Rabia

Un cuento de Julián Isaza

POR Julián Isaza

Enero 27 2021

El señor Víctor Aguadas bajó la mirada y los ojos de la chica continuaron clavados en él. Se sintió incómodo. Cada vez que alzaba la mirada se topaba con ellos. Estaba claro que no coqueteaba, sino que había reprobación, incluso odio. Aguadas miró hacia atrás para descartar que alguien más fuera el objetivo de esta mirada agresiva, pero no había nadie. Era para él. El bus estaba casi vacío. Continuó leyendo el periódico mientras sentía los ojos de la chica. Pensó que tal vez la conocía y escarbó en los archivos de su memoria, pero esa cara resultaba ajena, no le «sonaba» de ninguna parte. Era bastante joven para haber sido un romance pasado, tampoco podría ser alguna antigua compañera del trabajo o de la universidad. Calculó que tendría unos dieciocho años a lo sumo. Quizá era hija de algún amigo suyo, pero también desechó la idea: tenía apenas un par de amigos con hijas que deberían estar en la primaria. Enseguida pensó que quizá hubiese hecho algo que podría interpretar como ofensivo, pero solo se había sentado y abierto el periódico. Aguadas suspiró y se dijo que así eran las adolescentes. Cuando llegó a su parada, la mirada seguía sobre él. Incluso cuando empezó a caminar por el andén, vio que la chica lo seguía mirando furiosa desde la ventanilla.

No alcanzó a dar cinco pasos cuando cayó redondo al piso. El portafolios que llevaba se abrió y los papeles volaron como palomas. Desubicado, dio un vistazo alrededor y buscó con quién había chocado. Descubrió a dos tipos grandes y de mal aspecto que soltaron una carcajada. Los dos lo miraron por encima del hombro y siguieron su camino. Víctor Aguadas entonces prefirió maldecir entre dientes y empezó a recoger el desastre. La gente pasaba a su lado y entre una selva de piernas gateó para rescatar los documentos. «¡Cuidado, por favor!», decía, pero tacones y zapatos seguían estampando sobre las hojas sus sellos negros y grumosos. Como pudo, el hombre metió los papeles al portafolios y con las palmas de las manos se sacudió el polvo de las rodillas.

«¿Qué le pasa hoy a la gente?», susurró disgustado. La hostilidad de la ciudad no le era extraña, pero ahora le parecía que estaba inusualmente incrementada. Caminó dos calles al oriente, luego media al norte y atravesó las enormes puertas de cristal de la compañía en la que trabajaba. Puso su tarjeta de empleado sobre el lector y avanzó por el torniquete. Levantó la mano para saludar a la recepcionista y ella entornó los ojos con desagrado. Esperaba una sonrisa. Al parecer no soy el único que empezó mal el día, se dijo y encogió los hombros.

No quería perder el ánimo tan temprano. Pensó que, si a lo mejor había empezado el día con el pie izquierdo, lo podría terminar con el derecho. Se preciaba de ser un hombre optimista. Había aprendido mucho del poder de la buena energía después de leer El secreto, así que se obligó a pensar en cosas bellas y positivas. Oprimió el botón del ascensor y, cuando se abrieron las compuertas, puso dos dedos en el sensor para evitar que se cerraran y así pudiesen entrar con seguridad las otras tres personas que también esperaban. Aunque les ofreció una sonrisa amable y les indicó que les cedía el paso con la mano libre, ninguna de ellas se movió un milímetro. Aguadas los miró confundido durante un par de segundos y no tuvo más remedio que entrar solo. Cuando faltaban apenas unos centímetros para que las puertas se cerraran del todo, vio cómo el hombre y las dos mujeres resoplaron al tiempo con desagrado.

Aprovechó la soledad para examinarse. Bajó la mirada para asegurarse de que no tuviera nada repulsivo en la ropa, un moco en la solapa o, quizá –se le ocurrió en ese momento– podría tener la bragueta abierta. Luego inspeccionó su nariz con el índice y el pulgar. Enseguida abrió un brazo y luego el otro, olfateó varias veces. Todo en orden.

Al llegar a la oficina, como acostumbraba desde hacía doce años, saludó con vigoroso «¡Muy buenos días!». No hubo respuesta ni de Sierra ni de Guevara ni de Rosana ni de Pérez. Aguadas allí de pie pareció meditar sobre los misterios de un silencio que solo era perforado por los tecleos furtivos. Aspiró y abrió los labios delgados para repetir el saludo, pero se detuvo. Era claro que lo habían escuchado y, también, era claro que no tenían intención de responderle. Rosana tenía el ceño fruncido y la boca apretada con expresión cítrica, Guevara se puso los audífonos; Sierra y Pérez le dieron la espalda, y con deliberada teatralidad simularon revisar unos papeles.

Víctor Aguadas hizo varias cosas con cierta cuota de torpeza: rodó su silla hacia atrás, puso el saco en el espaldar y la bufanda sobre el escritorio, se sentó y prendió la computadora. Mientras hizo todo eso, en ningún momento dejó de observar a sus compañeros y de preguntarse qué sucedía. Sintió un frío extraño, uno que no tenía que ver con la temperatura exterior. Sus dedos temblaron. Giró despacio la cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Con aquel movimiento vacilante buscaba un rostro amistoso y al no encontrarlo tuvo la sensación áspera de regresar a la infancia. La nuez de su garganta enjuta subió y bajó como un caracol que pierde la adherencia.

