Prefiguración de una nueva novela

¿Cuál es el futuro de un género cuyo obituario reaparece en revistas y periódicos con sospechosa insistencia? ¿Acaso nuestra nueva relación con el tiempo acabará con una forma literaria que precisamente ha servido para hacer que el hombre sienta, en su espina dorsal más que en su intelecto, el espíritu de la época?

POR Paul Brito

Enero 27 2021
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© Ilustración de Bea Crespo 

Ezequiel está a punto de despertar. Sueña con su esposa que murió hace unos meses. La encuentra en la cocina y la abraza por la espalda. Cierra los ojos para concentrarse en su olor y aislarlo del aroma de los alimentos. En ese parpadeo despierta en otro sueño que él cree la realidad. Su esposa lo mira desde la puerta del dormitorio con una sonrisa de circunstancias. Ezequiel le cuenta el sueño, pero se da cuenta de que ella no le está prestando atención, ocupada en esconder algo en su espalda. En eso escucha un maullido y despierta sin saber si el sonido proviene del sueño o de la calle.

Ese podría ser el comienzo de una novela. Aunque pensándolo bien, no hay otro argumento posible, pues en toda novela siempre hay un gato encerrado en un sueño, una incógnita que sigue maullando después de que el protagonista despierta y se encuentra con la ausencia definitiva de su esposa: ese hueco sin fondo, esa pregunta sin respuesta que es la muerte de un ser querido. En toda novela hay también un narrador que es el mismo gato, la misma interrogación que mira todo desde la espalda de la realidad y que va acariciando sus contornos para definirla. Esa conciencia que pregunta, que ronronea, que araña y busca un significado a aquello que no lo tiene, a través de las capas de la realidad, es la base del género. Las novelas se levantan sobre esa fe, porque solo en la plasticidad de los cabos sueltos y los pasos perdidos están las pistas para desarrollar la historia.

He leído muchas novelas, he escrito tres y solo he publicado una: La muerte del obrero, aunque la mitad de sus lectores considera que es más bien un libro de cuentos entrelazados. Durante muchos años intenté pasar del cuento a la novela, así como antes había pasado de la poesía al cuento, pero advertía que no era el camino más idóneo, a pesar de que a simple vista parecen distanciarse solo por extensión. Cuando comencé a cultivar la crónica, me pareció que su manera de desplegarse en ramas sin abandonar el tronco principal y replegarse en el interior del autor era más afín al formato también múltiple de la novela. La crónica me ayudaba a trascender el marco específico e individual del relato breve, me permitía incorporar reflexiones y análisis en el mismo flujo narrativo de la historia, y establecer paralelismos con otras áreas del conocimiento y otros rincones de mi experiencia; me ayudaba a fortalecer la voz y la mirada del narrador, su visión y su cobertura de la realidad, y su capacidad de hacerlo girar todo en torno a una conciencia principal, lo que a mí me parece imprescindible en la novela. 

Porque digámoslo de una vez: la novela es la historia del sujeto. Es la historia secreta del conocimiento. El género ha pasado por todos los enfoques cognoscitivos planteados por el materialismo y el idealismo. Ha puesto en práctica todas las teorías epistemológicas, desde el subjetivismo más solipsista (Virginia Woolf, Marcel Proust o Clarice Lispector) hasta el objetivismo más naturalista (Emilio Zola o Alain Robbe-Grillet). Aunque a mí en este momento solo me interesa una tesis. El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein señalaba la imposibilidad de la razón de revelar una verdad mientras uno estuviera dentro de la línea causal del mundo. Todo narrador debería tener esa idea pegada en la pared de su estudio. Por más mezclado o comprometido que esté el narrador con su historia, por más afectado que esté por ella, la única forma de contarla es desmarcándose de su propio torrente narrativo: situarse en un punto tangencial del relato donde pueda mirar hacia dentro y hacia afuera. ¿Qué son la parodia, la metaficción, la intertextualidad, la polifonía, sino herramientas de dislocación de la conciencia, formas de autodistanciamiento? La misma recurrencia a la ficción, a la fabulación, a la imaginación, al humor y la ironía, son en sí mismos estrategias de desdoblamiento, de desarraigo del yo. “Si ponemos la mente en lo ausente, nos libramos de la omnipresencia del mundo, y acaso en ese estado de conciencia logremos la iluminación, el encuentro del ‘yo fundamental’ por intermedio del ‘tú esencial’, decía Germán Espinosa refiriéndose a unos versos de Antonio Machado que hablaban de “la sed metafísica de lo esencialmente otro”.

