narrador omnisciente”. ¿Es siempre confiable el narrador en tercera persona? No siempre, puede haber sesgos evidentes. 

Además de las dos ópticas o puntos de vista más corrientes para narrar, la primera y la tercera persona, existen híbridos, y es posible la segunda persona. El tono entonces irá un poco así: sé que estás ahí, querido lector, no te puedes escapar. Una de las versiones más sofisticadas de este raro enfoque aparece en La caída de Camus. He aquí su comienzo:

¿Señor, puedo ofrecerle mis servicios, sin correr el riesgo de parecerle importuno? Temo que no logre usted hacerse comprender por el estimable gorila que preside los destinos de este establecimiento. En efecto, solo habla holandés. A menos que usted no me autorice a abogar por su causa, él no adivinará que desea usted ginebra. Vamos, me atrevo a esperar que haya comprendido. Ese cabeceo ha de significar que el hombre se rinde a mis argumentos. Sí, en efecto, ya va, se apresura con una sabia lentitud. Tiene usted suerte, no gruñó. Cuando se niega a servir, le basta un gruñido, y entonces ya nadie insiste. Ser rey de sus humores es el privilegio de los animales más evolucionados. Pero, en fin, me retiro, señor, contento de haberle sido útil. Se lo agradezco y aceptaría, si estuviera seguro de no serle molesto. Es usted demasiado amable.

Pondré, pues, mi vaso junto al suyo.

Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de las selvas primitivas, cargado a más no poder.

Sin que Camus nos haya consultado, nos hallamos involucrados en la historia. Incluso sabemos de nuestras propias respuestas breves: “tiene usted razón…”, o sea que, sin decirlo, dijimos lo que se cita.

Ahora bien, en la evolución del esquema de los narradores fue muy importante el así llamado “estilo indirecto libre” usado por Flaubert en Madame Bovary, pese a que tenía antecedentes, digamos, en la obra de Jane Austen. Un ejemplo cualquiera de este libro crucial sirve.

Se repetía: “¡Tengo un amante!, ¡un amante!”, deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado.

O sea que el narrador, sin identificarse, hace de tarde en tarde valoraciones de lo que cuenta, valoraciones que en la famosa novela pueden o no ser las de Gustave Flaubert. Este esquema se volvió muy socorrido después de que Flaubert lo usara con maestría. Ahí el narrador adopta la perspectiva de un personaje y presenta sus pensamientos y sentimientos en un lenguaje que parece pertenecerle al personaje, pero sin recurrir a las comillas, salvo cuando la frase es, como arriba, del propio personaje. En otras palabras, el narrador asume la voz del personaje y presenta sus ideas como si este estuviera pensando en voz alta. El estilo indirecto libre permite al lector experimentar la narración desde la perspectiva del personaje, lo que genera un efecto de inmediatez y empatía. Además, puede mostrar el contraste entre lo que el personaje piensa y dice, recurso que sirve para caracterizarlo o para crear una ironía narrativa. Aquí el narrador sigue siendo omnisciente, aunque el prefijo “omni” resulta engañoso. Esta clase de narrador se imbrica con un personaje en particular y revela sus puntos de vista, sin por ello recurrir abiertamente a la primera persona. Veamos un ejemplo mucho más reciente, sacado de Patria, la novela de Fernando Aramburu.

Ahí va la pobre, a romperse en él. Lo mismo que se rompe una ola en las rocas. Un poco de espuma y adiós. ¿No ve que ni siquiera se toma la molestia de abrirle la puerta? Sometida, más que sometida.

Y esos zapatos de tacón y esos labios rojos a sus cuarenta y cinco años, ¿para qué? Con tu categoría, hija, con tu posición y tus estudios, ¿qué te lleva a comportarte como una adolescente? Si el aita levantara la cabeza...

