Mi Vietnam

En 1969, cuando yo tenía trece años, mi primo Sonny, que acababa de regresar de Vietnam, vino a pasar el verano con nosotros. Hasta que Sonny llegó, la turbulencia que azotaba al país todavía no nos había tocado en el adormilado pueblo de Dogwood, en Carolina del Norte. Después de eso, nada volvería a ser igual.

POR Tim Keppel

Enero 27 2021
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Ilustración de Diego Patiño y Carmen Contreras

 

En 1969, cuando yo tenía trece años, mi primo Sonny, que acababa de regresar de Vietnam, vino a pasar el verano con nosotros. Hasta que Sonny llegó, la turbulencia que azotaba al país todavía no nos había tocado en el adormilado pueblo de Dogwood, en Carolina del Norte. Después de eso, nada volvería a ser igual.

Sonny sobrevivió por un pelo a un ataque de mortero en el delta del Mekong –“se murió tres veces” en el helicóptero que lo transportó– y después de pasar varios meses en hospitales en Guam y Hawai, regresó a casa a Nueva Jersey, con el cuerpo lleno de cicatrices de metralla y una placa de acero en la cabeza. No estoy seguro de qué ocurrió en esos primeros meses después de su regreso, pero al parecer Sonny se involucró en algunas riñas y mis tíos pensaron que podía ser bueno para él que pasara algún tiempo con los parientes del Sur.

Mi madre no estaba muy contenta con la idea, pero Sonny era hijo de la única hermana de mi padre, una mujer culta que Mamá admiraba. Además, mi madre nunca le rehuía a un desafío. Estaba convencida de que podría contribuir a enderezar la vida de Sonny.

–Siempre fue un chico conflictivo –me dijo Mamá–. Desde mucho antes de que se fuera para Vietnam. Solo que ahora está peor.

Mamá quería definir a Sonny antes de que él llegara, antes de que tuviera la oportunidad de definirse por sí mismo, antes de que pudiera ejercer su influencia sobre mí. Pero su estrategia no funcionó porque yo siempre había sentido una especie de fascinación por Sonny. Seis años mayor que yo, era al mismo tiempo el hermano mayor que no tenía y un exótico desconocido con quien increíblemente compartía la misma sangre.

Como vivíamos en sitios distintos del país, solo había visto a Sonny unas cuantas veces a lo largo de los años. Mi primer recuerdo de él era de una Navidad que pasamos en la casa de mis abuelos, donde los niños, al igual que animales entrenados, teníamos la tarea de hacer una presentación. Después de que mis dos hermanos menores y yo entonáramos “Noche de paz”, con voces agudas y temblorosas, Sonny y sus dos hermanos representaron una pequeña obra de teatro titulada “El limpiador”. Uno de los hermanos salió corriendo y gritando: “¡El limpiador llega en diez minutos!”. Y luego salió el otro: “¡El limpiador llega en cinco minutos!”. Finalmente salió Sonny, envuelto en papel higiénico y con un rollo en un dedo: “Yo soy el limpiador. ¿Alguien quiere que lo limpie?”.

Otro recuerdo era el de un día en que íbamos montando a caballo. Mi caballo resultó manso y despacioso, mientras que el de Sonny era brioso y difícil de manejar. Pero Sonny no iba a dejarse ganar. Mientras mi caballo caminaba desanimado, yo podía ver a Sonny al otro lado del lago, galopando a toda velocidad, saltando sobre troncos de árboles y luchando con el caballo a cada paso del camino. Cuando regresó, el caballo tenía espuma y sangre alrededor del hocico.

Así que cuando Sonny llegó ese verano en calidad de guerrero herido, me preocupó que yo no fuera capaz de dar la talla y me fuera a ver como un mocoso de trece años, un boy scout que tenía el cuarto lleno de carteles de baloncesto. Por eso me sorprendió ver que, desde el comienzo, me trató como a un igual.

Ese primer día lo llevé a la piscina del Club Campestre, del cual éramos socios (todavía era demasiado joven para sentirme avergonzado) y donde yo estaba trabajando durante el verano cuidando los campos de golf. Sonny atrajo la atención de las mujeres de inmediato. Si se observaban sus rasgos físicos uno a uno: pelo rizado y rojizo, nariz y quijada prominentes, no eran tan atractivos, pero todo el conjunto producía un efecto impactante. Hasta su leve cojera parecía menos un defecto que el pavoneo de un putas.

–¿Cómo te fue? –le pregunté a Sonny esa noche, durante un juego de billar en nuestro sótano.

Lo que más me impresionaba era verlo jugar, la forma en que se agachaba sobre la mesa de manera amenazante, con un cigarrillo colgándole de los labios, mientras deslizaba el taco con suavidad a través del dedo enroscado de su enorme mano pecosa.

–Hermano, me encantan estas bellezas sureñas –dijo con esa voz profunda y acento de Nueva Jersey–. Creo que va a ser un verano estupendo. Solo digo que soy el sobrino del doctor Lofton y todas me reciben con los brazos abiertos.

Pero cuando Sonny me dijo que se había enrollado con Renee Poovy sentí una punzada en el pecho. Renee era una rubia voluptuosa de dieciocho años con la que yo había fantaseado cuando cortaba su césped. Me imaginaba que le pedía un inocente vaso de té helado y ella, sola en la casa y con ganas de jugar, se me tiraba encima.

–¿Y tú qué? –preguntó Sonny, y noté el ligero desvío de su ojo derecho que él trató de disimular rápidamente bajando la mirada y dándole una calada a su cigarrillo–. ¿Tienes a alguien en la mira?

Yo le conté sobre Julie Watts, una chica de mi edad a la que buscaba cada vez que pasaba por la piscina.

–Bueno, ¿qué estás esperando?

Como no quería admitir que era demasiado ignorante y tímido para dar el primer paso, le dije a Sonny que el padre de Julie era un hampón. Buddy Mack Watts era el tipo más fanfarrón del club, un tahúr y un buscapleitos. Ahora que su hija había comenzado a florecer, casi no la perdía de vista.

