Traductores

De cuando lo que se pierde en la traducción se gana con un puñetazo. 

POR Gustavo Zafra

Septiembre 07 2023
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Ilustración por Gala Jaramillo

 

De reojo reconocí la cubierta de la novela de Piotr Petrikov. Con mi ojo derecho aporreado por el puñetazo que me diera Petrikov unos días antes. Mi vecina de puesto en el tren leía Mis noches con Dostoievski. Yo oía en mis sienes los latidos de su corazón. Era mi imaginación. Solo hubiera podido suceder de veras en una cámara anecoica, esos espacios cerrados concebidos por los científicos para verificar la transmisión del sonido a través de la materia. Por fuera de ese lugar ya no se trataba de un experimento científico sino de una experiencia espantosa. El quid de la cuestión: yo era un adicto.

Esta percepción que poseo no sé cómo fue diagnosticada como comparable a la inspiración romántica de Edgar Poe por una mujer que conocí en un vuelo París-Nueva York. Yo no he leído nada de Poe; cuando era jovencito, el fervor de Baudelaire por este autor, que él tradujo al francés, me disuadió. Yo trataba entonces de liberarme del romanticismo del autor del macabro poema “El muerto dichoso”, y de otras flores del mal.

Por lo visto, esta mujer, Becca, una norteamericana, había estudiado el caso de Poe. Lo suficiente como para establecer en pleno vuelo una correlación entre mi percepción extrasensorial y las crisis de delirium tremens de este clásico de las letras norteamericanas.

Yo iba a Nueva York para participar en una mesa redonda de traductores en la Universidad de Columbia (con fiestica por la noche). A Becca no le había prestado la menor atención en la sala de espera del aeropuerto; ella, en cambio, me tenía en la mira.

Nos encontramos en el avión, poco después de despegar. Esperábamos ante las puertas de los servicios.

–Vi su tejemaneje en el aeropuerto, en la sala de espera –me interpeló Becca.

–¿Cómo dice?

–No se haga el inocente. Lo vi correr a sentarse al lado de la mujer que leía El último invierno del gorila. Usted es un perverso. No trate de negarlo, lo observé bien. ¿Qué tipo de fijación es la que tiene usted con las mujeres que leen? Le conviene explicarse, la lectora del Gorila ocupa el puesto al lado del mío, puedo avergonzarlo, ¡y peor aún!, créame, contándole a esa mujer lo que vi.

De repente, y contra todo instinto de conservación, pasé de sentirme intimidado a dármelas de temerario.

–¿Usted dice que ella está sentada al lado suyo?

Me jugué el todo por el todo, le propuse intercambiar nuestros puestos a cambio de la explicación que me pedía.

–No se sentirá defraudada, téngalo por seguro.

En mi afán por parecer convincente, me convencí a mí mismo, y pues no me pareció raro que ella aceptara. No podía dejar de creer en mi buena suerte, estaba ya muy exaltado: pasar el viaje sentado al lado de una lectora de mi traducción de El último invierno del gorila, escuchando los latidos de su corazón. Para cualquier otra persona en su estado normal, eso hubiera sido espantoso, claro. 

Cuando Becca me habló de Edgar Poe, yo le pregunté en qué universidad enseñaba literatura. Mi pregunta la hizo sonreír. Becca se daba cuenta de que no lo decía por burlarme, era una pregunta ingenua, a la medida de mi estima por los profesores de literatura: seres tan cándidos.

–Soy doctora en medicina, especializada en diagnósticos neurológicos, y también soy docente.

Pasé las ocho horas siguientes en idas y vueltas entre las dos mujeres. La neurocirujana me exigía constantemente informes sobre las reacciones de mi mente retorcida. Cada vez que, de paso por mi lado, me hacía una señal, debía acudir a reunirme con ella ante las puertas de los servicios. Ella siempre con un vasito de plástico en la mano –con champán– para darme a entender hasta qué punto estaba satisfecha de sí misma.

–¿No le parece inmoral lo que hace? –le dije en una de esas–. Sobre todo tratándose de alguien que, como usted, ejerce la medicina.

–¡Mi pobre amigo! Usted sí que no entiende nada, hay una sola cosa inmoral para mí en mi profesión: enamorarme de mi paciente.

Su paciente. Levantó el vasito de plástico para brindar por mí. 

