El debate sobre la enseñanza de la historia

El veterano profesor de Oxford, especialista en historia de Colombia, perfila el debate inglés sobre la enseñanza de esta disciplina que acaba de volverse de nuevo obligatoria en los colegios colombianos.

POR Malcom Deas

Enero 27 2021
El debate sobre la enseñanza de la historia

 

La enseñanza de la historia ha sido un tema recurrente de debate en Inglaterra al menos por un siglo. En 1910 fue fundada la Historical Association, para defender su espacio entre las otras materias y para remediar el estado poco satisfactorio de los métodos de enseñanza. Los fundadores de esta asociación deploraron la ignorancia de los ingleses, incluso de los educados, sobre su propio pasado. Las discusiones subsiguientes han sido bastante repetitivas, pero los protagonistas –políticos, académicos universitarios, periodistas y maestros– piensan que sus argumentos son nuevos. Aunque les interesa la historia, no se han interesado mucho en la historia de la enseñanza de la historia en su país1.

Existe en Inglaterra, como sospecho que en cualquier nación, la tensión perenne entre dos fines deseables: impartir cierta cantidad de información básica sobre el pasado –eventos sobresalientes, aspectos principales de la historia nacional, figuras prominentes, el desarrollo de las instituciones y de la economía– e incitar a los estudiantes a “pensar históricamente”, a reconocer cómo el pasado difiere del presente, cómo fueron las coyunturas en las cuales nuestros antepasados tuvieron que actuar, cómo tener empatía con la variada gente del pasado, cómo ubicarse en el tiempo, así como a reconocer y criticar un argumento histórico...

En resumen, es la diferencia, en términos colombianos, entre aprender “los hechos” al estilo de Henao y Arrubla, y un enfoque que ofrezca un reto más complicado al maestro y al alumno.

Un ministro de Educación en Inglaterra, Michael Gove, ha favorecido el primer fin, impartir la información histórica básica: se quejaba de que muchos niños no sabían quién ganó la batalla de Waterloo, ni en contra de quién; compiló además un listado de los reyes medievales que todos debían estudiar. La opinión mayoritaria ha sido que al ministro Gove se le fue la mano; el primer ministro Cameron lo trasladó a otro ministerio.

También en Inglaterra el debate tiene contenido político. Simplificándolo, se puede decir que la gente de índole conservadora muestra cierta preferencia hacia los “Henao y Arrubla” de nuestra historia, que consideran deseable que los alumnos tengan la oportunidad de aprender a grandes rasgos la larga historia inglesa, incluyendo, digamos, la batalla de Waterloo, entre muchas otras cosas. Piensan que este tipo de enseñanza debe tener cierta prioridad sobre el que pone énfasis, por ejemplo, en la vida cotidiana de un niño campesino de la Edad Media. Existen diferencias sobre cómo se deben enfocar los distintos episodios de nuestra historia. Por ejemplo, sobre la Revolución Industrial, algunos enfatizan la creatividad empresarial y los avances tecnológicos, otros la explotación de la clase obrera; sobre la esclavitud, unos insisten en los horrores del tráfico y de la institución, otros señalan el rol de Inglaterra en su abolición2.

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1. Un excelente resumen en David Cannadine, Jenny Keating y Nicola Sheldon, The Right Kind of History. Teaching the Past in Twentieth-Century England, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2011. Se enfoca, como yo en este breve ensayo, en Inglaterra, en parte porque los sistemas de enseñanza en Escocia y Gales son autónomos y distintos.

2. En esta reunión de maestros del Distrito recibí una pregunta sobre cómo los ingleses de ahora confrontan su historia de “saqueadores del mundo”. Creo que contesté que sin duda la historia del Imperio era parte de la enseñanza, y con una buena gama de interpretaciones, muchas de ellas críticas, en parte por la presencia en una sociedad ya “multicultural” de un buen número de descendientes de inmigrantes afrocaribes, indios, pakistaníes, africanos... Debo haber respondido también con la observación de que son pocas las naciones que no han participado en los crímenes del género humano; entre los imperialistas hay que recordar, solo entre los europeos, en adición a los ingleses, a los españoles –antepasados de una buena parte de los colombianos–, los portugueses, los franceses, los italianos, los alemanes y los holandeses, y hay que dirigir la pregunta a ellos también. Como en todas partes, la enseñanza de la historia cambia con la época, aun en la Inglaterra conservadora.