–Dale –dijo Sonny.

Esa era una cosa que siempre me había gustado de Sonny: su absoluta falta de precaución, lo cual me parecía una manifestación de temeridad más que de imprudencia.

De repente oí unas pantuflas que bajaban por las escaleras.

–¿Qué está pasando aquí? –preguntó Mamá–. Aquí hay gente tratando de dormir. Y en esta casa está prohibido fumar.

Sonny y yo nos cruzamos una mirada.

 

Fue un verano de un calor sofocante, que reverberaba ante nuestros ojos como un espejismo del desierto. Y recuerdo al camión que pasaba fumigando en los atardeceres y dejaba nubes de insecticida, nocivas y perfumadas, que a los chicos les gustaba perseguir mientras gritaban con júbilo. Las luciérnagas titilaban y el pavimento ardiente y tosco se pegaba a las suelas de los zapatos.

Yo trabajaba hasta tarde en el campo de golf y Papá le ayudaba a Sonny a desempeñarse como camillero en el hospital. Por la noche siempre continuábamos nuestras conversaciones alrededor de la mesa de billar. Sonny me contó que no le gustaba mucho eso de afeitar y bañar pacientes, o de llevarlos de un lado a otro en silla de ruedas, pero sí le gustaba conocer a las enfermeras. Había comenzado a salir con algunas de ellas, entre las cuales estaba, coincidencialmente (¿o tal vez no?), la mujer que, unos pocos años después, se casaría con mi padre, después de que él y mi madre se separaron.

Joven e inocente, yo no tenía idea de que el matrimonio de mis padres era todo menos ejemplar. Me había comido el cuento de la familia cristiana perfecta y solo comencé a ver las grietas de esa imagen el verano que Sonny llegó. Voces exaltadas y portazos, miradas hoscas y comidas en silencio.

–¿Tus papás se llevan bien? –me preguntó Sonny.

Al igual que muchas mujeres de esa época, mi madre estaba pasando por una cantidad de cambios. El movimiento feminista estaba en su apogeo y ella se dejó llevar por el clamor. A los cuarenta años finalmente había despertado, le decía a la gente. Y como ya no se sentía satisfecha solo con ser la esposa de un médico y una mamá que llevaba y traía a sus hijos de un lado para otro, comenzó a asistir a retiros de autoconocimiento, a hablar a favor de los derechos de las mujeres y a protestar contra la guerra de Vietnam.

Todo eso tomó a Papá por sorpresa. Aunque no era, de ninguna manera, un tipo de derecha, Papá era, como la mayor parte de los médicos y muchos sureños de las ciudades pequeñas, un conservador innato. Le gustaban las cosas tal como estaban. Se sentía desconcertado ante la repentina combatividad de mi madre y su rabia hacia “la sociedad patriarcal” y “el complejo militar-industrial”. Ella se había vuelto una moralista insoportable.

El nuevo proyecto de Mamá era tratar de encarrilar a Sonny. Lo interrogaba sobre sus actividades y la gente con la que andaba. No aprobaba que Sonny fuera amigo de Trent Wilfong, el hijo de un colega de Papá, un “drogadicto y un vago”. Regañaba a Sonny por llegar tarde a casa y por no ir a la iglesia y le dijo que si quería seguir viviendo con nosotros tendría que respetar las reglas. Más aún, le insistió para que comenzara a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos –Mamá creía que cualquiera que bebiera de manera regular necesitaba tratamiento– y le recomendó un grupo de apoyo para veteranos del Vietnam sobre el que había escuchado.

 

Ilustración de Diego Patiño y Carmen Contreras

 

Mientras le echaba tiza a la punta del taco y calculaba el tiro, Sonny me contaba sobre sus aventuras con Renee Poovy, historias que yo absorbía con placer ajeno y también con dolor. Renee era ardiente, decía Sonny. Su padre, que era médico, un hombre obeso con una esposa obesa, le había comenzado a dar anticonceptivos. Yo asentía con la cabeza, fingiendo saber de lo que me estaba hablando, lo mismo con temas como brasieres con relleno, puntos G y estrategias de seducción.

De la misma manera, obtenía información útil acerca de cómo hacer anillos de humo, tomar cerveza y mentir (a mi madre) sin que se me notara. Sonny me ayudó a ampliar mi repertorio de groserías, mi gusto por el rock and roll y mi deseo de viajar. Solía contarme sobre todas sus aventuras en Nueva York y San Francisco y, en raras ocasiones, sobre Vietnam. Pero nunca sobre las cosas horribles, solo hablaba de las drogas y los amigos y algo llamado “el polvo de canasta”, donde una sensual prostituta de Saigón se columpiaba arriba de uno dentro de una canasta de mimbre, antes de bajarse encima.

De repente me di cuenta de que allá afuera existía todo un mundo por descubrir. Sonny tenía amigos en California, entre ellos un tipo de su pelotón. Podíamos irnos para el Oeste, parar a trabajar en el camino, ahorrar y seguir. Cuando llegáramos a San Francisco, podríamos quedarnos allí un tiempo, o tal vez seguir hasta Baja.

Por ahora, sin embargo, fijamos nuestras ilusiones en ir al archipiélago de los Outer Banks. Trent Wilfong le iba a prestar el carro a Sonny. En la isla de Cape Lookout solo había una playa de arena infinita y mar y cielo, y un puñado de cabañas para pescadores. Un barco pesquero lo llevaba a uno hasta allá, lo dejaba y luego volvía a recogerlo dos días después.

 

Envalentonado por las palabras de Sonny, comencé a cortejar a Julie Watts. Primero me aseguraba de que Buddy Mack estuviera en el salón de póker del club, envuelto entre una nube de humo de tabaco y comentarios obscenos y luego me dirigía a la piscina, con mis botas de trabajo y mi pantaloneta manchada de pasto, todo bronceado y sintiéndome varonil, y utilizaba algunos de los parlamentos que le había aprendido a Sonny.

