Lágrimas

¿De qué están hechas, a qué saben, qué pasa cuando no pueden ser derramadas? ¿Cuál es su lugar en la literatura, en la familia, en la vida? ¿Dónde está el temido valle que ellas conforman y qué tan vasto es? Las conocemos, las hemos derramado y probado; sin embargo, esta escritora, que no puede llorarlas, nos revela las lágrimas desde múltiples ángulos que no sospechábamos.

POR Jakuta Alikavazovic

Enero 27 2021

©Nicolás Valencia

 

  I

El principio

¿Deberíamos considerar las lágrimas como una de las bellas artes? Yo he admirado toda la vida a aquellos que saben llorar. Recientemente un hombre de unos sesenta años, robusto, con botas de montaña (puede que exagere) –en resumen, un desconocido, alguien con quien intercambié algunas palabras–, me miró con tristeza y lástima, pues yo acababa de decirle que nunca había llorado de felicidad. Claramente no sabía lo que me perdía, claramente.

Más grave aún: lloro poco, sin importar cuáles sean las circunstancias. No estoy orgullosa de ello; por el contrario, lo lamento. Un ojo seco se asocia con demasiada frecuencia a un corazón de piedra; sin embargo, no creo que sea mi caso. Pero es verdad que en términos de emociones, de su escala y su valor, estamos completamente solos, todos y cada uno y ante nosotros mismos.

Me gustaría poder, me gustaría saber llorar. No estoy segura de que esto se aprenda.

 

Los hombres (1/2)

Los hombres lloran menos. He visto llorar a mi padre apenas una vez y solo porque lo sorprendí a través de una puerta entreabierta. Mi corazón se aceleró, con la incomodidad y la excitación de quien cae en una escena tabú, quizá obscena, que no le corresponde ver. Pues la lágrima masculina, necesariamente excepcional, debe tener un valor superior a la más corriente y ordinaria, la femenina. La del hombre refleja y manifiesta la gravedad del suceso. Sí, es un hecho: los hombres lloran menos. Nada más fácil que ver en ello una expresión de la naturaleza, un rasgo característico de la virilidad. Nada más falso. En verdad los hombres lloraron antes mucho tiempo en Occidente, y a mares: finalmente, solo desde hace poco aprendieron a tragarse sus lágrimas. (Es difícil dejar de ver una forma de violencia en esta condición impuesta.)

En razón de esta peculiaridad de nuestra época, he estado persiguiendo la lágrima masculina con la paciencia y la pasión de un entomólogo y, como la peor científica, me permití a veces (crimen absoluto) falsificar el contexto e intervenir en la situación observada. Por ejemplo, abandonando al sujeto con una crueldad indecible, enmudecida por la impersonal ambición de ver que el ojo se humedece, que una lágrima se forma y, tal vez, deja el párpado para entrar en ese espacio donde reina la gravedad y que uno llama, según el caso, “la vida real” o “la realidad”.

No me juzguen con tanta severidad: era joven.

 

No he llorado (espécimen)

Cuando estaba en un parque, colgada de una barra, y un niño decidió pisotearme las manos para que me soltara (cinco años). Cuando mi supuesta mejor amiga besó ante mis ojos al supuesto amor de mi vida (trece años). Cuando supe que habían matado al hermano más joven de mi madre en Bosnia oriental (trece años). Cuando el hueso más sólido de mi esqueleto, sin contar el cráneo, se salió de mi cuerpo y vi lo que uno jamás debería ver de sí mismo –esto me permite decir hoy, con un tono docto y quizás irritante, que me conozco desde el interior– (catorce años). Cuando murió mi abuela (quince años). Cuando a quien creía el amor de mi vida me abandonó por el sol de España (diecisiete años).

Por lo general no lloro en las bodas (véase más arriba: “El principio”) ni en los entierros (véase más abajo: “En sociedad”).