Escribió su nombre y contraseña del correo y, en ese momento, se le ocurrió que tal vez hubiese sucedido algo de lo que no estaba enterado, quizá alguna tragedia que enlutaba a todos. Eso podría explicar el mal carácter general, pensó. Pero en el buzón solo halló mensajes sin importancia del día anterior, entonces entró a Facebook y abrió los ojos como platos al leer los insultos que le dedicaban sus amigos: «Eres un comemierda» (72 likes), «Te odio, malparido» (58 likes), «Ojalá te dé cáncer» (87 likes), «Careverga» (103 likes). Con cada insulto sus manos apretaban más su cabeza, la frente se le llenaba de líneas horizontales, el mentón vibraba incontrolable, la piel morena cambiaba su color a un amarillo enfermizo parecido al de los sobres de manila.

Se levantó de su silla y como un ñu recién parido caminó hacia cualquier parte. Quería salir de allí. Miró hacia arriba, hacia los lados. Buscó cámaras ocultas. Tenía que ser una broma. Las personas murmuraban a su paso, estaba seguro de que decían cosas malvadas, que lo despedazaban y devoraban. Al fondo vio a Javier Segura, su amigo. Reía con otras dos personas. Sus carcajadas eran vigorosas, despreocupadas, casi silvestres. Víctor Aguadas se acercó y por un instante creyó que encontraría apoyo o, al menos, una explicación.

–Javier, ¿tienes dos minutos?

Javier giró distraído hacia él y la amplia sonrisa se fue acortando como una liga que pierde la tensión. Sus cejas espesas parecían un par de orugas negras a punto de colisionar. Apretó la mandíbula y luego, con una voz dura y fría como el hierro, le dijo:

–¿Qué quiere?

–Hablar contigo –respondió Víctor en un tono apenas audible.

–No tengo nada de qué hablar con usted.

–Pero... ¿Qué hice? ¿Por qué todos están así?

–Mire, pedazo de mierda. –Avanzó despacio, mientras Víctor retrocedía a la misma velocidad–. No me pregunte, no me hable, no se acerque –dijo y golpeó su esternón con el dedo índice.

La cara enrojecida de Javier era tan amenazante como el cañón de una Colt 45, así que Víctor levantó las manos y empezó a alejarse. Se dirigió a su escritorio. Ya no aguantaba. Sudaba y sentía las gotas resbalando por la espalda. Creyó que en cualquier momento se quebraría y comenzaría a llorar. Pensó que lo mejor que podía hacer era reportarse enfermo e irse para su casa. Huir. Una masa crecía en su garganta. ¡Tranquilo!, se dijo. Pero incluso su voz interna sonaba alterada.

Cuando recogía la chaqueta y la bufanda, dos guardias de seguridad lo sujetaron por los brazos. Desde la oficina principal su diminuto jefe gritaba que lo sacaran de inmediato. Sus compañeros también le aullaban insultos. Víctor no opuso resistencia, su docilidad era la de un lobotomizado, pero los dos guardianes se esforzaron en mostrarle el camino con rudeza y a empujones lo sacaron del edificio.

Afuera, en el asfalto, Aguadas lloró. Sus párpados se hincharon, la nariz se le puso rosada y la humedad de sus lágrimas se mezcló con la viscosidad de sus mocos. La mujer que vendía dulces le dijo «Marica», un tipo con pinta de ejecutivo lo escupió. Entonces, como pudo y temiendo que las agresiones incrementaran, se levantó. Estiró la mano y paró un taxi. Se subió, pero una vez adentro, el taxista, al verlo por el retrovisor, lo amenazó con una varilla y lo expulsó del vehículo. Entonces Aguadas no tuvo otra opción que cubrirse la cara con la bufanda y caminar a su casa.

Apuró el paso. Temió que en cualquier momento lo descubrieran y lo lincharan. Pensó en la seguridad de su apartamento, en su esposa. ¿Ella también me odiará?, se preguntó. Luego de casi dos horas llegó a su puerta, metió la llave y la giró. Entró en silencio, a hurtadillas. Cerró la puerta con cuidado. Escuchó a su mujer en la cocina. Se acercó con precaución. La mujer cantaba. Eso lo tranquilizó un poco. La miró durante unos pocos segundos y la saludó con un frágil «Hola». Ella se volteó y su expresión apacible se convirtió en furia en estado puro. Le gritó toda clase de groserías que jamás había escuchado de su boca. Bramó como una fiera y lo amenazó con el cuchillo que tenía en la mano.

Víctor Aguadas corrió y se encerró en el baño. Los bufidos de su esposa continuaban afuera. El hombre se acurrucó y escondió la cabeza entre los brazos y las rodillas. Berreó durante la siguiente hora. Se secó los ojos y las mejillas. Afuera el silencio había regresado. No sabía si debía salir y enfrentar a su esposa o quedarse allí para siempre. Se puso de pie. Se miró en el espejo y su reflejo le resultó insoportable. Una rabia primitiva y abrasadora lo invadió. Se insultó. Cuanto más se veía, encontraba más motivos para ofenderse. Se dio un puño, luego otro. La sangre goteó desde sus fosas nasales. Le gustó. Se dio otro más y luego otro y otro. La cara empezó a convertirse en una masa hinchada y carnosa. En la carcajada feroz bailaba un diente.

Te voy a matar, imbécil dijo.   

ACERCA DEL AUTOR


Julián Isaza

En 2009 ganó el Premio Rey de España con la crónica "Atlas es chocoano". En 2017 ganó un Premio Simón Bolívar de periodismo por su crónica "El vuelo del pterodáctilo"; también lo ganó en el 2020 por "Lo insustituible". Dirige la revista "Directo Bogotá".