Julie, con su vestido de baño amarillo canario, se paseaba por la piscina en puntas de pies, dejando un rastro de gotas de agua que parecía una invitación, o un mapa de ruta, para seguirla, mientras exhibía sus senos recién salidos. Ella me respondía discretamente, como si fuera consciente de que estaba bajo vigilancia, hablándome con disimulo, pero de una manera que me alentaba a continuar. El segundo día me deslizó un chicle de manzana con una nota metida entre la envoltura que decía: 335-7289 / 12-1 p.m.

Esa noche, mientras esperaba ansiosamente a que Sonny llegara a casa para poder anunciarle mi gran avance, practiqué mis tiros y me fumé unos Kool de un paquete arrugado que Sonny había escondido en el gabinete. Para evitar que Mamá se diera cuenta, me metí en una parte cerrada del sótano que había sido construida varios años atrás como refugio antiaéreo.

Sonny llegó tarde y completamente borracho, diciendo incoherencias. Luego comenzó a emitir unos gemidos y jadeos extraños y de pronto se cayó al suelo, donde empezó a retorcerse y apretar los dientes. Movía incesantemente los párpados y entornó los ojos de manera que solo se le veía la parte blanca.

Yo no quería llamar a Mamá, y Papá estaba trabajando, pero sentí que debía hacerlo. Ella me pidió con mucha tranquilidad que le trajera una manta y luego la puso sobre el pecho de Sonny. Después de un rato, él dejó de temblar y se quedó como desmayado. Comenzó a respirar lentamente y parecía que se hubiera quedado dormido.

–Otra vez ha estado tomando –dijo Mamá de mal humor–. Él sabe que no puede beber cuando está tomando anticonvulsionantes.

Sonny volvió en sí poco a poco, pero tenía la mirada perdida y se veía pálido y agotado. Tomó unos cuantos sorbos del agua que Mamá le ofreció. Luego se quedó en silencio durante un rato y después preguntó qué había sucedido. Parecía avergonzado de que lo hubiéramos visto en ese estado y decepcionado de que yo hubiera llamado a mi madre.

 

Durante la hora del almuerzo, me fui pedaleando en mi monareta hasta la casa de Julie. No había nadie más en la casa, solo ella y su perrito. Julie me llevó hasta su habitación, cerró las cortinas para impedir la entrada de la intensa luz del sol y prendió el aire acondicionado. Luego me besó en la boca con los labios húmedos y una lengua curiosa y comenzó a desabrocharme el cinturón. Yo no sé dónde habría aprendido esas cosas, pero me alegró que uno de los dos supiera qué hacer. El perrito se agitó todo y Julie tuvo que sacarlo del cuarto, pero siguió gimiendo y arañando la puerta.

–¿Y ahora tomas cerveza? –me preguntó Mamá esa noche, pues me sintió el tufo tan pronto entré a la cocina.

–Apenas una –le dije de manera defensiva–. Como tú eres abstemia.

–No me gusta esa actitud, jovencito. No estoy segura de que sea tan buena idea que Sonny se esté quedando aquí.

–¿Cómo así?

–Ya le advertí que si no se ajuicia, se va a tener que ir.

–¿Qué? –dije con indignación.

–No esperarás que lo deje vivir aquí mientras sigue haciendo lo que le da la gana.

–Pero él nos necesita.

–Bueno, entonces tendrá que comportarse. 

Ese viernes, cuando salí del trabajo, Sonny me estaba esperando en el Volkswagen de Trent Wilfong. Las bolsas de dormir estaban en el baúl, junto con las cañas de pescar y una nevera con cervezas. No me molesté en pedirle permiso a Mamá porque sabía que diría que no. La llamaría desde allá y luego asumiría las consecuencias.

Esa noche llegamos a la costa tarde, dormimos un rato en el carro y tomamos el primer bote hasta la isla. El horizonte se componía de pinceladas rosadas y rojas espectaculares, y las gaviotas chillaban y se sumergían a nuestro lado con las alas extendidas. Como la mejor temporada de pesca era el otoño, cuando las anjovas están migrando, teníamos la isla para nosotros solos. Nuestra cabaña, muy rústica y dotada apenas con una estufa de gas y camarotes, estaba en la playa. Uno podía asomarse a la puerta y tirar el anzuelo.

Los peces picaban como locos: corvinas, pargos rojos y a veces uno que otro pez globo o un tiburón. Del mar iban directo a la sartén. Habíamos llevado aceite para cocinar, un bulto de papas y repollo para hacer ensalada. Y, claro, limones para echarle al pescado. La brisa marina era una caricia constante. Después de que se ocultaba el sol, las únicas luces que se veían eran las de la luna y las estrellas y el incesante parpadeo del faro. Jugábamos cartas a la luz de las velas y hacíamos planes para futuros viajes.

Cuando regresamos a casa, Mamá apenas me dirigió la palabra. Pero habría recibido mucho más que silencio si ella no hubiera estado librando una batalla con mi padre. No sé si amenazó a Sonny de alguna manera, o si él simplemente empezó a pasar más tiempo con las enfermeras, pero yo comencé a verlo cada vez menos.

Entretanto, pasaba mucho tiempo con Julie. Estábamos en esa etapa de pasión desbocada, cuando uno no se puede concentrar en nada más y está totalmente imbuido en las sensaciones. Tarde en la noche solía ir en mi bicicleta hasta la casa de Julie con una erección indomable que se agitaba dentro de mi pantaloneta de gimnasia, moviéndose de un lado a otro como el timón de un barco mientras pedaleaba. Luego golpeaba en la ventana de la habitación de Julie, que estaba al lado de la de Buddy Mack, y ella me recibía bajo la luz de la luna, vestida con su ligero camisón blanco, y me preguntaba:

–¿Quieres que te haga sentir bien?

 

Ilustración de Diego Patiño y Carmen Contreras

 

El día del cumpleaños de mi abuela, Mamá insistió en que la acompañara a ella y al resto de la familia a visitar a sus parientes. Hacía rato que no estaba en el carro con mis padres y me sentí tan poco cómodo como si estuviera en un ascensor de esquí, muy alto sobre el suelo, tratando de no mirar hacia abajo. Papá manejaba de manera agresiva, pegándose a los carros de adelante y pasando en curva.