 

He llorado (muestras)

Grandes esperanzas, de Charles Dickens (novela): cuando Pip, el narrador, se da cuenta de su confusión acerca de la identidad de la persona a quien le debe todo, solo después de que ella muere (gemidos y sollozos). Mud, de Jeff Nichols (película): cuando se cree que Mud (Matthew McConaughey) va a morir –fueron lágrimas molestas, como si en mí hubiera despertado una niña que yo no quería y ella llorara por su único amigo–. Grizzly Man, de Werner Herzog (documental): cuando se hace evidente que 1) Grizzly Man (Tim Treadwell) está loco, y 2) aquello a lo que ha dedicado su vida y que ha amado sobre todas las cosas (los osos) ha terminado por destrozarlo salvajemente.

Cabe señalar que a finales de 2016 también estuve a punto de romper en lágrimas ante dos fotos en gran formato del herbario que Rosa Luxemburgo hizo en prisión, en el que depositó con cuidado, y creo que con amor, las hojas más modestas que pudo encontrar durante su detención (Anaëlle Vanel, fotografía revelada en haluros de plata).

 

Los hombres (2/2)

Un desconocido me confesó hace poco que antes no lloraba. “Usted entiende, yo quería ser un hombre de verdad”. Pero ahora (a los cincuenta), con el conocimiento de que él (cito) se perdía de algo, terminó por establecer un protocolo para adaptarse a sus lágrimas. Entrenaba. Había descubierto el placer de llorar. Su voluptuosidad. Consecuentemente escogía con cuidado algunas películas y, siempre solo y en la oscuridad de la sala de cine, se abandonaba a la emoción. Lo imagino con sus mejillas bañadas en lágrimas, donde se reflejan las luces cambiantes de la película. Otra manera de conectarse con la ficción. Le pregunté: “Pero, ¿cómo sabe qué lo hará llorar?”, le pregunté. Dudó “Es verdad”, admitió, pero terminó por entender que no lo hacían llorar la muerte ni la injusticia, sino los nacimientos. “Sí, los nacimientos. Me encantan. Ahora abro las válvulas incluso antes de llegar al hospital. Es una disciplina, usted sabe.”

  II

 Fisiología

 

Lo que leo

La excreción de las lágrimas transcurre a lo largo de los conductos lagrimales, a través de un sistema de lagos y ríos en el cual la bomba lagrimal juega un rol principal. Esta engrana el mecanismo activo del drenaje lagrimal, esencialmente entre el meato lagrimal y el saco lagrimal. [Siguen varias frases de las cuales no entiendo nada y por tanto no las reproduzco.] El tiempo medio de tránsito por los ductos lagrimales se estima en ocho minutos. Existen otros mecanismos de eliminación de las lágrimas pero son menos importantes que el de la bomba lagrimal: la evaporación, la reabsorción, la capilaridad y la gravedad. En condiciones normales solo una pequeña cantidad de lágrimas llega a la nariz. En caso de una hipersecreción refleja o emocional, la bomba lagrimal se dilata y aparece un lagrimeo franco.

 

Lo que retengo:

Somos, nosotros también, paisajes con lagos y ríos.

Ocho minutos.

Aparece un lagrimeo franco.

 

Topografía de las lágrimas

Entre 2008 y 2016, Rose-Lynn Fisher llora mucho. Observa sus lágrimas en el microscopio y les toma fotografías. Todas son diferentes: la de tristeza no se parece ni a la de alegría ni a la de cebolla. Las lágrimas de tristeza me evocan una fotografía aérea, el plano de un edificio construido por la mano del hombre. Pueden ser hangares o un aeropuerto. Las lágrimas de cebolla, a mi parecer, son las más lindas. Se parecen a la nieve, a copos y fractales que la escarcha dibuja sobre el vidrio. La composición química de las lágrimas varía según el sentimiento que las cause; no contienen, dicen, las mismas enzimas. Entonces, a pesar de las clases de teatro en las que esperaba aprender a llorar, no me será posible hacer trampa.

No puedo evitar ver una limitación adicional a nuestras libertades.

(Esta serie de Rose-Lynn Fisher se titula Topografía de las lágrimas. A la gente le gusta por razones que no siempre saben explicar.)

