Gurreños

Un pueblo feo y orgulloso, que mira con desdén el turismo y sus falsas promesas.

 

POR Diana Londoño

Enero 27 2021

Estatua de un gurre en San Vicente Ferrer, Antioquia.

 

En Holanda las cosas están tranquilas y la gente cada vez se siente con más confianza en la calle. Sabemos que hay un virus por ahí y también lo que puede pasar si se vuelven a disparar los contagios, pero ya con la información a la mano cada quien es libre de decidir, porque todos debemos asumir la responsabilidad sobre nuestra vida y la de los demás. Los esfuerzos individuales se limitan a mantener la distancia, al lavado de manos y al trabajo desde casa; aquí el tapabocas no se usa. Ni los más vulnerables parecen estar dispuestos a dejarse encerrar o a cubrirse la sonrisa.

Que cada país respondería con su cultura, les escribí a mi lista de contactos al inicio de todo esto, y aquí se le rinde culto al sol. Leí en el periódico que Baleares ya se está llenando de viajeros alemanes y me desanimé ante la inminencia del regreso del turismo masivo. Ojalá las restricciones en Holanda se extiendan para que los cisnes puedan disfrutar de los canales de Ámsterdam por más tiempo y para que los niños de la única escuela que ha logrado sobrevivir en pleno Barrio Rojo puedan caminar tranquilos. Hace un par de años el alcalde no dejó que trasladaran la escuela; le parecía una derrota terrible permitir que los niños fueran desplazados de su ciudad por el turismo y por los negocios de prostitución y droga. Cuentan que, al pasar por las vitrinas iluminadas por bombillas rojas, algunos niños saludan a las prostitutas, convencidos de que detrás del vidrio hay una piscina y por eso se mantienen tan ligeras de ropa.

Hay quienes ven en el turismo una salvación económica. Yo, en cambio, veo en este la perdición de los pueblos. Es mucha la gente que, hastiada de su propio entorno e incapaz de mejorarlo, viaja para destruir el de los demás. A mí, por ejemplo, me incomoda la actitud de aquellos que cogen de paseadero a mi pueblo, San Vicente Ferrer, Antioquia, y no ayudan a nada. Llegan para desaburrirse con un tinto en la plaza –eso es lo único que gastan– y después salen diciendo que el pueblo es muy feo y que parece un gurre. Me encanta que a alguien se le haya ocurrido la idea de hacerle una estatua al animal en la entrada del pueblo, porque es como si con ello quisiera provocar a los turistas y picarles la lengua para que sigan hablando. Sonrío cada vez que paso frente a la estatua y recuerdo a esas mamás que resuelven las pataletas de sus hijos con un coscorrón acompañado de una frase cargada de saña: “Tenga para que ahora sí llore con ganas”.

Cuando me cruzo con esa gente que pasa criticando por los pueblos –y por las mujeres y por las cartas y por los libros y por las canciones y por la música y por la pintura–, me pregunto en qué momento de su mala educación aprendieron que el mundo tiene la obligación de entretenerlos. No se soportan ni a ellos mismos y pretenden que los demás les solucionemos el tedio. Se me viene a la cabeza algo que dijo el Midas McAlister, un personaje de Delirio, de Laura Restrepo, que me pareció encantador a pesar de ser un falseto: “Te juro que el infierno debe ser un lugar en el que te encierran con tus consecuencias y te obligan a lidiar con ellas”. 

Para terminar, les cuento que por fin vamos a entregarles las tabletas a los 140 niños de las escuelas rurales que hacen parte del proyecto Casita Rural y que les haremos su primera recarga –también sirven de teléfono y se les pueden poner datos para internet–. Mandémosles pues mucho cariño a nuestros profes, a los niños, a sus familias y a los rectores para que este experimento funcione y así podamos demostrar que no es tan difícil resolver el problema de la conectividad en el campo. Si podemos nosotros los gurreños, que somos diminutos, otros también podrán. Usaremos las tabletas para que los niños puedan continuar con su programa escolar y con los talleres de danza, teatro, canto, tejido y escritura creativa que desde hace años llevamos a sus veredas gracias al apoyo de mucha gente y de Comfama. Ya les contaré cómo nos va.

ACERCA DEL AUTOR


Diana Londoño

Agrónoma de la Universidad Nacional y doctora en agricultura de la Universidad de Wageningen, Holanda. Investigadora en la industria de semillas de zanahoria y directora de la Fundación Casita Rural.