“Bi-il”, le advirtió Mamá, pero eso solo hizo que hundiera más el acelerador. Habían tenido una discusión porque Papá se quejó de que nuestra empleada le había dañado unos pantalones con blanqueador, y Mamá se puso del lado de ella.

Esa noche durante la cena, Mamá casó una pelea con mi tío a propósito de Vietnam. Mi padre se sonrojó y trató de contenerse. Luego, cuando estaba a punto de estallar, mi abuela le dio un giro a la conversación y, para evitar un conflicto, comenzó a hablar sobre su vesícula.

Como Sonny había acumulado una larga lista de infracciones, entre otras la de llevarme a las islas, no ir a la iglesia, beber, dejar una cuenta telefónica enorme por llamadas de larga distancia y asustar a mi hermanita cuando estaba dormida, la escena que nos estaba esperando al otro día cuando llegamos a casa fue la tapa: los cojines del sofá con quemaduras de cigarrillo, una lámpara rota, sábanas sucias, un porro a medio fumar debajo del lavaplatos. Sonny había tenido una fiesta. Yo no sé qué le diría Mamá, pero al otro día se había marchado.

–¿Tú lo echaste? –pregunté furioso.

–No –dijo Mamá de manera altiva–. Él solito se echó.

–Pero ¿qué...? Él no puede...

–Dijo que se iba a quedar con una chica.

Cada día que pasaba yo sentía más rabia hacia Mamá y su política de amor con disciplina, como le gustaba llamarlo. Y también decepción de ver que Sonny no trataba de buscarme. ¿Por qué no pasaba por el campo de golf o al menos me mandaba una razón? ¿Qué pasaría con nuestros planes? Me atormentaba la sospecha de que Sonny me viera de verdad como un mocoso insignificante.

 

Una mañana dos de los chicos que se encargaban del césped conmigo y yo decidimos jugar una ronda antes de comenzar a trabajar. Empezamos justo después del amanecer y cuando íbamos hacia el segundo hoyo, de pronto una bola pasó zumbando por encima de nuestras cabezas y aterrizó cerca de nosotros.

–¡Hijueputa! –dije.

Como ya estaba bastante alterado por la desaparición de Sonny, tomé una madera número tres y le di un poderoso golpe que proyectó la bola de regreso al lugar de donde había venido. Mis compañeros se rieron y chocamos manos.

Luego vimos un carrito que llegaba a la cima de la colina. En el puesto del conductor, vestido con una camiseta Izod color mandarina, estaba Buddy Mack Watts. Nosotros nos metimos entre los árboles y nos dirigimos al cobertizo donde se guardaba el equipo. Pero alcanzamos a escuchar a los hombres gritando a todo pulmón:

–¡Los vamos a atrapar, malditos culicagados!

 

Traté por todos los medios de encontrar a Sonny. Mi padre dijo que ya no trabajaba en el hospital y que no sabía con qué enfermera se habría ido a vivir.

Aparentemente Sonny seguía en contacto con sus padres; Mamá decía que ellos estaban preocupados. Pero cuando le pregunté por el teléfono de la enfermera, negó que lo tuviera. Le pedí que me lo consiguiera, pero nunca lo hizo. Incluso llamé a Trent Wilfong, pero él dijo que no tenía idea de dónde estaba Sonny.

 

Un día, mientras estábamos abrazados en medio del éxtasis, Julie y yo oímos un carro que entraba al garaje. Yo había ido hasta su casa en mi bicicleta, durante la hora del almuerzo. El motor del carro dejó de sonar y se abrió la puerta de la cocina. Yo me tiré al suelo y me deslicé debajo de la cama, completamente empeloto. Podía oír las pisadas y luego la voz ronca de Buddy Mack. Julie se puso la bata y salió a saludarlo a la puerta. Se abrazaron. Yo alcanzaba a ver los pies de Julie y los zapatos negros de su padre.

–¿Quieres que te prepare un sándwich? –preguntó Julie, de manera casual.

Ahí fue cuando el perrito me comenzó a lamer la mano. Mi pene se encogió hasta adquirir el tamaño de un gusano.

–¿Qué tal un sándwich de pavo y queso suizo? –volvió a preguntarle Julie, al tiempo que engatusaba a Buddy Mack para llevarlo hacia la cocina.

Pensé que nunca se iba a terminar ese sándwich.

 

Encontré el teléfono de la mamá de Sonny en el directorio de mi madre. Ella me dijo con nerviosismo que llevaba varios días sin tener noticias de Sonny. Aparentemente se había peleado con la enfermera y se había ido a vivir a otra parte. Me pidió que por favor le avisara si averiguaba algo. Intenté preguntarle a Renee Poovy –sí, eso abrió viejas heridas y, sí, tal vez tenía la esperanza de que me ofreciera un té helado–, pero no me pudo ayudar.

 

Un día, cuando estaba saliendo de la casa de Julie por la puerta principal, mientras me apretaba tranquilamente el cinturón, pasó un carro que me pareció conocido. Enseguida disminuyó la velocidad y comenzó a dar la vuelta. Yo salté a mi bicicleta y corté camino a través de un campo de dientes de león y una calle sin pavimentar para escapar, pero consciente de que ese era el final. Buddy Mack le prohibió a Julie que me volviera a ver. Dijo que me mataría si me atrevía a acercarme a su hija de nuevo y yo me inclinaba a pensar que no estaba hablando en sentido figurado.

 

De pronto llamó la mamá de Sonny con noticias terribles. Sonny había sufrido una sobredosis en la casa de la enfermera. Cuando ella lo encontró, pensó que se iba a morir, pero alcanzó a llevarlo al hospital a tiempo. Ahora estaba en tratamiento psiquiátrico. De acuerdo con una versión, él tenía la intención de que la enfermera lo encontrara pronto, pero ella regresó muy tarde.

