Amores de pantano: Paul Carroña y Virginia Pus

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POR Gustavo López

Enero 27 2021
Amores de pantano: Paul Carroña y Virginia Pus

© Ilustración de Marcianita Barona

 

De Virginia Pus ya no queda mucho por decir. Se la tragó la historia y, a decir verdad, la fiebre de los diarios duró poco, tan poco como el amor, porque la malandra rajó en lo breve y se dejó enervar por el incienso de la fama. Se lo advertí desde el principio: nena, te me cuidas, mi amor es de los que queman y matan, si te quemas allá tú, si te metes conmigo es para sufrir, llorar y amar hasta la náusea, todo o nada, infierno y cielo, amor de los pantanos, destino de atorrantes, corazones que laten en el vendaval, borrasca que arrastra lo que encuentra hasta las puertas del infierno. ¿Quedó claro? Claro nene, decía, aquí estoy, pura candela, antorcha de fuego y azufre la más perra entre las perras, Lillith, Astaroth, tu súcubo de amor. Pura cháchara, chica, aflojaste en lo mejor y no fuiste capaz de aguantarme, te dio la pálida, te hicieron mal las alturas, no fuiste capaz de sostenerte en el escándalo, no baby, se te fue la candela, te apagaste.

Apareció en La Cucaracha Roja, la taberna donde hicimos los primeros toques, puro olor de cannabis y cerveza rancia, paredes desconchadas y un póster inmenso de Jim Morrison que las chicas arrancaban cuando estaban borrachas y se lo comían de a poco y al otro concierto resurgía y volvía a desaparecer entre sus fauces omnívoras, y había días en que se dejaban caer por allí motociclistas barbudos y obesos trepidando en sus Harley y armaban severa batahola y los muchachos de la seguridad no daban abasto sacando a los heridos por la puerta de atrás y los dejaban al sereno para que los perros les lamieran las heridas y el grupo toque y toque hasta que se acababa la marihuana, la perica o los dedos nos sangraban tanto que no había otra sino salir a meter las manos en cerveza helada y cuando las saqué y miraba mis preciosos dedos tumefactos se me arrimó y me alargó una pepa, una pepita y yo que nunca pregunto, solo abro la boca para engullir o cantar, me la tomé y esperé el tortazo. Violento, qué es, chica, pregunté a la mañana siguiente cuando desperté en una casa lejos de este mundo. Dilaudid, papi, dilaudid, bueno para los dolores de este mundo. Me gustas chica. Estábamos en una finca con gallinas vivas y marranos ídem por los lados de Santa Elena que tenía un tío esquizofrénico donde dijo recalaba por esos días duros de no tener con qué vivir, a cambio de unos polvos más bien escasos que se echaba el vejete. Ella, justo es decirlo, le robaba dinero y comía de lo que daba la parcela. Ese día me la llevé. Después de eso éramos para arriba y para abajo en los conciertos y cuando Charles Atlas y sus Pajeros comenzaron a ser conocidos y nos llevaron de gira nos fuimos con ella. Fueron once meses trajinados a punta de pepas y perico, ron ventiado y dilaudid, puños y patadas, pero, de eso se trataba, ¿o no? Quisieron separarnos, dijeron que era no más una groupie cualquiera, que a toda la banda se le pegaron sus herpes, que se lo chupaba al Joe Náusea mientras componía y mil y una pavadas de esas, pero lo cierto es que mientras ella fue la pus punketa, la más bandera, la escoria pura, el grupo se mantuvo de lo más prole y lumpen, anarco, chabacanería de a de veras, pura unión y tesitura, pero cuando ella se aburguesó, se volvió decadente glamur y cuero farsante, mejor dicho se le acabó la pus y se volvió gelatina, el grupo se fue para la mierda y no volvió a dar pie con bola.

