L’incroyable frivolité des mourants?
No, nada de eso.
El pintor detestaba
la frivolidad.
Le gustaban, en cambio,
las palabras.
Sin embargo, mi retrato hoy es ajeno
a las palabras:
el asedio de la muerte
las ha ido silenciando.
Llevo unos zapatos
como los que él hubiera usado,
visto de verde.
Antes de venir
me comí unas papas fritas.
El silencio en la mirada del pintor
me dice que ya está en manos
de la muerte
y que la de hoy es mi última visita.
¿Se me olvidó llorar?
Él no solía.
El espejo de su cuarto refleja unos ojos
como los del perro de Goya.
Son los míos.
De regreso a escena me asalta
una pregunta:
¿es este día el más dramático
por ser el último?
Bah, no,
el día de la muerte del pintor
es un día como cualquiera.
Los árboles siguen creciendo
sin dolor.
La muerte no se viste de etiqueta.
La poesía detiene su ritmo
por momentos.
Miro en derredor
y nada
–aparte del dolor en sí–
me parece trascendente.
Él no alcanza a ver
mi despedida:
no pone atención.
Está aceptando su derrota.
Hubo incendios forestales hace poco
y la montaña se ve ardida.
Se ven buses vacíos por las calles.
Las palabras escatiman
su tórrido apogeo
diciendo...
“no seas lírico, poeta;
no conviene en este día”.
Los camiones de la basura
siguen recorriendo su camino rutinario.
Pienso que algunos de ellos
quizá se devuelvan a París
donde el pintor vivió hace mucho tiempo.
Tuvo allí sus ilus...
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Es columnista de El Espectador y fundador de la revista El Malpensante.
Noviembre de 2017
Edición No.191
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