No estuve seguro de ir a visitar a Sonny durante los primeros días. Pensé que se sentiría demasiado avergonzado o deprimido para querer ver a nadie. Y cuando decidí ir, él ya había regresado a Nueva Jersey.

Indignado, la emprendí contra Mamá, insinuando que todo era su culpa.

–Carl –dijo ella–, nosotros hicimos lo mejor que pudimos. ¡Sonny nunca va a tener una vida normal!

–¿QUÉ? –estallé–. ¿Cómo puedes decir eso? –era la cosa más cruel que yo había oído en la vida. Me parecía de un fatalismo absurdo, para no mencionar que era una manera de lavarse las manos, y yo me negaba a aceptarlo.

 

Ilustración de Diego Patiño y Carmen Contreras

 

El verano del 69 llegó a su fin. El servicio militar obligatorio terminó poco antes de que yo cumpliera la edad reglamentaria para presentarme, así que me salvé de seguir el mismo camino de Sonny. Continué en la escuela y practiqué algunos deportes, y me dejé llevar por el ritmo lento de la vida pueblerina. En ciertos aspectos era como si Sonny nunca hubiese estado con nosotros. Pero en otros, era como si nunca se hubiera marchado. Mis padres tuvieron un divorcio rencoroso que acabó para siempre con esa imagen de familia idílica, y yo me fui a la universidad, donde esa veta inquieta y aventurera que Sonny había despertado en mí permaneció dormida. Estudié obsesivamente, con ganas de aprender, y demostré que sí era capaz. Sin embargo, cuando los frutos de todos esos esfuerzos estuvieron a mi alcance, los rechacé. Ya había aprendido suficiente de los libros y las convenciones. Me fui a buscar a Sonny.

A lo largo de los años tuve noticias fragmentarias acerca de él, sobre todo a través de Mamá, y todas ellas parecían enfocadas a demostrar que sus pronósticos eran correctos. Después de la manera abrupta y fatídica en que terminó su visita a Carolina del Norte, Sonny regresó a Nueva Jersey y, como un gato de siete vidas, cayó de pie. Conoció a una chica medio hippy, dulce y tranquila, con quien se casó, solo para descubrir (según me contaron) que era la hija del heredero de la famosa compañía de productos químicos Union Carbide.

Sonny y su nueva esposa viajaron por el mundo y se establecieron en Hawai, San Francisco y París. Una vez Sonny le dio a su madre la sorpresa de aparecerse en Nueva York para su cumpleaños y presentarse en el restaurante donde estaba celebrando. Le pagó a un mesero para que le prestara el uniforme, se paró detrás de su madre y comenzó a tumbar cosas y a recoger los platos antes de que ella hubiera terminado. Cuando ella se volteó a protestar y lo vio, le dio un ataque de risa mezclado con llanto.

Sonny se estaba dando la gran vida. No tenía que trabajar. Tenía carros, amigos, drogas y mujeres.

–Demasiado de cada cosa –me diría después–. Me tiré todo.

Ahí fue cuando la familia de su mujer, que desde el comienzo se había opuesto al matrimonio, lo amenazó con tomar medidas legales si no firmaba un acuerdo de divorcio que incluía una considerable compensación económica. Un cheque de indemnización del cual Sonny gastó gran parte mientras ahogaba sus penas en el Hyatt Regency de Waikiki.

Preocupados por él, los padres de Sonny enviaron a su hermano hasta Hawai para que lo llevara a casa. Sonny estaba como loco, me diría más tarde su hermano, y lo mantuvo preso durante tres días enteros, mientras le apuntaba a la cabeza con un revólver y lo amenazaba con volarle la tapa de los sesos, antes de suicidarse.

–Fue bastante intenso –diría el hermano de Sonny.

 

Llamé a Sonny justo después de graduarme. En esa época estaba viviendo en San Francisco y me dijo que me fuera para allá. Me recibió con entusiasmo, pero había un pequeño problema para nuestros planes de viaje: acababa de irse a vivir con Nicole, la mujer que se convertiría en el amor de su vida.

Sonny había vuelto a caer de pie. Nicole tenía un buen empleo con una compañía publicitaria y un apartamento con una impresionante vista sobre la bahía. Sonny estaba “cambiando de trabajo”, así que entre semana íbamos a tomar café, fumábamos marihuana, escuchábamos jazz y caminábamos por la ciudad. Me llevó a Haight Ashbury y a la librería City Lights, los antiguos refugios de Ginsberg y Kerouac. Sonny era una verdadera cascada de información. Cuando vivía en un sitio, aprendía todo sobre ese lugar. Habría sido un gran guía turístico.

Durante los fines de semana nos íbamos de picnic con Nicole al parque Golden Gate y luego nos deteníamos en la base militar, donde Sonny tenía derecho a un buen descuento en todo, desde alimentos hasta ropa. Ese era uno de los beneficios de los que disfrutaba por ser un veterano herido en guerra, explicaba. Los mismos privilegios de los que gozaban los oficiales retirados y que incluían el derecho a viajar sin costo a cualquier parte del mundo en vuelos militares. (Con el inconveniente de que tenía que entrar en lista de espera y, a veces, aguardar varios días a que hubiese cupo.) De todas formas, Sonny se sentía cada vez menos cómodo rodeado de militares. No tenía amigos militares y detestaba ir al hospital de veteranos para recibir tratamiento. Poco a poco dejó de comprar cosas en la base.

Por las noches paseábamos por Fisherman’s Wharf y sentíamos una energía magnífica entre los tres, con Sonny ardiendo en el centro. Sonny leía tres periódicos al día, pero no era capaz de conservar un empleo. Durante un tiempo les vendió cuadros a bancos y oficinas, pero eso no funcionó. Tenía que comprar todos los cuadros por adelantado y se quedó encartado con el inventario. Después empezó un empleo de saco y corbata como representante de ventas, pero eso salió mal porque la mayoría de los negocios se hacían alrededor de un trago y él no era capaz de controlarse.

