Literatura
La vida del principal exponente del romanticismo francés estuvo marcada por episodios de sufrimiento y locura. ¿No es eso el amor? ¿No es esa misma tensión entre el sentimiento y la razón la que motiva el romanticismo? El autor de este ensayo busca la respuesta entre versos de Nerval, mitos griegos, cantinas y tangos.
© Intervención fotográfica de Marcianita Barona
En 1969, Astor Piazzolla y Horacio Ferrer escribieron “Balada para un loco”, y al hacerlo no solo cambiaron la ruta que llevaba el tango hasta entonces sino que le pusieron ritmo y orden a esa patología colectiva, a esa enfermedad por la que tantos se sienten orgullosos y tristes. Al hacerlo también nos dieron un retrato desnudo del amor y su vecindad con la locura: una mujer normal sale a la calle y se encuentra a un hombre con medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano. Él le dice: “¡Vení!”, y ella ríe.
Sin embargo, hay que ser justos con la literatura y la tradición oral: desde hace mucho contábamos con un retrato igualmente fehaciente de la imperfección del amor, en este caso relacionada con lo inalcanzable. No sé la fecha precisa, dicen que de Orfeo se habla desde el siglo VI a. C.; el caso es que era querido por hombres y dioses porque al tocar la lira hacía descansar el alma, y dicen que así enamoró a Eurídice, pero en un suceso infortunado ella murió y fue al Hades. Orfeo sintió que la necesitaba y se hizo lúgubre y se constipó tanto con su tristeza que, en un acto anómalo en la historia de los hombres, se le permitió bajar al inframundo por ella. La locura de Orfeo tiene, no obstante, una restricción: los dioses le dicen que una vez la encuentre y ella le persiga en el camino de salida para amarse nuevamente, él no podrá voltear a verla hasta que la sombra del Hades haya dejado de bañarla. Si necio gira, ella se quedará por siempre. Y ahí está la otra imagen que captura el amor: Orfeo ya está bañado por la luz del sol, orgulloso de convertirse en el único de los mortales que regresa después de haber bajado al infierno por lo amado. Ha avanzado unos pasos más y sospecha que Eurídice también está libre de las sombras. Voltea, la mira con sed y ella le devuelve una mirada resignada ante la confirmación del temor; aún está a medias bañada por las sombras y, como en todas las imágenes, lo demás es silencio.
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Profesor de la Universidad del Quindío y librero en Libélula Libros.
Mayo de 2017
Edición No.185