 

Un caso particular en años recientes ha sido la rivalidad, como personajes históricos, entre Florence Nightingale y Mary Seacole. La primera, señorita de clase alta, llevó un grupo de enfermeras a los hospitales militares en la guerra de Crimea (1852-1854) para ayudar a mejorar la atención, y de regreso a Inglaterra empleó el resto de su larga vida –murió en 1908– en la profesionalización de la enfermería nacional. Pocos resistieron el poder de su voluntad. Mary Seacole fue una señora negra que montó un servicio de atención a la tropa en la misma guerra; igualmente una mujer de mucho coraje y carácter, pero que trabajaba en una esfera inferior. Entre los maestros, las lealtades a menudo se han dividido entre estas dos figuras.

Como historiador universitario, privilegiado, lejos de las aulas escolares y sus realidades, he seguido estos debates. He visto que la historia de las esferas de arriba, universitaria, paulatinamente llega a influir en las escuelas y los colegios. Aunque distantes y mal comunicadas, las esferas tienen sus conexiones y los universitarios tenemos unas obligaciones, unos deberes. Por ejemplo, este seminario de maestros de Bogotá me ha obligado a mirar más de cerca la política inglesa en esta materia.

Primero, observo una resistencia, en los sucesivos gobiernos del siglo xx, a fijar una línea política en la enseñanza de la historia. Ha habido excepciones, como sucedió con ciertas ideas del ministro de Educación, Michael Gove; pero la mayoría de las intervenciones del gobierno –su número no ha sido grande– se han limitado a hacer “sugerencias” y han dejado mucha libertad a los maestros para escoger sus propios métodos y temas. Ha predominado una tradición liberal. Los burócratas del Ministerio de Educación se han opuesto a la interferencia, en parte porque han visto con poco entusiasmo los vaivenes que se hubieran dado con la alternación de partidos en el gobierno. Me sorprendió también lo poco patrioteras que fueron las “sugerencias” de principios del siglo xx, años del cénit del Imperio, pues incluso enfatizaron en la necesidad de entender siempre el punto de vista de los extranjeros. No hubo ningún esfuerzo oficial de utilizar la enseñanza de la historia para glorificar la ascendencia de lo que era entonces la nación más poderosa del mundo.

En años recientes ha habido un “currículo oficial”, pero poco dogmático en su contenido y, según muchos críticos, poco satisfactorio.

Segundo, me doy cuenta de lo poco que se ha hecho desde el Ministerio de Educación. Como en Colombia, parte del problema deriva de la inestabilidad de los ministros: Inglaterra ha tenido unos cincuenta ministros en cien años, y entre ellos muy pocos, solo dos o tres, se han interesado en la enseñanza de la historia, y estos casi siempre han reconocido las severas limitaciones de su poder. Una ministra en años recientes llamó la atención sobre el contraste entre su escaso poder y la fuerte autoridad de su equivalente en Francia, país donde se enseña historia francesa según las directrices del ministerio, y allá no hay disputa. A Winston Churchill le pareció, en un momento dado, que la historia que se enseñaba en Inglaterra era insuficientemente patriótica, pero no pudo hacer nada para cambiarla.

Tercero, ha existido una enorme brecha entre los de arriba –ministros, inspectores, expertos, teóricos universitarios– y las condiciones en las aulas. Casi ningún ministro ha sido producto del sistema de educación estatal, muy pocos han tenido experiencia relevante como maestros.