Nicole le compró ropa y embelleció generosamente su currículum, pero ni siquiera el hecho de destacar que había recibido la Medalla de Bronce y el Corazón Púrpura produjo muchos resultados. El siguiente trabajo que consiguió fue como inspector de uvas en los muelles. Sin embargo, en esa clase de empleos varios siempre había muchas “bromas” y provocaciones. Algunos compañeros se burlaban de Sonny por el ojo que a veces se le desviaba sin control y por la sordera del oído derecho y, si cometía el error de hacerle confidencias a alguien, por la placa que tenía en la cabeza. Así que terminaba hartándose, pegándole a alguien y regresaba a casa ensangrentado y desempleado.

Esa era la situación laboral de Sonny cuando llegué a San Francisco. Y eso, sumado a su gusto por la bebida, las drogas y el juego, creaba una cierta tensión permanente que producía crisis periódicas. Escenas como esta: Sonny completamente borracho y diciendo incoherencias, jalando a Nicole del brazo para tratar de arrastrarla hacia mí, mientras le decía:

–Ven aquí, ven y le muestras tus tetas a Carl.

Al tiempo que Nicole gritaba:

–¡Yo no soy un animal! ¡Yo no soy un animal!

Pero Sonny nunca me atacó.

 

Por esa época me aceptaron en un programa de periodismo en Carolina del Norte. Fue difícil despedirme de Sonny y Nicole, pero esperaba que después pudiéramos volver a reunirnos. En Carolina del Norte conocí a una mujer llamada Lauri con la que me fui a vivir. Sonny y yo perdimos contacto, lo cual, por lo general, era una mala señal. Eso solía significar que no tenía la cabeza en su lugar, para usar una expresión suya. En esas épocas prefería no hablar. Yo trataba de esperarlo. Pero luego el silencio crecía y la llamada nunca se haría porque lo que teníamos que hablar se había vuelto demasiado grande.

Afortunadamente Mamá me contaba algunos detalles de los que se enteraba a través de la mamá de Sonny. (Papá se moría de la rabia de que Mamá siguiera en contacto con su hermana y supongo que ella lo sabía.) Yo todavía estaba molesto con ella por el fatalismo de sus predicciones con respecto a Sonny y dudaba de toda la información que me daba, pues sospechaba que podía haber un conflicto de intereses entre sus buenos deseos hacia él y sus ansias de mostrar que tenía razón.

Pasaron varios años y a través de Mamá supe que Sonny y Nicole se habían separado. Luego supe que volvieron. Y luego, que Nicole estaba embarazada. Después supe que su hija había nacido con un defecto cardíaco que le atribuyeron a los efectos del Agente Naranja. A la niña, que se llamaba Beth, le tuvieron que hacer un bypass. Era una cirugía delicada y todo ese drama, sumado a la alegría de ver que Beth salía adelante, hizo que Sonny y Nicole se unieran más que nunca.

Luego me enteré de que Sonny había tenido un accidente en su motocicleta. La moto quedó destrozada y él se rompió una pierna, pero, como siempre, le fue mejor de lo esperado pues la persona que lo atropelló al echar reversa fue la esposa del alcalde de San Francisco, quien le ofreció una buena suma por mantener el incidente en silencio.

 

Ilustración de Diego Patiño y Carmen Contreras

 

Después hubo otros intentos profesionales fallidos, como un curso para aprender a manejar ambulancias que le pagaron sus padres y sobre el cual Sonny siguió informándoles después de haberse retirado tres meses atrás. Después estuvo desempleado durante un tiempo, hasta que las presiones familiares llegaron a un límite insoportable y él hizo otro medio intento de integrarse a la fuerza laboral y convertirse en un miembro productivo de la sociedad.

Tiempo después Mamá me contó que a Nicole le habían ofrecido un atractivo trabajo en publicidad en Filadelfia. Ella tenía muchos deseos de estar más cerca de su hermana, que vivía en Nueva Jersey. Durante las peleas con Sonny, solía buscar el consejo de ella, quien le había dicho que sufría del complejo de salvadora y debía dejar a Sonny.

Sonny le dijo a Nicole que a él le encantaba San Francisco y no tenía deseos de mudarse otra vez al Este. Nicole dijo que estaba bien, pero ella se iba de todas maneras. Sonny la dejó hacer sus planes de viaje. La vio empacar. Y en el último minuto, decidió irse con ella.

 

Después de varios años, mi relación de pareja con Lauri llegó a su fin. Otra vez comencé a buscar una nueva dirección. Y otra vez me sentí atraído hacia Sonny. Y una vez más él me volvió a recibir con los brazos abiertos y de manera incondicional, a pesar de que llevábamos mucho tiempo sin tener contacto. (Ahora lo recuerdo con dolor.)

Nunca me sentí tan agradecido en mi vida. Yo no sabía qué hacer ni adónde ir. Por el contrario, la vida de Sonny parecía notoriamente estable. Eso se debía a los esfuerzos de Nicole, con una mínima ayuda de los trabajos esporádicos de Sonny y sus míseros cheques de incapacidad, que cada año parecían disminuir. Los costos de la atención médica de Beth eran altísimos y pronto iba a necesitar otra cirugía para reemplazar el bypass.

En esa época Sonny no podía manejar. Había estrellado el Volvo hasta dejarlo inservible y había perdido su licencia de conducción. Nicole trabajaba hasta tarde y además tenía que hacerse cargo de Beth. Yo hice algunos trabajos de copiedición y escribí unos cuantos artículos para The City Paper, pero cuando vi que no podía vivir de eso, me fui a trabajar en un refugio para personas sin hogar. Sonny estaba vendiendo ropa de hombre en Wanamaker’s.

A pesar de la vida profesional tan poco glamorosa que llevábamos, yo sentía la energía de la gran ciudad y tenía la impresión de que en cualquier momento podía pasar algo extraordinario. Yo vivía en el centro y Sonny solía venir a desayunar conmigo los sábados. Después nos quedábamos largo rato conversando, tomando café y fumando para ver en dónde teníamos la cabeza (según palabras de Sonny). A veces hacíamos un asado en la casa de Sonny los domingos y bebíamos cerveza en el patio o en el pub irlandés que había en la esquina.