Quedamos en mantenernos en contacto. De vez en cuando recibía noticias suyas. Quería saber qué autor o autora estaba traduciendo, cómo me iba con la traducción, cuándo sería mi próximo viaje, y como si eso fuera poco, también quería saberlo “todo”. Yo le enviaba informes detallados. Becca se había vuelto una gran lectora de Baudelaire. Decía que para comprenderme mejor. Lo entendí como un chiste. En una de sus cartas me escribía: “La diferencia entre el cerebro del hombre y el cerebro del animal es que el primero es romántico”. ¿A través de qué dédalos del pensamiento científico había llegado a esta conclusión? Preferí preguntarle cuántas copas de champán se había zampado en el momento de escribirme. Ella me replicó: “Espero que usted se haya puesto su esmoquin para preguntármelo”. Como nunca en mi vida me he puesto un esmoquin –lo cual ella podía adivinar–, el significado de lo que quería decir no podía ser más claro. También era evidente que se burlaba de mí.

Un día publicaré mi correspondencia con Becca. El día que me vuelva un cínico y decida convertirme en autor y hacerle competencia a los escritores que traduzco.

Las cartas de Becca terminaban siempre con “Su caso me sigue interesando. Va para usted toda mi amistad, créalo o no”. En francés. Cuando me iba de viaje me preguntaba siempre si me iba a encontrar con ella en la sala de espera del aeropuerto; estaba convencido de que eso sucedería ineluctablemente. Y de pronto, un día: “Su caso me interesará siempre. Va para usted todo mi amor, créalo o no”. Era verdaderamente amor. “Créalo o no”.

Esta vez yo iba a Arlés, donde se encuentra la sede del Collège International des Traducteurs Litteraires. Participaba en una mesa redonda. Con un ojo morado disimulado detrás de unas gafas oscuras. Ya todo el mundo debía estar al tanto de las circunstancias en que había recibido el puñetazo. 

Era la primera vez que el Collège de traductores de Arlés me invitaba. ¿Habría fiestica por la noche? Carlo Casale –el traductor italiano de Dos mitómanos en una isla desierta, del escritor pop británico Théo Oh.– me había advertido que las fiesticas del Collège no eran muy sonadas. Me olvidé del asunto, iba a pasar las cuatro horas de tren rápido al lado de una lectora de mi traducción de Mis noches con Dostoievski, era algo inesperado. Aborrezco la promiscuidad de los viajes en tgv (los trenes franceses de alta velocidad). En avión me libero de esta fobia imaginando que el aparato se desintegra en el aire. He tratado de imaginar que el tgv en el que viajo se descarrila, pero me queda un sabor a chatarra en la boca. Según Becca, para mí morir en pleno vuelo no es morir. Pues bueno, suena bonito, y eso es lo que cuenta si uno debe morir.

De repente vi a Carlo –un metro con noventa y casi cien kilos– que avanzaba por el pasillo como si estuviera en un puente colgante sobre un río de la selva amazónica, los brazos en alto –que parecían anormalmente cortos– agarrándose de los portaequipajes. Yo estaba convencido de que Carlo había viajado la víspera.

Cuando llegó adonde yo estaba, en el espacio para cuatro pasajeros, ya le había puesto el ojo al libro que leía mi vecina. Exclamó:

–¡Mis ojos no lo pueden creer! 

–¡Cómo no! 

–Dos asientos desocupados y uno al lado del otro, ¡qué extraño! –siguió diciendo.

Siempre queriendo jugar conmigo al gato y al ratón. Se sentó enfrente, sin aliento.

–Dejé mi maleta en el otro vagón, no pensaba que me iba a encontrar contigo, ahora me va a tocar volver por ella.

Era yo quien tendría que ir por ella. La última vez que había tomado ese mismo tren, la había perdido, y se puede decir que casi deliberadamente. Así fue como sucedió según él:

–En Angulema, los acompañantes de un grupo de adolescentes discapacitados la bajaron mientras subían las sillas de ruedas, y luego nadie pensó en volverla a subir. La maleta se quedó en el andén. El tren se puso en marcha y por la ventana yo la veía pasar como en un sueño. Y mientras la veía pasar, me decía a mí mismo que era la maleta de algún otro pasajero. Me mantuve firme, no me apiadé de mí mismo, no hice nada por recuperarla. Pero me da temor que eso me vuelva a suceder, sé que no hay más espacio en mis sueños para otra maleta perdida.

Christine ya no podía hacerle la maleta. En memoria de su adorable mujer, yo acabaría dándome por vencido y yendo a traérsela. Carlo no dejaba pasar ninguna oportunidad de imaginarse que podía seguir contando con ella para cosas así. A costa mía, claro.

La joven sentada a mi lado levantó los ojos hacia él, y luego los posó sobre mí, pero era como si su mirada dormitara bajo el efecto de la hipnosis y no acompañara verdaderamente sus gestos. Volvió a las páginas de Mi noches con Dostoievski. Ver eso era un espectáculo para mí. 