La inteligencia no es otra cosa que la capacidad de salirse del tiempo y el espacio, del flujo de las acciones, de la naturaleza misma, para mirarlo todo desde la orilla, como un juez de línea. El mismo Wittgenstein afirmaba que el sujeto no es parte del mundo sino su límite: que el yo no está adentro ni afuera. En otras palabras, que el ser se define por su naturaleza fronteriza, por su dislocación innata, las mismas que el narrador copia al situarse en el horizonte de los sucesos. “En la dialéctica de lo interno y lo externo, el ser se constituye como síntesis”, decía Hegel a su manera.

Ahora bien, al igual que el ser, el narrador necesita unir el adentro y el afuera a través de una solución de continuidad. Esa solución está bien ilustrada en la cinta de Moebius. Para fabricar esa superficie de una sola cara y un solo borde, se toma una cinta de papel y se pegan los extremos dando media vuelta a uno de ellos. Ese giro predeterminado hace que queden unidos, en un mismo plano y sobre una misma línea de tiempo, los dos lados de la cinta, y le imprime a esta una especie de movimiento permanente. En el caso del ser, es también lo que termina definiendo su naturaleza dinámica y su única forma de estar en el mundo. El narrador, que es una construcción artificial de la conciencia, se constituye igualmente a través de un espiral implícito, de un movimiento continuo.

A propósito de esa dinámica perpetua, de esa continuidad, de nuevo Wittgenstein decía que el mundo no es la totalidad de las cosas sino de los hechos; algo que ya había expresado Einstein en 1905 al postular que la única constante del universo, el único absoluto es la velocidad de la luz, es decir, que la unidad esencial del mundo no es una medida de espacio ni de tiempo sino de movimiento. En un punto de su historia, la novela también cobra conciencia de eso. En las obras del siglo XIX donde el énfasis estaba más en los objetos que en los eventos, lo más importante era la observación y la capacidad descriptiva. El realismo fue por eso la revolución central de la novela moderna: por fin el escritor era consciente de que la ficción debía ser una forma de conocer la realidad y no de evadirla. Cuando de joven Maupassant pidió a Flaubert que lo iniciara en el oficio de escribir, este abrió su armario y lo puso a describir todos los cachivaches que había en él. Azorín se formó sentándose en una piedra en medio del campo y describiendo en un cuaderno todo lo que veía. Balzac tenía como hobby seguir a un desconocido y tratar de extraer un perfil psíquico del escrutinio de todos sus detalles.

En las novelas que siguieron se mantuvo la atención sobre el mundo real, pero se comprendió que la realidad no era solo externa, que también era aquello que se movía en el interior del hombre como una cuerda tensa que reverbera por la vibración exterior, y viceversa. La realidad siempre estaba mutando, no era una masa estática; no era el paisaje estable que tanto describieron los novelistas novecentistas, sino la energía de la que están hechas todas las cosas, el giro ontológico y a priori que las constituye. Ahora el elemento mínimo era el electrón y no la masa, la energía y no la materia, el verbo y no el sustantivo; lo importante no era tanto la descripción de los objetos sino la corriente que lo hermanaba todo, la continuidad que unía lo externo con lo interno. El poder estaba ahora en la capacidad reflexiva del narrador, en su habilidad centrífuga: el yo cognoscente tratando de perfilar la agitación infinita del mundo. Ahora el narrador debía montarse sobre el verbo para sacar adelante la historia y extraerle toda su energía y movilidad esencial. James Joyce y William Faulkner son ejemplos de novelistas que comenzaron a cambiar el paradigma.

