Placebo y la conjura de la nostalgia

Una crónica sobre la luz negra que atraviesa la música de la banda Placebo, la dificultad para asomar la cabeza al dolor de los días pasados y la huida de esta banda de rock a las zonas sepias de la nostalgia.

POR William Martínez

Marzo 30 2024
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Nadie quiere hablar de Placebo. Cuando las personas que entrevisté para este artículo intentaron hacerlo, les sobrevino una descarga implacable de recuerdos dolorosos y decidieron detenerse para proteger su intimidad. Esta iba a ser la historia de cómo una mujer recordaba a un amigo fallecido a través de la banda británica y de cómo estaba aprendiendo a llorar sus heridas más profundas con su música, pero ya no será así porque ella no se siente lista para exponer públicamente la época más oscura de su vida. Esta también iba a ser la historia de cómo un hombre afirmó su orientación sexual viendo la figura andrógina de Brian Molko, vocalista del grupo, y de cómo decidió no volver a sus conciertos, después de sentirse maltratado por él en el aeropuerto de Bogotá hace 14 años, pero ya no será así porque prefiere evitar escarbar sus sentimientos hacia la banda. Solo queda interpretar este silencio. 

 

Falta una hora para que Placebo salga a la tarima del escenario Adidas y sus fans custodian con recelo su puesto en las primeras filas. Nadie regala un centímetro y bloquea el paso de quien ose pasar. Es sábado en la noche y el grupo británico vuelve a Bogotá después de catorce años de ausencia. Un silencio introspectivo adquiere fuerza y se esparce entre el público ubicado en esta zona: no hay música para ambientar la espera ni muchas ganas de conversar. Es la manera que muchos han elegido para entrar en comunión con una banda que, hace dos décadas, les enseñó cosas que no estaban aprendiendo en ningún otro lugar: sobre consumo de drogas y sexo rápido, sobre amores tortuosos y el miedo a hacerse adultos. Recuerdo las palabras que el periodista cultural Santiago Rivas me dijo previo al concierto: “En el rock mainstream de finales de los años noventa, ellos se destacaron por alzar dos banderas: la de la androginia y la de la salud mental. Es posible que muchos pacientes de depresión escucharan Joy Division, pero Placebo lo explicó mucho mejor. Eso conectó con el sentir de una época en la que se dio la ruptura definitiva del ideal ochentero del amor perfecto (el high school sweet heart) y de los valores de la familia tradicional”. 

 

Mientras aguardo la espera en silencio rotundo —un amigo está cuatro pasos delante mío, pero nadie me permite el paso—, pienso que el origen de la personalidad artística de Placebo hay que buscarlo en la infancia y la adolescencia de Brian Molko. Habría que pensar en cómo fue el crecimiento de un chico hipersensible, cuya madre frecuentaba una iglesia cristiana y esperaba que él siguiera sus pasos, y cuyo padre era un prestigioso banquero que viajaba por medio mundo y también esperaba que él siguiera sus pasos. Habría que imaginar cómo esa presión vertical, incisiva, hirió en lo más vivo de su identidad y lo empujó a construir múltiples yo desde temprano para liberarse de expectativas que no eran suyas. Habría que intentar entender qué significó para ese chico de once años haber ido de la mano de su hermano mayor (un hermano que ya no está porque murió) a un concierto por primera vez, el de la banda francesa de indie rock Téléphone, y lo que pudo pasar por su cabeza cuando descubrió que en ese otro universo, el de la música, podía expresar lo que realmente sentía, lo que no se atrevía a contarle a nadie. 

 

En 1985, cuando Molko cumplió trece, nació el hombre herido que más tarde compondría canciones cuya melancolía removería las fibras de millones de personas que se hicieron pedazos durante la adolescencia. Hablo de muchachos de clase media alta con gustos alternativos inclinados hacia lo gótico y lo electrónico, de aquellos que fueron criados en hogares disfuncionales y que nunca encontraron verdadera atención a sus emociones, de aquellos que se engancharon a algunas drogas para cerrar sus vacíos existenciales y por el contrario solo lograron expandirlos, de aquellos que a principios de la década del 2000 soportaron un dolor fantasma que les robó mucha vida y que solo cuando se hicieron adultos supieron que se llamaba depresión y ansiedad. Hablo, finalmente, de aquellos que fuimos educados para creer que era impropio expresar nuestros impulsos —la ternura, la ambición, la ira— y luego entendimos que haber reprimido eso que nos constituye había dado lugar a nuestra catástrofe. En una época en la que poco se discutía públicamente sobre temas de salud mental, Placebo asumió el compromiso de hacerlo.  