 

The Right Kind of History, el libro ya citado de David Cannadine y otros autores, describe la persistencia de condiciones poco ideales en el siglo pasado: falta de materiales y de libros de texto idóneos, falta de tiempo en el currículo. Sin duda ha habido avances en los textos y materiales3, pero persiste la queja de la falta de espacio en el horario: ¿qué es posible hacer solo en una hora o menos en la semana?, ¿y hasta qué edad debe ser la historia una materia obligatoria? Queda claro que las posibilidades de una enseñanza satisfactoria son muy distintas en la escuela primaria y en la secundaria; cada edad debe recibir una oferta distinta, pero parece que hace poco una reforma bien diseñada en Inglaterra fue echada a perder por la decisión de un ministro de corta visión, quien en contra de lo recomendado por sus asesores redujo la edad en que la historia era materia obligatoria, de los 16 a los 14 años. Otro obstáculo ha sido, por largos años, la falta de un entrenamiento especializado en la enseñanza de la historia.

¿Y los alumnos? Un aspecto original del libro de Cannadine y sus colegas es el esfuerzo por averiguar qué han pensado las “víctimas” de las lecciones de historia. Se constata entre muchos un rechazo: la materia no les interesaba, hubo demasiado énfasis en aprender memorizando hechos aparentemente inútiles, se escapaban de las clases a la primera oportunidad... Otros la consideraban una materia divertida, pero esencialmente frívola. Sin embargo, hubo también recuerdos muy positivos de personas a quienes les encantaba, que recuerdan a sus maestros o maestras de historia con mucho afecto. Para unos la experiencia fue positiva con un maestro y mala con otro. Otra sospecha que queda en el lector de estas reminiscencias es que todo esto no dependía de la teoría detrás de la enseñanza, sino del talento de quien enseñaba. Las calidades particulares del maestro influyen en el éxito o el fracaso en la enseñanza de todas las materias; pero me parece que son de una importancia particular en la historia, pues esta tiene un contenido menos fácil de definir.

Debo decir algo más sobre nuestro tema y la política. Los ingleses hemos contado con la suerte de tener en el siglo xx una historia menos traumática que el resto de los países europeos. En las dos guerras mundiales no fuimos invadidos, y estuvimos del lado de los vencedores. No hemos tenido ninguna guerra civil, y el desmantelamiento de nuestro imperio fue relativamente pacífico. El descenso del poder inglés ha sido gradual. Otras naciones han tenido que enfrentar, en sus propias historias modernas, episodios mucho más desastrosos y vergonzantes, que sus historiadores inevitablemente han tenido que tratar. En la primaria y en la secundaria esto presenta obvias dificultades: ¿cómo se traza la línea entre la crítica del pasado y la esperanza de un futuro mejor?, ¿cómo, y a qué edad, enseñar la historia política? Recuerdo a un eminente historiador inglés, Richard Pares, que escribió un ensayo argumentando que la gente no empieza a entender la política hasta más o menos los 25 años, porque antes no tiene suficiente mundo. Probablemente es una exageración. Les ofrezco preguntas, no tengo las respuestas.

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3. En Inglaterra, como en Colombia, en décadas recientes ha habido enormes cambios y avances en esferas relevantes para la enseñanza de la historia. Se han multiplicado los museos y se han adoptado políticas pedagógicas nuevas. En el caso de Bogotá han sido muy notables los avances, y la ciudad queda ahora mejor dotada en este aspecto que Buenos Aires o Río de Janeiro: solo el Museo del Oro debe haber tenido un gran impacto en la manera como los colombianos miran su pasado precolombino. Hay que tener en cuenta también todo lo que ahora es accesible en internet, televisión, dvd, etc. En mi infancia y juventud, en los años cuarenta y cincuenta, nada de esto existía: solo había pizarra, tiza y maestro, y unos pocos libros de texto. Tuve la suerte de tener unos maestros memorables. En años recientes los historiadores han empezado a estudiar los textos escolares de antaño. Han hallado que tienen sus méritos. Por ejemplo, los tienen, en términos de la cantidad de información, el clásico de Henao y Arrubla, y el muy enciclopédico libro El institutor. Colección de textos escogidos para la enseñanza en los colegios y en las escuelas de los Estados Unidos de Colombia, Bogotá, Imprenta de Gaitán, 1870, un ejemplar que tengo a la mano. Entre una enorme cantidad de cronología, historia sagrada, urbanidad, matemáticas, etc., este libro tiene cincuenta densas páginas sobre la historia colombiana desde sus orígenes, terminando con una versión algo liberal-radical de los últimos tiempos, y un listado de próceres de varias páginas. La calidad de la información es buena, pero el libro presupone condiciones de enseñanza inexistentes en los colegios del país de esa época; tampoco han existido después. Los maestros no siguen instrucciones imposibles de cumplir. Las adaptan, a veces bien, a veces mal. Recuerdo los cuestionarios rutinarios y surrealistas que Gerardo Reichel-Dolmatoff y Alicia Dussán encontraron en la remota escuela de Atanques, en la Sierra Nevada, hace sesenta años: “Pregunta: ¿cómo murió Bolívar? Respuesta: desnudo, como nació. Pregunta: ¿cómo se reproduce el conejo? Respuesta: directamente”.