No para Carlo. Haciendo gala de una rudeza chocante:

–Lástima que usted no pueda leer esa obra en su idioma original. Las obras literarias pierden mucho de su verdad al pasar por la traducción. Solamente la Biblia conserva toda su verdad, pero claro, la Biblia fue dictada por Dios, que hablaba en todas las lenguas.

Confusa e intimidada, mi vecina de puesto balbuceó:

–¿Usted es ruso?

Carlo era capaz de dañarme la fiesta.

–¡Ah, no! –exclamó. Dios sabía que yo tenía que ser italiano. Es la prueba de su existencia, se lo garantizo. Yo no hubiera sido un ruso muy ortodoxo, jamás hubiera podido emborracharme con vodka, no me gusta. El caviar tampoco. No, no, pero sé de lo que hablo. Soy traductor. Créame, toda traducción es un fraude. Se puede decir “gran fraude”, si se quiere adular a las lectoras y los lectores cándidos. Un fraude sentimental, ¡qué asco! Se aprovechan de sus buenas predisposiciones de lectora. Le hacen creer, como en este caso, que usted está leyendo en ruso. Y claro, eso es todo lo que usted quiere, que la engatusen.

Carlo traducía del inglés (americano, australiano, hindú, nigeriano…). Era el traductor autorizado de varios autores nobelizables. Preparaba la traducción de Dos mitómanos en una isla desierta. Me había telefoneado para contarme:

–¡Ese canalla de Théo Oh.! ¿Sabes qué? ¡Se inspiró en nosotros dos! Nos pone en escena en una isla desierta, en el papel de dos lenguas viperinas isabelinas con personalidades de viejas solteronas. ¡Un ejemplo más de la típica mala fe de los novelistas! Y ni qué decirte del esnobismo lingüístico. A su editora le dije: “Pues me va a tocar dármelas de Marlow para no salir con el chorro de babas que es el original”.

Marlow, ¡nada menos!

–Como si fuera algo por encima de tu mala fe –le dije.

–Gracias, necesitaba que me insuflaran un poco de confianza. Desde la muerte de Christine no me hallo. 

–Desde antes, querrás decir. Eso fue lo que la mató, asesino.

–¿Te crees la voz de mi consciencia? ¡Currutaco petulante!

Antes de que Carlo se pusiera a detallar el contenido de la intervención que había preparado para fastidiar al Collège de traductores de Arlés, y antes de que revelara como por descuido mi identidad de traductor del libro que ella estaba leyendo, le dije a mi vecina:

–No se tome en serio lo que él dice. De un escritor en el summum de su arte, lo más exacto que puede decirse es que su obra se lee como una traducción. Aquellos que le dicen, cuando la ven leyendo una obra literaria traducida, que no será nunca tan maravilloso como leerla en el idioma original, le están diciendo una tontería. Yo también soy traductor, ¿puedo confiarle un secreto de los dioses? Shakespeare es probablemente el más grande traductor de todos los tiempos: traducía sus obras en inglés, pero se ignora de qué idioma las traducía, ¡sabemos tan poco de él! ¿Y para qué querer saber más? Dígame.

Yo hablaba mirando a Carlo con un poco de despecho. A menudo se comportaba conmigo como un hermano mayor celoso de su hermano menor. Mi rencor no duraba mucho tiempo. Creo que en el fondo yo debía considerar que estaba en su derecho. Su amistad me había sido tan útil para debutar como traductor que esa mezquindad no era nada en comparación. Pero también porque yo ya no podría seguirle mostrando mi agradecimiento a Christine. Sin su benevolencia, la amistad entre Carlo y yo no hubiera durado mucho tiempo. Ella me consideraba un caso conmovedor, mientras que Carlo, cuando nos conocimos, me había considerado un caso perdido. Christina siempre abogaba por mi causa ante su marido. 

Carlo había sido mi modelo, mi referencia. Aprendí mucho de su trabajo, pero sobre todo de su experiencia con los editores y los autores. Unos años antes me hubiera dicho a mí mismo, lleno de despecho, devastado por la vergüenza y la humillación: “Y sin embargo, todo lo que aprendí gracias él no me preservó del puñetazo mortífero de Petrikov”. Pero ahora ya me había reconciliado completamente conmigo mismo, me había vuelto fatalista, no me hacía ninguna ilusión sobre mí mismo, veía ese puñetazo como la prueba de que había seguido mi propio camino, mi propia inspiración, mis propios demonios (¡puaf!), si se me quiere ver como un traductor romántico, aunque yo no me considero como tal.

