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Al otro lado de las murallas, Cartagena es aún más caliente. Como en un eco del aislamiento que conservó intacta por siglos la cultura de San Basilio de Palenque, esa otra ciudad vive su fiesta –su revancha contra la exclusión– entre picós gigantescos, a ritmo de champeta y a golpe seco de piel negra sobre cuero de tambor.
Ilustración de Marcos Guardiola
En ciertos barrios populares de Cartagena, la fiesta es un asunto visceral. Allí no se danza por simple diversión sino para reafirmar la vida. El negro, excluido desde siempre, intuye que mientras baila, cuenta para el mundo. Por eso le sube el volumen a la música, la zapatea con urgencia, como si estuviera cumpliendo su último deseo. Sabe que cuando cese el estruendo, cuando se apaguen los picós y se callen los tambores, quedará a solas con su triste realidad de todos los días: la pobreza, la discriminación.
Si bien, como lo plantea la investigadora Elisabeth Cunin, es injusto y hasta superficial mirar a esta etnia “bajo la forma de una cultura folclorizada en el baile”, no es menos cierto que Cartagena –ciudad de evidentes rezagos colonialistas– ha relegado a sus negros al traspatio. Durante un tiempo los condenó a vivir en los extramuros, disputándose el espacio con los matorrales y las alimañas. En los años más bochornosos de la segregación, los negros solo disponían de dos opciones dignas para sobrevivir: lustrar zapatos y pelear en un ring. Sin educación y sin dinero, eran parte de una industria turística que los mostraba como afiches y los escondía como personas. El último recurso que les quedaba era un saber heredado de la madre África: cortar el tronco, despellejar el becerro, forjar el tambor. Con el tambor, por cierto, habían reemplazado la lengua que les arrebataron los esclavistas al traerlos a América. El tambor –código Morse de su tierra y de su sangre– les permitía comunicarse entre ellos y despistar al amo. No era un símbolo de holganza sino de tenacidad. ¿De qué otro modo habrían podido defenderse, si lo único que les dejaron fue la danza? No es descabellado suponer que los negros fundaron la resistencia con el mismo redoble de tambores con el que desataron el mapalé. Y desde entonces, sus festejos han estado animados por un fuego tan jubiloso como díscolo. Hoy, como ayer, mientras más fuerte aporrean los cueros, más se hacen escuchar en la Cartagena blanca que ignora sus voces.
No es gratuito que la fiesta novembrina, metáfora de la rebelión, coincida con las efemérides de la Independencia. Rugen las muchedumbres, estallan los buscapiés. Los hombres se arrojan polvos y bolsas de agua, o se embadurnan los rostros de betún. Algunos, incluso, se dedican a romperle la camisa al prójimo. Uno se mete en las entrañas de ese monstruo enloquecido, y se siente envuelto en una atmósfera de cataclismo. A ratos, el gozo parece guiado por un instinto depredador. Se trata, acaso, del caos como principio de un nuevo orden, en el que las diferencias no alejen para siempre a los mortales. Al ensuciar lo que está limpio, al mancillar lo que es respetable, al no dejar piedra sobre piedra, la gleba pretende suprimir las desigualdades y establecer una sociedad justa.
He allí, a grandes rasgos, la visión romántica de la fiesta. Para redondearla solo faltaría añadir, en coro con el cronista Rubén Darío Álvarez, que la pachanga genera ingresos y permite construir tejido social. Gana el que elabora los capuchones y el que vende el tinte para la piel, el taxista y el cantinero. Luego, como en el proverbio andaluz, nadie les quita lo bailao. Al desamarrar sus furores originales, al solazarse en el fandango, el cuerpo deja de ser calabozo para el espíritu. Entonces se entiende la vieja sentencia de Cicerón: “Cuando los tambores hablan, las leyes callan”. Retumba de nuevo el mapalé, aumenta la barahúnda. En esas instancias, bajar el volumen por razones de salud, como proponen algunos ambientalistas radicales, sería un despropósito, pues, a fin de cuentas, el golpeteo incesante de los cueros quizá estropee los oídos, pero al parecer espanta las ganas de ahorcarse.
Existe también una manera realista de aproximarse al tema. Establece, en primer lugar, que el jolgorio no soluciona los graves problemas sociales de Cartagena, ciudad asfixiada por la corrupción, que tiene una tasa de desempleo del 21% y un índice de pobreza del 75%. Varios observadores plantean que hay dos fiestas: la del populacho, estridente y sudorosa, y la de los ricos, glamorosa y esterilizada. El símbolo de la primera es la música champeta, cuyo nombre se deriva de un cuchillo de carnicería. El símbolo de la segunda es la corona del Concurso Nacional de Belleza. Una huele a agua de colonia Jean-Marie Farina y la otra a marisma. Una está enclaustrada en los clubes de las élites, con el bucle siempre arreglado; la otra anda con el moño suelto por los arrabales. A ratos se entrecruzan, claro. A ratos el blanco zapatea la cumbiamba y el negro aplaude a la reina que desfila en su carroza. Pero por lo general, mantienen la distancia aunque los idealistas crean que el festejo las hermana. A comienzos del siglo XX –nos informa el historiador Édgar Gutiérrez– la Alcaldía expidió un decreto para prohibir el mapalé, considerado un baile indecente. Hoy se mira con ojeriza a los cultores de la champeta. Todavía está fresco en la memoria el caso de las dos muchachas a las que, por ser negras, no se les permitió entrar en una discoteca del centro de la ciudad.
De cualquier manera, en los sectores deprimidos la fiesta es aún algo trascendente. Se baila para fortalecer el ánimo y poder resistir la vida que sigue después, cuando se callan los tambores.
En 2011 obtuvo su quinto Premio Simón Bolívar por el artículo 'La eterna parranda de Diomedes'.
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