Un escritor realista como Flaubert es quizá el primero en distanciarse del mismo realismo, en asimilarlo como un instrumento y no como un fin representativo: “La realidad no debe ser más que un trampolín”, decía perfilando un nuevo narrador que se elevaba por encima de la realidad para sumergirse con más fuerza y tocar fondo. La meta no era copiar o reproducir el mundo tal cual, sino mirarlo desde arriba, desde un hiperyó; de lo que se trataba ahora era de repensar la realidad a través de sus estratos subjetivos y reconstruirla privilegiando la profundidad sobre la extensión. Consciente de esa escalada del sujeto, Franz Kafka sostenía que un libro debía ser el hacha que rompiera el mar helado dentro de nosotros, y Ernesto Sábato hablaba de la novela como un intento de despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo. 

El marco donde se desarrollaban los personajes ya no era un decorado fijo, externo al sujeto, sino una emanación anímica y psíquica de él. Una ciudad, el mar, un animal, un objeto, podían ser también protagonistas de la historia, porque ahora interpelaban constantemente al narrador en busca de un significado, de una interiorización. Todo adquiría el tono del sujeto, sus aspas se movían hasta confundirse con el aire. De esa concientización, de esa potenciación y multiplicación del yo, nace la novela posmoderna. La primera gran obra de este tipo me parece que es El viejo y el mar, pues como nunca antes, de forma realista y dinámica, se solapan en una misma narración la psiquis del protagonista y el mundo real; el pez contra el que lucha el viejo y el mismo océano que sirve de campo de batalla se convierten en extensiones profundamente humanas del personaje y de su interior.

El recurrente anuncio de la muerte de la novela a lo largo de su historia no refleja otra cosa que el yo movedizo del género, su constante evolución hacia nuevas formas, su carácter omnívoro, el terco ensanchamiento de su mirada y la calidad de novedad inscrita en el mismo origen de la palabra. La novela debe morir para mantenerse viva y debe alimentarse de todo lo que le rodea para poder crecer (lo que no mata engorda). Novelar es mover la mirada hacia delante y recoger con la retina lo que se encuentra a los lados como un vaquero que, sin perder de vista sus reses, concentra su mirada en el horizonte. ¿Qué hay de nuevo?, pregunta como detonante de sí misma. Novelar es contar qué se mueve, porque solo lo que se mueve es nuevo. “La novela busca una nueva ley en un mundo que se va renovando, y no se contenta con moverse en el nuevo mundo según la vieja dimensión”, decía Cesare Pavese.

Y Octavio Paz lo matizaba así: “La revolución nos libera del orden viejo, para que reaparezca en un nivel histórico superior, el orden primigenio”. Novelar es también inquirir qué hay de renovador en lo viejo y qué hay de profundamente antiguo en lo nuevo. Es mantener la mirada en continua agitación, separarla de sí misma, exiliarla y multiplicarla. Pero esa mirada inconforme y movediza no es una conciencia que se desmarca de la realidad sino una que la abarca y la trasciende, que la supera incorporándola, igual que un conductor interioriza los comandos de un vehículo hasta convertirlos en una prolongación de su mente. Solo cuando el vehículo se convierte en una extensión del cuerpo, el conductor puede olvidarse del automóvil y centrar su mirada en la carretera.

Como el sujeto de una narración se manifiesta a través del verbo, el motor de la novela no puede ser otro que el tiempo. Incluso cuando no se trata directamente, es el trasfondo principal. En la poesía esa dimensión se halla desnuda, intensificada; por eso santa Teresa de Jesús, en Las moradas, se refiere a su sustancia como un golpe que no se entiende, “como si viniese una saeta de fuego”. La novela, en cambio, intenta desmenuzarla, domesticar su fuego, dosificar el golpe del presente, envasar su sustancia. Como la base del tiempo es el instante, el núcleo de la novela no puede ser otro que la poesía. Cuando Cervantes descubrió una nueva poética, un nuevo ritmo, una nueva forma de domar el tiempo y cabalgarlo, puso a andar un nuevo género. Con todos los cambios que viene sufriendo el concepto del tiempo, primero con Einstein y luego con los descubrimientos de la física cuántica que el mismo Einstein no terminaba de aceptar, se está invocando una nueva forma de escribir novela, una nueva manera de narrar, de ajustar el tiempo, de domeñarlo. 

