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Es de noche. Caminan por la calle desierta brazo con brazo. Se mueven de lado a lado, bailando y cantando, despreocupados y optimistas. Han sido consentidos, tolerados, echados a perder. Son jóvenes, están llenos de ilusiones, de ganas en el cuerpo, de sueños por cumplir. Uno de ellos es robusto y en su rostro creemos ver a Federico Fellini. Pero no, es su hermano menor, Riccardo. Pero es como si lo fuera, pues si Fellini estuviera allí, cantaría y bailaría junto a sus amigos de juventud en Rímini, sin temor a despertar a los vecinos, sin miedo a importunar a los que a esa hora duermen tras una dura jornada. No, no está allí, en el mundo agridulce de I vitelloni (1953), por lo menos no de cuerpo presente. Otra cosa es su espíritu, maestro de ceremonias de todo su cine, regidor absoluto del mundo de fantasía que este director italiano creó a partir de sus recuerdos, de su juventud provinciana, de su sentido estético a prueba de ridículo y de censores. Juguetón y sibarita, su filmografía está cerca del goce lúdico y del disfrute sensorial. No hubo otro director tan personal como él, tan dispuesto a poner frente a las cámaras sus fantasías, sueños y obsesiones, sin temor a la incomprensión y al fracaso en la taquilla. La religión, el sexo, el fascismo, las máscaras sociales, la salvación, la redención y la gloria adquieren en su cine una dimensión provocativamente personal. Fellini juega con estos temas, los retuerce sobre sí mismos, y nos entrega una visión que —por momentos— parece hecha sólo para su propio regocijo.
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Es editor de la revista Kinetoscopio y autor del libro "François Truffaut. Una vida hecha cine" (Panamericana Editorial, 2005).
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