 

Molko tenía 13 años cuando presenció el divorcio de sus padres. Su hermano mayor, el único cómplice que encontró en casa, decidió abandonarla para seguir el camino empresarial de su papá. El líder de Placebo respondió quebrando el lazo que lo unía a su núcleo familiar y embarcándose en un proceso de demolición contra todo lo que se le había impuesto. Dejó de ir a la iglesia cristiana que frecuentaba con su madre y rechazó frontalmente la sentimiento de culpa que induce la religión. Incorporó a su imagen el maquillaje, mezcló prendas masculinas y femeninas y dejó aflorar espontáneamente su fluidez de género.  De hecho, más adelante, en los primeros años de la banda, muchos no lograrían identificar si él era un hombre o una mujer tanto por su estilo como por su peculiar voz nasal, que definió su identidad musical. Él fue una de las pocas personalidades públicas que hace dos décadas asumió abiertamente su bisexualidad, y eso ayudó a salir del clóset a algunas personas con las que hablé para escribir este artículo. Entre más lo tildaban de “maricón” en el colegio, entre más intentaban castigar su visión de la masculinidad, más se aferraba a ella. 

 

“Cuando uno hablaba con Brian Molko hace dos décadas, sentía que estaba hablando con una persona que no se definía por su género ni por su sexualidad. Molko era más andrógino que cualquier otra estrella de rock. Podía ser un hombre, podía ser una mujer, y estar cómodo en cualquiera de las dos pieles. No era cuestión de maquillaje, como el caso de Motley Crue o de Poison o Twisted Sister. Había una búsqueda artística de la identidad muy valiosa. Honesta y descarnada. Eso hizo de Placebo una fuente de inspiración muy especial para toda una generación”, me dijo previo al concierto el director de la emisora La X, Alejandro Marín, quien lo entrevistó a propósito del lanzamiento del álbum Sleeping With Ghosts (2003). 

 

En el colegio donde recibió matoneo conoció a Stefan Olsdal, el bajista de la agrupación, un hombre atlético y popular que nunca le dirigió la palabra, según ha contado en diferentes entrevistas. Varios años después, caminando por la estación del metro de South Kensington, en Londres, se cruzó con Olsdal, quien cargaba una guitarra. Luego de sostener una conversación que nunca tuvieron en los salones de clase, lo invitó a pequeños conciertos que daba en pubs y así nació Placebo. Molko lanzó aquella invitación porque ya poseía un fortín de confianza que había construido en la soledad de su habitación durante la adolescencia y estudiando arte dramático en la universidad. Detrás de la puerta asegurada, retumbaba la punzante irreverencia de Dead Kennedys, la primera banda punk de la que se hizo adepto. Más tarde conoció el noise rock de Sonic Youth y el post punk de Souxie and the Banshees, aprendió a tocar guitarra y estableció las bases sonoras de lo que luego practicaría su banda. 

 

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El público rasga por fin el silencio de la noche. Son las 9:50 y una ovación, que incluye gritos histéricos y declaraciones cursis, remueve la quietud del ambiente. Molko salta a tarima exhibiendo una sonrisa recatada y vistiendo un gorro de lana, una chaqueta de cuero y un pantalón slim. Todo de negro. El vestuario que bien podría tener cualquier de sus fans. Olsdal, en cambio, porta un vistoso traje oscuro con cremallera que marca su cuerpo esbelto. No hay mayor interacción con la gente y no la habrá durante toda la noche. El vocalista pega suaves puños sobre el cuerpo de su guitarra y mueve delicadamente sus manos para invitar al canto, mientras que el bajista recorre el espacio para levantar aplausos, así podrían resumirse sus leves intentos de conexión con el público. 