Pero esa empresa sería imposible sin recalibrar el sujeto, sin dar una nueva y primigenia definición de la conciencia: sin una nueva concientización. La única manera de que yo sea un individuo, es decir, una conciencia autónoma que se siente el centro del mundo, es que yo sea un universo paralelo, una ecuación a la misma potencia universal, una historia asomada a la Historia y en constante negociación con ella. Si el hombre no fuera tan soberano como el universo, no sería capaz de desligarse de sus condicionamientos externos y actuar por su propia cuenta, revirtiendo o fracturando todas las secuencias. No sería capaz de suicidarse, por ejemplo, y de paso suprimir el mundo. La novela es la historia de esa nivelación.

Si la conciencia ensanchada es el sujeto de toda oración y el tiempo su motor, la metafísica es el verdadero predicado de la novela. La novela gira en torno a lo que no se puede entender pero que está ahí interpelándonos a cada momento. “Sabemos todo, nos han dado toda la información, pero no nos han explicado nada. No puede explicarse. Creo que esta es la única razón para dedicarse al arte, mostrar el absoluto misterio de las cosas”, afirmaba John Banville. Y José Ortega y Gasset se refería al inventario universal de los objetos como una realidad “bárbara, brutal, muda, sin significado”. Contra esa realidad desconcertante e inexplicable se ha terminado chocando la ciencia, que presumía de sólida y objetiva. Y hoy hasta el campo científico más riguroso y objetivo de todas, la física, se ha vuelto inestable, brumoso, metafísico. “Hoy todas las ramas de la ciencia parecen querer demostrarnos que el mundo se apoya en entidades sutilísimas, como los mensajes del ADN, los impulsos de las neuronas, los quarks, los neutrinos errantes en el espacio desde el comienzo de los tiempos”, enumeraba Italo Calvino para proponer la levedad como paradigma literario de este milenio.

Como si fuese una rama de la ciencia ficción, la mecánica cuántica versa sobre otros grados de la realidad; es una frontera entre lo real y lo probable, entre lo científico y lo filosófico, entre el mundo material y el imaginario. La mayoría de los elementos cuánticos no pueden verse, sentirse o conocerse con precisión, sino solo a través de una bruma de probabilidad y azar: es un territorio en obra negra. Allí todo depende del observador. Según el famoso experimento de la doble rendija de Young, una partícula puede estar en dos lugares al mismo tiempo y recorrer dos trayectorias a la vez. ¿Hay una realidad más dúctil y plástica que esa? Solo la obra de arte. El mundo físico ha terminado siendo también un terreno donde se ensayan nuevas formas, donde se forja el futuro, donde Dios juega a los dados.

Como otra nivelación, la novela se ha vuelto también aleatoria, probabilística, y no acepta una sola verdad. Al igual que en la mecánica cuántica, en la novela posmoderna reina el principio de incertidumbre. En las narraciones de Paul Auster, por ejemplo, los protagonistas salen a cazar coincidencias y sus narradores son incansables decodificadores de los signos misteriosos del azar, pero en lugar de obtener respuestas claras o definitivas se abren a nuevas órbitas de incógnitas y a nuevos caminos transversales a la causalidad. Hablé de un gato al comienzo. La física cuántica tiene su propio gato encerrado en una caja: el de Schrödinger. Por medio de este, el físico austríaco ilustraba cómo a nivel cuántico dos estados (el gato vivo y el gato muerto) pueden existir al mismo tiempo, superpuestos. Según su colega John Archibald Wheeler, que también usó una historia con un gato, el problema del quántum es el problema del ser, de la existencia. El universo cuántico, que es la base de todo cuanto existe, no posee la estructura causa-efecto. Causa y efecto se confunden sin explicación o significado. La nueva novela busca también trascender la causalidad clásica y alcanzar el entrelazamiento, que es el fenómeno más misterioso de la física y su tejido final. Según ese entrelazamiento, pregunta y a la vez respuesta del universo, dos partículas muy alejadas entre sí, incluso millones o billones de kilómetros, están misteriosamente ligadas, a tal punto que cualquier cosa que le ocurra a una inmediatamente producirá un cambio en la otra. La novela posmoderna abreva también en esa continuidad, en esa red que nivela la mente con el universo, Dios con el hombre, la literatura con la ciencia, el texto con el mundo, la voluntad con el azar.