Mi hermano y mi hermana menor ya se habían establecido profesionalmente y yo seguía andando por ahí con Sonny. Él era mi cómplice en esa forma de vida alternativa que yo consideraba audaz. Una versión de nuestro plan original de viajar a lo largo y ancho del país. Pero aunque yo llevaba esa vida porque quería, tal vez ese no era el caso de Sonny.

Como Sonny y yo éramos las ovejas negras de la familia, los que habían abandonado y deshonrado sus tradiciones, inevitablemente volvíamos sobre ese tema una y otra vez. Analizábamos a cada miembro de la familia y las relaciones entre ellos. Pensábamos en ellos porque eran lo que nosotros éramos y al mismo tiempo no lo eran. Porque Sonny y yo éramos parte de la misma familia, pero ¿qué significaba eso?

Rara vez hablábamos sobre Vietnam. No porque no sintiera curiosidad sino porque no quería arruinar el momento. O sacarle confesiones que podrían hacerlo sentir disminuido ante mis ojos. A veces Sonny salía con dichos del Cuerpo de Infantería de Marina como “Buenas noches, Chesty, ¡donde quiera que te encuentres!”, y siempre tenía colgada en la pared esa foto de su escuadrón, en la que aparecían vestidos con traje de fatiga y gorras, abrazados y haciendo muecas a la cámara, con las caras iluminadas por el sudor y el sentimiento de fraternidad. Sonny tenía esa foto en su bolsillo la noche en que el mortero arrasó la carpa en la que estaban fumando marihuana y jugando cartas, y quedó totalmente manchada de sangre. Sonny fue el único de los doce que sobrevivió.

Un sábado Sonny me llevó al pueblo en el que creció, en la zona amish de Pensilvania. Dijo que quería visitar a su ex novia, Marsha. Llevaba veintitrés años sin verla. Estaban enamorados cuando él se fue a la guerra. Solía llevar una foto de ella mientras estaba en la selva. Le escribía todos los días. Luego ella dejó de escribir de repente. Él supo más tarde que estaba saliendo con alguien más: se la había quitado su propio hermano. El hermano que él salvó de ir a la guerra porque los militares solo mandaban al campo de batalla a un hijo por familia. Sonny todavía se indignaba cuando pensaba en eso.

Marsha vivía en una casa grande y bien cuidada, ubicada en una calle tranquila. La visita sorpresa la había puesto nerviosa –Sonny la llamó desde un teléfono público que había en la esquina–, pero de todas maneras nos invitó a seguir a su inmensa sala. Sus hijos estaban entretenidos con un juego de mesa y su marido estaba viendo televisión. El hombre nos saludó y se fue para arriba.

Habíamos bebido en el carro y Sonny estaba muy conversador. Marsha respondía con cortesía y en voz más suave. Sonny dijo que teníamos más cerveza en el carro, pero Marsha dijo que no quería. No mencionaron nada del pasado. Hablaron sobre el presente, de las pocas cosas del presente de las que se podía hablar, y luego nos fuimos.

Tal vez habría sido mejor que no fuéramos.

 

Un fin de semana Nicole sugirió que fuéramos en carro hasta Washington para ver el monumento en honor de los veteranos de Vietnam. Yo estaba seguro de que Sonny iba a decir que no, pero tal vez quería complacer a Nicole para hacer las paces por algo, o tal vez pensó que ya era hora. Recuerdo el sentimiento de reverencia que lo embarga a uno cuando se acerca a esos dos muros inmensos de granito negro. El efecto reflectivo de la piedra, especialmente importada de la India para el monumento, permite que uno vea su imagen sobre los nombres grabados en el muro. Nos dijeron que eso simboliza la unión del pasado y el presente. Los muros se unen en un vértice que representa “una herida que está cerrada y sanando”. Mientras caminábamos por el sendero, vimos gente que observaba con solemnidad, o rezaba o repintaba con lápiz un nombre en particular. Algunos dejaban coronas o flores. “Los objetos no perecederos serán guardados en una bodega del museo”.

Los nombres aparecían en orden cronológico, de acuerdo con la fecha en que el soldado fue asesinado. O, en algunos casos, la fecha en que desapareció. Sonny buscó en los años en que él estuvo y localizó los nombres de sus amigos. Nicole comenzó a llorar. Sonny trató de hacer un chiste:

–Mi nombre debería estar ahí –dijo–. Yo también me morí allá. Solo que no he terminado de morirme.

 

Ilustración de Diego Patiño y Carmen Contreras

 

Después de seis años en Filadelfia, acepté un trabajo aquí en Colombia, donde vivo desde entonces. Sonny y yo volvimos a perder contacto.

Cuando Sonny me visitó varios años después, Nicole lo llevó hasta el aeropuerto. En realidad lo estaba echando, solo que él todavía no lo sabía. Durante la visita, Sonny se metió en unos cuantos líos. No sabía nada de español, excepto una frase que le enseñó un puertorriqueño de Filadelfia porque, según él, podía ser útil aquí: “¡No me dispares!”. Y, en efecto, Sonny tuvo oportunidad de usarla, una noche que andaba por el centro a las tres de la mañana, con su cabello rojo encendido. “¡No me dispares!”, le gritó al ladrón que le apuntaba con un arma. Ciertamente, el tipo no disparó, pero le abrió la cabeza. En tres semanas, Sonny logró involucrarse con unos periqueros, embarazar a una mujer y acumular una cuenta telefónica monstruosa, sobre todo de llamadas a Nicole.

Cuando llegó a casa descubrió que Nicole había cambiado las guardas y había alquilado un pequeño apartamento en el centro para que él se fuera a vivir allá. Sonny trabajó durante algún tiempo en un café, pero volvió a tener problemas con sus compañeros de trabajo. Luego anduvo con una mujer que tomaba antidepresivos, pero ella lo dejó por un coleccionista de arte.