Charles Atlas y sus Pajeros estaba destinado a ser un grupo de metal de esos que abundan y pasan sin dejar memoria. Es verdad que Joe Náusea, Vitriolo Muñetón y Vomi Torres tenían genuina vocación de metaleros, que su alma era oscura y áspera como un castillo gótico, que estaban empeñados en conseguir el acorde más profundo y cavernoso, que Joe era buen letrista y que Vitriolo sabía empuñar bien la guitarra y sacarle sangre y esto y lo de más allá, pero lo que la gente quería era otra cosa y ahí fue cuando Virginia y yo entramos en escena y cambiamos definitivamente la historia del grupo y, si se me permite la inmodestia, del nuevo rock, dándole una bandera que ondear, una consigna para repetir: esto no es música, es la anarquía. Los músicos se convirtieron entonces en el decorado mugroso sobre el que representábamos nuestra simbiosis tóxica y eso mantuvo cautivas la prensa y la galería. Y vendimos todas las entradas. Había que ver los titulares la vez que degollamos una gallina y asperjamos con sangre a los tontos de adelante, o cuando salí borracho a cantar el éxito de temporada “El papa es un travesti” y metí los dedos bien profundo en mi boca justo cuando terminé de corear “pobre loca romana” y vomité sin aspavientos en la cara de los fans, mi público delirante y ensopado en mostaza, tortilla y vodka. De pronto ya no fuimos la banda condenada de Medellín, parroquia ñoña y beata que nos prohibió so pena de excomunión y condenó a cualquiera que osara mencionar nuestros éxitos, qué carajos importaba, si de la noche a la mañana éramos, como pregonó el crítico de RollingStone, sangre nueva que emerge de los albañales sórdidos de una ciudad tinta en sangre y humo de metralla. Llovieron los contratos y nos tocó pensar en escándalos mayúsculos para impresionar público menos montañero. Llenamos Luna Park, nos pavoneamos por Tlatelolco y, de pronto, lo impensable, nos llamaron de Nueva York y nos propusieron iniciar el usa tour. Sobraba la plata, no sabíamos qué hacer con ella, nos bañábamos en dólares, nos atragantábamos de licor y droga, contratábamos limosinas con choferes negros de voz algodonosa para que nos dieran vueltas por Nueva York mientras entonaban viejas canciones sureñas, nos chutábamos a las ocho de la mañana en la piscina del hotel y desayunábamos margaritas con caviar y justo ahí, en lo más fino de la fiesta, nos dimos cuenta de que habíamos llegado al punto más alto y que lo que seguía era, inexorable, la caída. Y ella fue la primera y nos arrastró. No se podía contener, estaba o borracha o inyectada, no quedaba nada de su desparpajo de antes, se aficionó a las compras por televisión, a las joyas, a lo que fuera con tal de tener que pagar y contar dinero; lucía vieja, malgastada, no volvió a los conciertos, y estos conciertos, sobra decirlo, ustedes lo vieron en los periódicos, se habían echado a perder, el grupo andaba a las patadas y yo volvía al hotel para encontrarla a ella entregada a las más absurdas elucubraciones místicas o para descubrir que había acabado por lo menos con la mitad del mobiliario y amenazaba con tirarse por el balcón a la piscina veinte metros más abajo por el puro placer de dar la lata. En resumen, nuestras vidas se habían vuelto una larga y tórpida sucesión de iras, frustraciones y rabias incontenidas con apenas unos destellos momentáneos de felicidad esquiva echados a perder por sus caprichos y su incapacidad de mantenerse a flote.

Separarnos no estaba en los planes de ninguno de los dos, porque habíamos construido una inextricable red de dependencias que iban del alcohol a la heroína pasando por la coca y de los insultos barriobajeros a los arañazos, cuando no de los puños a las heridas que tatuaban nuestros cuerpos con corazones hechos a físico cuchillo. De tal modo que llegada la hora de las definiciones surgió la única idea que me pareció plausible, puesto que entendía que ella sin mí no podía vivir pero yo sin ella sí, es decir, que debía deshacerme de ella sin que tuviera que acarrear las consecuencias y sin que el público me quitara el favor que hasta ahora me había prodigado. Apenas me tomó una tarde urdir toda la trama. A eso de las cinco, antes del último ensayo, llamé a un cierto teléfono en los bajos fondos del Bronx, luego de los arreglos pedí un par de bloody marys y me senté a esperar. Solo a esperar. A eso de las siete apareció mi dealer. Venía con las manos llenas: cripa, perica, morfina, ketamina, boquita qué querés, me dijo. Alcohol, mucho alcohol. Bebiendo la dejé. Cuando volví la encontré navegando en un mar sin puertos, lista a naufragar. Apareció entonces la heroína que convenientemente había guardado, se la apliqué, me inyecté yo mismo, dejé la puerta apenas entreabierta y, finalmente, desde lejos, desde las pesadas ventanas de mis ojos, vi cómo se arrastraba penosamente hasta el baño. No recuerdo más. El resto fue obra del asesino a sueldo y las fantasiosas creaciones de la prensa: es cierto que nos andábamos peleando a cada nada, como dijeron los tabloides, también es cierto que la víctima no pudo oponer resistencia al asesino. No es cierto, como algunos insinúan, que la mano que apretó su cuello fue la mía, como tampoco que después se me vio sereno, como si me hubiera liberado de algo, como si antes hubiera una presencia invasiva y agobiante y ahora nada, solo una ausencia larga y plana, la que ninguna inyección podría llenar. 

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