A pesar de no haber escrito novelas, Jorge Luis Borges es el precursor más claro de esos novelistas que se han aventurado a fundir nuevas y transversales formas de narrar; el solo hecho de que haya influido desde afuera del género es un signo posmoderno. Su obra, que fusiona el ensayo, la poesía, la narración intertextual, la metaficción y la autoficción, y que a través de la ironía y el humor descubre una clarividencia distinta a la certeza, ha sido un hito imprescindible para aquellos que se atreven a ensamblar distintos planos y campos del mundo real, que le dan a la conciencia desarraigada un protagonismo central y que redefinen la identidad del yo y del tiempo para poder contar sus historias. Roberto Bolaño, hijo directo de Borges, se la jugó por esa escritura fronteriza, fragmentaria pero intuitiva, aterrizada en lo real pero con un ojo en la metafísica y la oscuridad (“La literatura es meter la cabeza en lo oscuro”, decía); apostó por nuevas secuencias y continuidades, nuevas estructuras ontológicas y existenciales, nuevas asociaciones metafísicas, nuevos símbolos trascendentes, y renovados azares y causalidades. Enrique Vila-Matas, otro descendiente directo de Borges y de la “ironía secreta” de Robert Walser, explora en sus novelas esa franja borrosa entre lo real y lo probable, entre lo contingente y lo irremediable. Como un científico pionero, realiza experimentos con el mundo sensible y las ideas, descubre nuevas partículas elementales, nuevas posibilidades, nuevos flujos de energía, nuevas supresiones, nuevas leyes y paradojas en un territorio donde se funden todas las cosas. “Tengo algo de equilibrista –afirma en su novela Doctor Pasavento– que, en una alameda del fin del mundo, está paseando por la línea del abismo. Y creo que me muevo como un explorador que avanza en el vacío. No sé, trabajo en tinieblas y todo es misterioso... Adoro el abismo, el misterio mismo, y adoro, además, esa línea de sombra que, al cruzarla, va a parar a un territorio desconocido, un espacio en el que de pronto todo nos resulta muy extraño”. Y remata con un artículo de fe: “Si uno mira largo rato al abismo, el abismo acabará observándole también”. Anton Chejov, Henry James, Saul Bellow, Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Juan Carlos Onetti, Mario Levrero, Álvaro Cepeda Samudio, son también exploradores de abismos, escritores cuánticos que han hecho de sus obras o de algunas de ellas aceleradores y colisionadores de mundos infinitos.

Lo que separa a la mecánica cuántica de la mecánica clásica es que en el mundo cuántico lo potencial está siempre presente, en adición a lo que sucede realmente. Si partimos del hecho de que la literatura ha seguido siempre esa pauta desde sus comienzos, mezclando ficción y realidad, sustancia con posibilidad, entonces estamos desde un comienzo en la ruta del quantum: en camino no solo hacia un nuevo género que incorpore y supere a la novela (como la misma novela superó y devoró en su momento a la épica y la tragedia) sino en camino también de un nuevo arte que supere la secuencia, que rebase los límites de su propio lenguaje. A través de distintas disciplinas artísticas y científicas fundidas en esas fronteras libres del mundo cuántico, es posible incluso que en el futuro el hombre convierta un artefacto en una prolongación del cerebro y el tiempo en una dimensión de la mente, igual que un tenista convierte la raqueta en una extensión de su mano. ¿Por qué no, si en el mundo cuántico y en la creación artística lo potencial siempre está presente, en adición a lo que sucede realmente? ¿Por qué no si la maestría es precisamente fusionar la idea con su instrumento, el arco con la flecha? ¿Por qué no, si los computadores cuánticos ya son un hecho y, libres de limitaciones binarias, pueden mantener estados superpuestos y ortogonales, igual que los estados funcionales de la mente? La historia apenas comienza. Es posible que no hayamos despertado aún, que el gato esté adentro y afuera. Quizá usted sea la síntesis de un nuevo maullido.

ACERCA DEL AUTOR


Paul Brito

Su libro El proletariado de los dioses (Collage Editores, 2016) estuvo nominado al Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana. Colabora con El Tiempo, Arcadia, El Heraldo y El Malpensante.