Una vez lo visité en Filadelfia. Golpeé varias veces en la puerta, pero no me abrió. Así que llamé a Nicole.

–Él está ahí –me dijo ella–. Solo que es... un tipo raro.

Cuando finalmente abrió la puerta, quedé abrumado por el desorden; él, que siempre había sido tan ordenado. Trató de poner buena cara, pero yo me daba cuenta de que algo no estaba bien. Al segundo día dijo:

–¿Por qué le dijiste a Nicole que el apartamento era un desastre? –mientras me miraba con ojos salvajes y paranoicos. Pensé que esa vez sí la iba a emprender contra mí. Pero no lo hizo.

Durante todo ese tiempo, Sonny había estado pidiendo que le subieran el subsidio de incapacidad. No había manera de mantenerse con lo que el Departamento de Veteranos le daba. Además, Nicole lo estaba presionando para que le ayudara con los gastos de la niña. Por otra parte, le debía dinero a su corredor de apuestas. Varias veces había tenido la clara impresión de que lo estaban persiguiendo en un Cadillac blanco mientras caminaba por el centro.

Durante algún tiempo, Sonny, que siempre había sido aficionado a la fotografía, tomó fotos del distrito turístico de Filadelfia para vendérselas a los turistas en las esquinas. Un día leyó en el periódico acerca del turbio asesinato del dueño de una joyería y su esposa. Sonny reconoció enseguida a la pareja. El hombre le había pagado recientemente para que les tomara una foto para exhibir “el nuevo par de tetas” que acababa de comprarle a su mujer. The Philadelphia Daily News, que no tenía foto de la pareja, le pagó a Sonny una buena suma y le dio los créditos.

 

Durante los años que siguieron, casi todas las noticias de Sonny las supe a través de Mamá. Noticias acerca de su deterioro: problemas económicos, complicaciones médicas, un accidente de bicicleta en el que se rompió los dientes. Luego, presionado por su familia, aceptó someterse a un programa de tratamiento especial para trastorno de estrés postraumático. Lo presentaban como algo muy innovador y prestigioso; a Sonny le dijeron que tenía suerte de que lo hubiesen admitido. Debía durar seis meses. Pero cuando llegó, lo rechazaron; no pasó el examen de orina. Para entrar al programa que lo iba a ayudar con su adicción a las drogas, tenía que tener el organismo libre de ellas.

Luego las cosas parecieron mejorar cuando Sonny consiguió trabajo en un almacén de ropa de segunda que reunía dinero para pacientes de sida. Allí no encontró esa atmósfera cargada que había encontrado en otros empleos. Le gustaba el trabajo e hizo algunos amigos. Dejó que una mujer que se estaba muriendo de sida se quedara en su apartamento. Le gustaba tener un horario y todas las mañanas iba temprano en su bicicleta a abrir el almacén. Se acostumbró a madrugar desde que estuvo en el Cuerpo de Infantería de Marina. Pero luego el almacén cerró y las horas se desplegaron vacías frente a él.

Un día recibí un correo de la mamá de Sonny. Decía que estaba preocupada por él. Lo iban a echar del apartamento y no tenía adónde ir. Entonces lo llamé. Pareció alegrarse de oírme. Le daba mucha pena pedírmelo, pero ¿podría venir a quedarse conmigo en Colombia?

Esa era mi oportunidad de pagarle todas las veces que él me acogió. Yo quería desesperadamente decirle que sí, pero me preguntaba cómo iba a hacer para adaptarse. La tasa de cambio lo beneficiaría y aumentaría la capacidad adquisitiva de su subsidio mensual, pero ¿cómo iba a conseguir tratamiento médico? Sin embargo, no dije que no. No dije que no, pero no reaccioné con tanto entusiasmo como habría podido hacerlo. Pensémoslo un poco más, dije.

Le envié varios correos, pero él no respondió. Entonces contacté a su mamá, pero ella tampoco había tenido noticias de él. Ni siquiera el día de su cumpleaños, que era una fecha que Sonny siempre recordaba.

Mamá fue la que me dio la noticia. El dueño del apartamento encontró el cuerpo. Los vecinos se dieron cuenta de que algo pasaba por el olor. Llevaba muerto más de una semana. Mamá estaba llorando; yo me despedí. Me quedé ahí, en medio de ese jardín tropical de orquídeas y aves del paraíso, en el que Sonny se veía tan contento durante su visita. Quería llamar a alguien y contarle todo para desahogarme. Pero la persona a la que quería llamar era a Sonny.

Luego la impresión se convirtió en rabia y la dirigí contra mi madre. Me enteré de que ella le había aconsejado a la mamá de Sonny que no lo recibiera. Amor con disciplina, como antes. Entonces, ¿por qué había llorado? ¿Acaso sus lágrimas eran una farsa? ¿O en lugar de sentirse justificada por haber tenido razón lo que en realidad sentía era culpa?

Pero luego de descargar la ira con Mamá, solo quedé yo. Tenía que aceptar que no había cumplido con mi parte. Después de todo lo que él había hecho por mí. Viajé hasta allá para asistir al funeral mientras me sentía culpable por no haber ido unas semanas antes, o por no haberlo recibido en Colombia cuando habría servido de algo.

 

Han pasado varios años desde que Sonny se fue. No puedo dejar de sentir que le fallé. Tal vez tengo complejo de sobreviviente. Tal vez todos lo tenemos. Tal vez todos deberíamos tenerlo. Tantas vidas perdidas. Sonny y Mamá, esos polos opuestos que me jalaban en distintas direcciones. También se fueron los padres de Sonny y su hija, y toda la gente que aparece en el monumento en honor a los muertos en Vietnam.

Tal vez ha llegado el momento de agregar más nombres al muro. Entre otros, el de Sonny. Entre otros, el de toda la gente que tuvo relación con él. Por el otro lado, si se agregan demasiados nombres, ya no quedará nadie que los lea. Nadie excepto las generaciones que vendrán después de nosotros y que no tendrán la menor idea de quiénes fuimos.

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