Literatura
Con la certeza de solo poder encontrarla para sí mismo, un prolijo lector busca la respuesta entre las páginas de sus más sentidos recuerdos.
Ilustración de Geoffrey Clements
Empecé a leer de oído. Según Alberto Manguel, en la antigüedad solo se consideraba lectura la que se hacía en voz alta. Y tardíamente he descubierto que se corrige mejor un texto escrito cuando uno lo oye de viva voz. Así que empecé a leer antes de aprender a leer porque mi madre me leía en voz alta novelas incomprensibles para mí. Y se hacían aún más incomprensibles porque para sacarle el cuerpo a la pronunciación de nombres extranjeros cada vez que se topaba con uno decía simplemente Rrrrrrrrr. Recuerdo que leía la María, obras de Victor Hugo, de don Tomás Carrasquilla o unos folletines horribles que en casa se decía estaban en el índice local (pero se leían). Contaba mi madre que el cura había dicho desde el púlpito: “El tal Javier de Montepín está prohibido”. Y, sospechando que podía estar pronunciando mal el apellido francés, el párroco reiteraba: “Pín o Pán, está prohibido”. Tal vez si hubiera sabido el nombre completo del escritor (con todo y título) lo hubiera tratado si no con reverencia sí con respeto: Xavier Henri Aymon Perrin, conde de Montépin, un famoso folletinista francés de fines del siglo XIX, muy popular en Antioquia. Mi madre tenía una idea clara de lo que le gustaba y quería leer. Más tarde, cuando le iba a prestar un libro invariablemente me preguntaba: ¿Es de hombre y mujer? Y de Gabo no leyó sino La hojarasca, porque ese libro le pareció “hediondo, con ese muerto siempre ahí en medio de la sala. Gas, qué asco”. María le encantaba, pero desviaciones de lo amoroso, como la escena de la cacería, le parecían largas, fuera de lugar y muy aburridoras.
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Fue director del periódico 'Ciudad Viva' y actualmente regenta la Orquidiócesis de Tegualda.
Junio de 2009
Edición No.98