 

Aunque suene extraño, el artista de reguetón Blessd resultó un gran telonero de Placebo. Su presentación rimbombante, cargada de corrientes de fuego que resplandecían el escenario, de un séquito de bailarinas sensuales y de coloridos efectos visuales que mantenían aguzada la vista, resaltó la personalidad austera y contracorriente de los británicos. Mientras el cantante paisa estaba preocupado por mantener la energía a tope todo el tiempo y cada vez que pudo agradeció a Bogotá por ser la ciudad que más lo escucha en el mundo, Placebo se dedicó a tocar. Es la naturaleza propia de ellos y otras bandas de rock alternativo que causaron furor a principios del 2000, como Interpol y The Strokes. El asunto con este tipo de grupos es que, al no brindar una experiencia integral, la vara con la que se les mide es estrictamente musical, y si el espectáculo musical carece de fulgor se desinfla el deseo de volver a pagar una entrada para verlos. En mi opinión, Placebo no ofreció un show memorable, pero sí inquietante. 

 

En un festival cuyo mayor activo fue la nostalgia, en el que Limp Bizkit tocó dos veces su hit noventero “Break Stuff”, en el que Blink-182 repasó uno a uno sus grandes clásicos, Placebo decidió guardar las canciones que inauguraron su leyenda, apartarse de la retromanía que impera en los festivales alternativos globales y cedió paso a los temas de su álbum más reciente, “Never Let Me Go” (2022). En una entrevista que concedió para el medio chileno The Clinic, Molko reveló la razón: después de su última gira de grandes éxitos, honraron su pasado lo suficiente como para generar una ruptura con él, y se abocaron a asumir riesgos nuevamente. ¿Qué mayor riesgo que volver a Bogotá después de 14 años para tocar material que en su mayoría era poco conocido para el público? 

 

“Nos dimos cuenta hace mucho, mucho tiempo, de que no podemos hacer felices a todos y que hacemos música para nosotros mismos. No es egoísta. Eso es lo que hace el artista. El artista crea porque tiene una necesidad imparable de expresarse. Y ahí es donde hay que empezar. Si escuchas todo lo que Rick Rubin tiene que decir sobre el proceso creativo, él te lo dirá directamente: cuando empiezas a hacerlo para otras personas, es cuando se vuelve malo. La única manera de crear una obra de arte que tenga significado emocional y que conmueva a las personas es que el artista la haga para sí mismo”.

 

Esta fue la única banda del Festival Estéreo Picnic 2024 que pidió al público no tomar fotos ni grabar su presentación para entrar en comunión aquí y ahora con ellos. Los estrictos operadores logísticos estaban armados con linternas e interrumpieron a quienes intentaron usar su celular. Mientras los artistas más populares de esta edición montaron llamativas escenografías que acabaron posteadas por miles de personas en sus historias de Instagram, Placebo renunció a la viralidad porque está interesado en otro tipo de trascendencia, porque busca propiciar un viaje emocional que no puede ser capturado por las cámaras, porque la virtualidad propone de alguna manera la intimidad como espectáculo y hay dolores y pensamientos que solo caben en la privacidad interior. 

 

¿Placebo estuvo a la altura de las expectativas que produjo su ansiado regreso? Posiblemente no. En una hora de show, tocaron apenas 15 canciones, 7 menos del set que acostumbran a tocar en su gira actual. Faltó contundencia y carisma, en mi opinión. Sin embargo, volvería a verlos. Volvería a abrirme paso aguantando empujones para vivir en primera fila la experiencia ritual que propiciaron canciones como “Song to Say Goodbye”, “The Bitter End” y “Soulmates”. Eran la belleza de lo que fue y la melancolía de lo que no pudo ser tejiéndose en mi interior. Era el sonido una voz serena que me decía que debo seguir suprimiendo el horror con estoicismo. Era la certeza de que no expresar es lo que al final mata. 

ACERCA DEL AUTOR


Periodista cultural. Sus reseñas y reportajes han sido publicados en El Espectador, Arcadia, Cromos, Shock y el Instituto Distrital de Turismo. Investigó para Netflix la serie El robo del siglo. Fue editor de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Ha recibido en dos ocasiones el Premio de Periodismo Álvaro Gómez Hurtado.