En el momento de subir al coche, Nerea dirigió la vista hacia la ventana tras cuyo visillo supuso que su madre, como de costumbre, estaría observándola. Y sí, aunque ella no pudiese verla desde la calle, Bittori la estaba mirando con pena y con el entrecejo arrugado, y hablaba a solas y susurró diciendo ahí va la pobre, de adorno de ese vanidoso a quien nunca se le ha pasado por la cabeza hacer feliz a nadie. ¿No se da cuenta de que una mujer ha de estar muy desesperada para tratar de seducir a su marido después de doce años de matrimonio? En el fondo es mejor que no hayan tenido descendencia.

Nerea agitó brevemente la mano en señal de despedida antes de meterse dentro del taxi. Su madre, en el tercer piso, oculta tras el visillo, desvió la mirada. Se veía una amplia franja de mar por encima de los tejados, el faro de la isla de Santa Clara, nubes tenues a lo lejos. La mujer del tiempo había anunciado sol. Y ella, ay, qué vieja me estoy haciendo, volvió a mirar la calle y el taxi ya se había perdido de vista.
 

El narrador aquí casi que suplanta al personaje al contar estas cosas, aunque no se confunde del todo con ella.

Ya hemos sugerido que el narrador omnisciente en su calidad de especie de Dios tiene problemas. Grace Paley lo consideraba un enfoque un poco totalitario. Y, en efecto, la amplitud de sus poderes puede ser excesiva. De ahí que los escritores hayan venido inventando esquemas para restringir la omnisciencia total, sin llegar a la estrechez natural de la primera persona. Todos los narradores en tercera persona saben más que uno de primera persona, pero para muchos el quid está en cómo limitar la omnisciencia.

A veces los autores querían restringir la libertad del narrador incluso más que en el esquema de Flaubert, de suerte que recurrieron a la tercera persona intermediada por lo que Henry James llamó la “inteligencia central”. Este tipo de narrador ya no es omnisciente, pues solo tiene acceso a la mente de un personaje o, a veces, de una cantidad limitada de personajes. Así, a semejanza de los narradores en primera persona, ve a los demás personajes desde afuera, como si fueran extraños. Ya que tiene acceso al menos a uno, debe contar el resto de la historia desde afuera sin usar la primera persona. Es, pues, una mezcla entre la primera y la tercera persona. Va un trozo así narrado, sacado de Los embajadores de Henry James.

Que estaba dispuesto a ser vago con Waymarsh sobre la hora en que el barco atracaría, y que deseaba enormemente verlo y disfrutaba enormemente la duración de la demora: estas cosas, es de suponer, fueron signos tempranos en él de que su relación con su misión real podría no ser de las más sencillas. Estaba agobiado, pobre Strether –más valía confesarlo desde el principio–, con la rareza de una doble conciencia. Había desapego en su celo y curiosidad en su indiferencia.
 

La inteligencia central, como se ve en este ejemplo y en otros muchos que se pueden citar, interviene con frecuencia con comentarios dirigidos al personaje, por ejemplo, al decirle “pobre” a Strether o al sugerir que “más valía confesarlo desde el principio”. ¿Una breve y fugitiva entrada del narrador en primera persona? Sería una forma de verlo.

Si bien todos esos estilos con limitaciones convencionales se pueden usar para crear una experiencia narrativa de inmersión íntima para el lector, difieren en cuanto al nivel de acceso que brindan a los personajes. En algunos casos, los autores pueden usar varias técnicas en combinación para crear una voz narrativa compleja y en capas que ofrezca una sensación de intimidad y un punto focal bien definido para la historia. Claro, esto es mucho más común en las novelas que en los cuentos. 

ACERCA DEL AUTOR


Andrés Hoyos

Escritor, columnista y fundador de la revista El Malpensante. Es autor de Conviene a los felices permanecer en casa, Vera y Los hijos de la fiesta, entre otros libros. A finales de 2022, el sello editorial Seix Barral publicó La tía Lola, su más reciente novela.