 

   III

 En mis libros

 

¿Mis personajes lloran más que yo? Para nada. En mi primera novela, esa en la que por lo general el autor no puede refrenar la necesidad de escribir, esa donde cubre menos sus rastros (es bueno anotar que los asesinos en serie actúan de la misma manera), aparecen varias menciones a las lágrimas. Sin embargo, se trata principalmente de una puesta en escena. Unos niños juegan con un frasco de glicerina con la cual se dibujan lágrimas artificiales en la parte superior de las mejillas; un personaje cita una frase de Cumbres Borrascosas: “No voy a beber eso porque has llorado dentro”. Me dieron tantas ganas de incluir la escena que no pude evitarlo, así como cuando un chico roba un borrador para meterlo en su bolsillo o algo parecido (mi padre me hizo devolver el borrador; mi superego me hizo poner la cita en itálicas). En suma, pura lágrima estética, nada de sinceridad, nada que venga del corazón. Luego es peor: en los libros siguientes, al menos que yo sepa, nadie llora. Mis personajes tienen, como yo, los ojos secos.

 

En la calle

Un día me crucé en la calle con una señora que lloraba. Caminaba muy erguida, y lloraba. Me sentí intimidada. No osé preguntarle si estaba bien, entonces decidí seguirla. Caminé detrás de ella hasta que comenzó a llover.

 

En internet

Una estadounidense envía un newsletter a sus seguidores cada vez que llora.

 

En sociedad

En el Manual del hombre y la mujer como debe ser (1855), el señor vizconde de Marennes no aborda la cuestión de las lágrimas ni del llanto. Así que estamos por nuestra cuenta. En la Historia del llanto (Alan Pauls), el narrador, quizá el mismo Pauls, recuerda haber envidiado las lágrimas del amigo junto a quien veía por televisión el incendio del Palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973, siendo él mismo incapaz de verter una lágrima. La etiqueta (para él: la sinceridad del sentimiento político) requería algo de efusividad. Me reconozco en esa situación, por haber fracasado dolorosamente con el llanto cada vez que las circunstancias lo han requerido. Experimentando, con el ojo seco, una ardiente vergüenza; separada del mundo sensible y de la gente interesada en algo distinto, por ejemplo, al destino de un ficticio huérfano inglés.

Por el contrario, una joven brillante me contó que se había agarrado a llorar en el entierro de un miembro de su familia por quien (no me confió las razones) no sentía afecto alguno. Estaba allí por decencia. Aun así, comenzó a sollozar de manera incontrolable, ruidosa, al punto de complicar la ceremonia. Por supuesto, no tenía pañuelo. Se estaba volviendo agua. Entre dos sollozos logró excusarse: “Perdón, perdón, les aseguro que no tiene que ver con nada de esto”.

Evocando el incidente, me dijo pensativa: “Me pregunto si en el fondo uno solo llora por sí mismo”.

 

Una pregunta

Si en el fondo “uno solo llora por sí mismo”, ¿significa que estoy más involucrada con Philip Pirrip, llamado Pip, héroe de Dickens, o con Timothy el Grizzly Man Treadwell, o con algunas hojas caídas de un árbol en el patio de una prisión en 1915, que conmigo misma, acá y ahora, en estricto sentido?

 

  IV

Ubicación del valle de lágrimas


La confusión es común. Sin embargo, no se trata más que del arco bajo los ojos hasta el pliegue nasogeniano. Hablamos de la hondonada por donde corren las lágrimas al rodar por las mejillas. El camino gracias al cual, tras llegar a las comisuras y humedecer mis labios, a veces he podido sentir ese raro placer que es probar la sal de mi propia vida.

