Perfiladores

Un agente del FBI y un editor entran a un bar… 

POR Harold Muñoz

Enero 27 2021

Ilustración de Cigarra Entinta

Los hemos visto en cualquier drama policíaco. Son esos que ingresan en la casa allanada después de la jauría del SWAT, perros pequeños a la búsqueda de rastros. Que acomodan pistas y notas de la investigación en tableros de corcho, y escriben en las paredes como marcando los años de su cautiverio porque están presos en el caso. Son esos que se dentifican con el asesino en una relación simbiótica. Son obsesivos, metódicos y determinados. Genios o al menos gente sensible, o neurótica. De ahí que sean capaces de ver lo que para otros pasa desapercibido, de interpretar un mensaje codificado en lo banal. Para los perfiladores del FBI (que uno supone que son la élite de la perfilación) las acciones de un asesino repercuten sobre la cotidianidad como las ondas de una piedra lanzada a un lago. Entonces las respuestas más complejas pueden llegar en los momentos más inesperados: al frente de un plato de nachos, tirando, en el baño. Cuando el azar hace que la atención del perfilador recaiga en un detalle esencial. Pues los asesinos seriales son detallistas y, al igual que con los buenos escritores, debemos suponer que ninguna de sus decisiones es fortuita y que estamos a merced de su trama.

Los perfiladores son editores. Esta conclusión me asaltó después de ver Manhunt: Unabomber. Por lo general, los asesinos seriales son autores. Crean una obra, un estilo. Lo que hace necesario que los investigadores sean, necesariamente, buenos lectores. El modus operandi del Unabomber (cuyo nombre es un acrónimo de las palabras en inglés “university and airline bomber”) consistía en introducir o enviar paquetes bomba a objetivos que, según él, representaban lo peor de la sociedad industrializada: una tienda de computadores, una universidad, un avión. De hecho, el título de su manifiesto, mal denominado anarquista, es La sociedad industrial y su futuro. En él argumenta que no hay tal porvenir y que la supervivencia de la humanidad depende de su retroceso a un modo de vida más arcaico. Después de dieciséis años dando círculos en la oscuridad, sin indicios reales sobre la identidad del Unabomber, el FBI vio algo de luz. En 1995, el Unabomber les mandó el manifiesto con la promesa de abandonar los atentados si lo publicaban en el New York Times. ¿Y qué clase de criminal escribe un manifiesto? En la serie de Netflix, el que se da a la tarea de responder esta pregunta es Jim Fitzgerald (interpretado por Sam Worthington), un perfilador de Filadelfia que con base en un estudio lingüístico forense se propone realizar un bosquejo de la personalidad del Unabomber. Para ello, no solo son fundamentales las palabras utilizadas por el asesino, sino la estructura de disertación y de citación del manifiesto. De esa manera, a partir de la lectura minuciosa de su texto, se presume que el Unabomber debe ser una persona con estudios universitarios, inteligente, de cincuenta años para arriba, procedente de Chicago (por arcaísmos propios del lugar) y, probablemente, ajeno a la cultura pop. Un perfil que encaja, para mala suerte del FBI, con muchas personas. En vista de ello, el manifiesto termina siendo publicado en el Washington Post ante la insistencia de Fitzgerald, que en la serie de Netflix convence a sus superiores de que alguien cercano podría reconocer la redacción del Unabomber y señalar a un sospechoso. Pese a que las posibilidades de que algo así ocurra son remotas, una lectora de ese periódico establece contacto apenas unos meses después. Fue la cuñada de Theodore Kaczynski la que detectó el estilo particular de su pariente político, después de comparar la escritura del manifiesto con una carta que había recibido de Kaczynski hacía un tiempo, cuando este se enteró de que se iba a casar con su hermano. Coincidían los argumentos, las palabras para exponer esos argumentos, las palabras para desestimar los argumentos y ofender directamente. Kaczynski, que hasta entonces no había cometido errores, escribió sin máscara.

Pero incluso cuando uno escribe de sí mismo crea una ficción. Por lo que el verdadero desliz de Theodore Kaczynski fue crear un personaje con su mismo tono, ritmo y palabras. ¿Qué habría pasado con la investigación si el Unabomber hubiera tenido una intención distinta a la retórica objetiva?, ¿si, digamos, en lugar de convencernos de sus ideas hubiera pretendido convencernos de una narrativa ajena, de un personaje otro? No quiero adentrarme en teorías conspirativas, pero sí sobre el estilo. En mi trabajo, todo el tiempo hago perfiles a partir del estilo (actualmente hago parte de una revista literaria ridículamente cara que se publica en un país donde la gente no compra revistas, ni siquiera las baratas). Con el pasar de los meses, me he dado cuenta de que mi labor consiste en entender una voz para, a partir de su tono y de sus palabras, corregir su tono y sus palabras y así evitar que se traicione. Me pasa como a los némesis de los asesinos, a propósito de la relación simbiótica y cliché que describía líneas más arriba y que se da en la mayoría de las tramas policíacas. Me meto en la cabeza de alguien a la hora de editar un texto. Solo así puedo entender sus obsesiones, la forma en la que el autor ha decidido manipular al lector. Soy ese que entra de último a la escena del crimen, que detecta los rastros de estilo entre las líneas de un texto. Y pese a no ser una lumbrera, sí me destaco por observador y por mi olfato.

En Manhunt: Unabomber, Fitzgerald constantemente debe convencer a sus superiores de sus métodos. La lingüística forense no es una prueba irrefutable como lo es, por ejemplo, una muestra de ADN. No sé si este obstáculo que se le presenta al protagonista obedezca a cuestiones dramáticas o si la reticencia de los altos mandos se haya dado en realidad, pero sí pone sobre la mesa la manera en la que yo entiendo el estilo. No se trata de una impronta personal. No es una huella digital, irrepetible. Todo lo contrario, se trata de una marca de agua que se puede falsear. Toda escritura es un billete falso, una copia. Lo particular, entonces, es la forma en la que se aprende a falsear desde una mirada que es singular y al mismo tiempo común. De ahí que tenga todo el sentido la desconfianza de los superiores de Fitzgerald. Después de todo, la firma que acompañaba el manifiesto era un seudónimo. Y no hay posición más cómoda en el mundo para lanzar una piedra. En definitiva, mi trabajo no es otra cosa que ayudarle al ladrón a mantener oculto el nombre detrás del seudónimo. De hecho, muchas veces nos ocultamos los dos con la misma manta. Por esto, no puedo estar del lado del FBI, sino del villano. Para suerte de Fitzgerald, a Kaczynski lo traicionó el talento del autor, como a pocos que en realidad no necesitan de un editor que les cuide el estilo. Aunque nunca está de más, como se comprueba en el caso del Unabomber, consultar a un editor para que por lo menos te advierta sobre las implicaciones legales de una publicación. Sobre todo si se trata de un manifiesto terrorista.

ACERCA DEL AUTOR


Harold Muñoz

En 2017 ganó el Premio Nuevas Voces Emecé-Idartes con su novela Nadie grita tu nombre, que en 2018 fue nominada al V Premio de Narrativa Colombiana de la Universidad Eafit. Hizo parte de la redacción de El Malpensante y es colaborador habitual de estas páginas. El próximo año, Tusquets lanzará su nuevo libro, Salsipuedes.