Nos invitaban juntos a mesas redondas para oírnos debatir. O para oírnos chismorrear, según cuenta el repulsivo y tan sobrevalorado Theo Oh. en Dos mitómanos en una isla desierta, que me niego a leer.

Que cada cual juzgue. Yo tengo mi propia versión, en la cual Carlo aparece como el energúmeno de los estrados, dispuesto a rugir apenas se le presenta la ocasión. Yo por mi parte hago siempre el papel del retador, en un registro ligero, egocéntrico, perplejo. Pero tanto de su lado como del mío nos interpelamos con golpes bajos. La verdad es que ese pobre Theo Oh., un tipo de una inteligencia tan grande (hay que reconocerlo) como morosa, no pilla ni una.

La última vez que nos habíamos encontrado en un estrado, Carlo me había dicho:

–Al cabo de diez años de amistad, tu juventud comienza a ser un ultraje para mí.

¿El final de la parranda? Él tenía 56 años y parecía más viejo, a pesar de su físico imponente, y yo iba para los 38 y seguía pareciendo más joven, a pesar de mi aspecto endeble. De mequetrefe, según él. Yo me veía a mí mismo a veces como una especie de joven viejo desde mi más temprana infancia (de lector, la única infancia que conocí). Era una ilusión, claro. Otras veces pensaba que la única madurez a la que aspiraba era la de morir sin edad. Otra ilusión. 

En cuanto a mi percepción extrasensorial, lo último que sabía era que la cuestión del alcoholismo de Poe se consideraba ya como una explicación sobrevalorada. Pero si Edgar no había conocido el delirium tremens, ¿en qué quedaba mi percepción extrasensorial? ¿Seguía siendo inclasificable, a pesar del diagnóstico de Becca?

Yo le había dado a leer a Christine, antes de su muerte, mi correspondencia con Becca para que me diera su opinión. Ella había encontrado esclarecedora la lectura de esas cartas. No era eso lo que me importaba.

–¿Le sigo pareciendo un caso conmovedor?

–Más que nunca.

Mi percepción extrasensorial no era el resultado de váyase a saber qué impulso metafísico inconfesable, ahí estaba la dificultad. Era eso probablemente lo que la hacía inclasificable. Nada que ver con la inspiración romántica de Edgar Poe.

Y sin embargo, incluso Carlo, que consideraba mi caso con el mayor escepticismo, se preguntaba si al fin y al cabo Becca no tenía razón.

–No es indispensable ser un lector de esas horribles cosas (quería decir cuentos) extraordinarias de Poe para pensarlo –había dicho.

Para Carlo, mi “inclinación”, como él prefería llamarla, hacía de mí una especie de voyerista. Un voyerista romántico. Carlo se empeñaba en ennoblecer mi inclinación con el rollo enfermizo de la palabra “romanticismo”.

–¡Pues sí, absolutamente!

Lo cierto es que temía por mí. Yo me estaba volviendo muy imprudente cuando veía a una mujer que leía una de mis traducciones.

–Un día de estos te vas a ver envuelto en una situación escandalosa –decía él.

–¿Una situación escandalosa? ¡Quiera el cielo que no pase de una quimera romántica!

–Que Dios te oiga, idiota.

Unos días antes de mi encuentro con Carlo en el tren que nos llevaba a Arlés, yo había ido a las oficinas del editor de Mis noches con Dostoievski. Debía entrevistarme con Petrikov, el antiguo agente de la kgb reconvertido en novelista de éxito. Petrikov estaba de visita en París para hablar de su nueva novela; iba a presentar la versión definitiva a su editor francés en pocos días, al mismo tiempo que al editor ruso. Había que ponerse a trabajar en la traducción lo más pronto posible; Petrikov estaba designado ya como ganador de un gran premio literario de la temporada editorial. Los dioses de un Olimpo en declive habían decido dar un gran golpe.

Cuando llegué, Petrikov estaba en reunión con Valérie, su editora.

–Conque a puerta cerrada, ¿eh? –le lancé a la secretaria, dándole la espalda inmediatamente.

Esta joven y bonita persona no es que esté loca por mí; creo que piensa que quiero echarle a perder su juventud, nada menos que eso. Despotrica de mí porque reniego demasiado (no tengo derecho a ser exigente). Va por ahí diciendo que mi gentileza es pura fachada, que en cambio soy un auténtico paranoico, un maniático, un perverso que busca volverla una chiflada…

Volví sobre mis pasos, hacia la sala de espera, al lado de los ascensores. Absorbido en la perspectiva de una querella inevitable con Petrikov, no le había puesto atención al llegar a la mujer que esperaba ahí. Leía Mis noches con Dostoievski. No había nadie más que ella y la recepcionista, de la cual se veía apenas la cabeza detrás del alto mostrador.