 

En familia

Las mujeres de mi familia presentan, con la ayuda de la edad, esa disolución de grasa y músculo llamada valle de lágrimas. Así, el tiempo acaba dándonos un rostro similar a todas, aunque antes apenas nos pareciéramos. Mis primas y yo, que somos de la misma generación, no tenemos ni el mismo tono de piel ni los mismos huesos faciales; pero desde hace algún tiempo se adivina en nuestros rasgos la desaparición de esa carne que nos da, algunos días, un aire un poco cansado, ausente, un aire que reconocíamos en nuestras madres. Hablamos de esto con regularidad, como de las medidas que debemos tomar y que no tomamos: nuestra pasión es cierto tipo de vocabulario, más que un tipo de coquetería. Nuestra pasión es la idea de que uno puede ir atrás en el tiempo, arreglar lo que no puede ser arreglado; pero si eso no es posible con el mundo, ¿por qué habría de serlo con nuestras facciones? Lo más divertido es que ellas, al igual que yo, tienen el ojo seco. El valle de lágrimas, sin embargo, se va ampliando de verano en verano.

Como si alguna,  hace mucho tiempo, declaraba mi prima L. sugiriendo cualquier cosa o ninguna –una aproximación, una nube, en la que sin embargo reconozco un árbol, nuestro árbol genealógico–,  como si hace mucho tiempo alguna hubiese llorado por todas nosotras.

 

La palabra desterrada

Papada. Víctimas de la gravedad, no somos mujeres con papada: frente al espejo nos reagrupamos, retrocedemos, sonreímos con esos gestos fotogénicos más tristes que muchas lágrimas. No, repetimos decididas, no somos mujeres con papada.

 

Medidas a tomar que no son adoptadas

La radiofrecuencia estimula la producción de colágeno. El peeling suaviza y reafirma. El ácido hialurónico inyectado restablece los volúmenes perdidos con el tiempo.

 

Costos

En 2017, una inyección de ácido hialurónico cuesta alrededor de 350 euros en Francia.

 

Nota sobre los costos

¡Francia es cara! En los Balcanes son muchos los que viven con alrededor de 350 euros mensuales.

 

  V

Sobre la experiencia estética

 

¿Qué es una experiencia artística? ¿Debe o puede conmovernos, a veces hasta el punto de hacernos llorar? Naturalmente. Sin embargo el arte de llorar ante una obra de arte parece haberse perdido. El historiador de arte James Elkins sospecha que (en nuestro tiempo) tenemos el ojo más seco de toda la historia de la civilización occidental. A comienzos del siglo XXI, publicó un raro clasificado: ¿YA LLORÓ ANTE UN CUADRO? llámeme (puede que yo esté novelando este detalle).

¿Hubiera podido responderle? Lloro más fácilmente ante una escena, al escuchar una frase, o al leer un verso. Sin duda esto ocasiona el mismo tipo de emoción: opaca, resistente. Se eleva, es una tristeza perfecta. Lloras sin saber bien por qué, lloras por ti. Por lo desconocida y extraña que eres para ti misma. Según Elkins, y aunque hasta hoy no haya ningún dato estadístico que lo confirme, el artista que más hace llorar es Mark Rothko. Y quienes lloran ante sus lienzos, sus rectángulos borrosos que tienden a aparecer y desaparecer, lo hacen por dos razones radicalmente opuestas: porque hay demasiadas cosas en el cuadro o porque hay muy pocas.

 

Lo más triste de todo esto

El 20 de noviembre de 1996, Matilde W. le escribió a James Elkins en respuesta a su solicitud: “Personalmente creo que llorar ante un cuadro es una de las mejores cosas que le puede suceder a alguien... Imagino que algo le es revelado al espectador, algo que creía perdido y sin esperanza, e incluso imposible de experimentar… Yo recuerdo haber derramado algunas ‘lágrimas secas’ ”.

La frase hace eco de aquella otra breve y extraordinaria escrita en el libro de visitas de la Capilla Rothko en Houston, Texas: “I wish I could cry”. Me gustaría poder llorar.

Lo admito, me temo que no estamos a la altura del siglo. No creo que la lágrima seca sea suficiente.

 

© Este ensayo apareció por primera vez en la edición 623 de la Nouvelle Revue Française, en marzo de 2017.

ACERCA DEL AUTOR


Jakuta Alikavazovic

Escritora francesa con ascendencia montenegrina y bosnia. En 2008, recibió el Premio Goncourt por su primera novela Corps volatils. Su más reciente novela se titula La blonde et le bunker (Éditions de l’Olivier, 2012).