 

Termino con un esfuerzo de sinceridad frente a una pregunta directa: ¿para qué sirve en las escuelas primarias y en los colegios de secundaria la enseñanza de la historia, y por qué vale la pena luchar por garantizarle su espacio?

Soy un poco escéptico sobre la historia como escuela de valores o de patriotismo. Los alumnos se resisten a los sermones.

Soy menos escéptico sobre el aporte que la historia ofrece a los niños y a los jóvenes para ubicarse en el tiempo y en el mundo. Así como creo que el niño inglés debe tener la oportunidad de conocer la historia básica de su nación y su sociedad, y cómo hace parte él de la historia de la humanidad, creo que los niños y los jóvenes colombianos deben tener lo mismo: las sociedades precolombinas, la Conquista, la Colonia, la Independencia... historia económica y social, geografía histórica... En pocas palabras, el contenido de un libro moderno de Henao y Arrubla. Sobre los métodos para enseñar los invito a opinar.

Creo que también vale la pena esforzarse por introducir el ejercicio de “pensar históricamente”, que entiendo como el de reconocer lo diferente del pasado, las posibilidades y complejidades de sus coyunturas, además de saber cómo interpretar los vestigios y las evidencias, cómo reconocer y cómo evaluar un argumento histórico –y hay siempre tantos argumentos históricos disfrazados en el debate político cotidiano–. La aspiración, nada fácil, sería mirar el pasado sin falsos orgullos y sin falsas vergüenzas, mostrar complejidades sin caer en fatalismos. Así gana toda la sociedad.

Soy también un convencido de que el estudio de la historia, la apreciación de la historia, la curiosidad histórica, le enriquece la vida a mucha gente4. El grado en que esto es cierto varía según la índole de cada persona, y va desde la indiferencia hasta la pasión. Lo mismo es cierto para las matemáticas, y nadie duda de que a todos los alumnos hay que exponerlos a estas, no obstante que son muy pocos los que van a ser matemáticos de profesión, y muchos los que van a confiar en sus calculadoras y no en sus propias mentes. De igual manera, no van a ser historiadores profesionales sino una muy pequeña minoría de los estudiantes de una generación, pero puede ser que aprender algo de historia en la escuela les sirva a todos para el resto de sus vidas. Aunque es difícil cuantificar este tipo de valor agregado, será muy torpe negar su existencia.

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4. Que hay demanda es evidente: tuve la grata experiencia recientemente, con la ayuda de Patricia Pinzón, de montar en la Biblioteca Luis Ángel Arango una exposición de todos los aspectos de la historia del país en fotografía, financiada por la Fundación Mapfre. La popularidad de la exposición fue tal que se prolongó más de lo previsto, y los vigilantes me informaron que fue la más comentada por los asistentes, muchos de ellos grupos escolares.

Este ensayo es la contribución del autor al seminario “La enseñanza de la historia en el ámbito escolar”con maestros del Distrito, en octubre de 2015. Está relacionado con las investigaciones en esa materia de Rocío Londoño, Mario Aguirre e Indira Sierra, y fue incluido en el libro La enseñanza de la historia en el ámbito escolar bogotano (2015), publicado por la Alcaldía Mayor de Bogotá, la Secretaría de Educación del Distrito y la Dirección de Formación Docente e Innovaciones Pedagógicas. 

 

ACERCA DEL AUTOR


Malcom Deas

Fundador del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Oxford.