En un santiamén yo estaba sentado al lado de la lectora, que permaneció concentrada en la lectura, nada hubiera podido perturbarla. No resistí a la imprudencia de acercar aún más mi sillón al suyo.

No podía sospechar que se trataba de la mujer de Petrikov –su nueva mujer–. Carlo me había contado que era franco-italiana. A diferencia de Carlo, nunca me he interesado mucho en la biografía de los autores que traduzco.

Recientemente, Petrikov había enviado señales inquietantes. Exigía el derecho de control de la traducción de su nueva novela. Tal vez Carlo tenía razón, comenzaban los conflictos de mierda con este autor. Carlo sospechaba de la influencia de su nueva mujer franco-italiana. Podía querer intervenir en los asuntos de su marido escritor, a pesar de no hablar ruso. Según las informaciones de Carlo, la única palabra que conocía en ruso era “vodka”.

Hubo un estallido de voces en el pasillo.

–¿Cómo así que se fue? ¡Debió avisarnos que había llegado!

Era la voz de Petrikov.

–¡Yo había dicho que quería verlo sin testigos! ¡Valérie, esta secretaria suya es una idiota!

–Cálmese, Piotr. No debe andar muy lejos. Apuesto a que se ha ido a hacer pucheros en los servicios.

La voz rencorosa de la secretaria:

–“Hacer pucheros en los servicios”… Eso le va perfectamente.

Se acercaban. Todo ese alboroto y sin embargo la mujer que leía Mis noches con Dostoievski seguía absorta en la lectura. Yo en cambio comenzaba a tomar consciencia del peligro que se aproximaba. Me iba volviendo un hombre petrificado. Vi primero a Valérie, y luego ahí estaba Petrikov.

–Nunca sabremos qué fue lo que vio, ¿no es cierto? –dijo Carlo.

La cuestión seguía siendo pertinente. De todos modos, yo no lo iba a negar: ¿qué pudo haber visto para lanzarse hacia mí como lo hizo? No era como si se hubiera vuelto loco de rabia, parecía actuar con frialdad y cálculo. Yo seguía sentado al lado de su mujer, que ni siquiera había notado su presencia. Hice bien en quedarme sentado; Petrikov, sea como fuere, no estaba en la mejor posición para enviarme cómodamente su derechazo. Si yo me hubiera puesto de pie, su puñetazo me habría destrozado la cara. Me alcanzó en el ojo derecho. Yo apenas si desvié el rostro, como si lo hiciera para mejor ver venir el golpe. Curiosamente para mí, le presenté mi mejor perfil.

–El dios misericordioso de los traductores se apiada más de los editores y los autores que de nosotros –se quejó Carlo–. ¿Qué habría hecho Valérie si Petrikov te hubiera enviado a la morgue? Solo una mente retorcida como la tuya puede traducir las obscenidades y otras sandeces de Petrikov.

En un segundo, mi cabeza se había transformado en un crucero que acababa de chocarse contra un iceberg. Me hundí aún más en el sillón, la jeta abierta. Ignoraba que mi cerebro contuviera todas esas lámparas colgantes que amenazaban con sepultarme bajo un montón de reflejos de vidrio.

–No se preocupe, Piotr. Le vamos a encontrar un nuevo traductor.

Valérie me cantaba mi requiescat in pace. Era una especie de Madame Claude de casa editorial. La víspera me había garantizado que no cedería en cuanto a la cláusula “derecho de control”. Estábamos de acuerdo en que era una trampa de Petrikov. ¡Se empeñaba en que yo utilizara en su nueva novela la expresión “cara de hueva”! Yo me negaba.

Se produjo entonces un fenómeno extraordinario, y digo extraordinario porque no lo pude evitar: me puse a reír por lo bajo.

–¡Ah, el hijo de puta! –exclamó Petrikov–. ¡Lo había visto venir!

–¿Por qué cree que lo había visto venir? –dijo Valérie, esforzándose por mostrarse paciente–. Usted también está desvariando, Piotr. ¿Qué necesidad tenía de darle un puñetazo tan fuerte? Con una buena bofetada hubiera bastado para ponerlo en su lugar.

Petrikov se me acercó de nuevo, se inclinó hacia mí. Examinaba mi ojo magullado como si mirara a través del ojo de la cerradura de un calabozo de la Lubianka. Yo ya solo veía por mi ojo izquierdo, y a duras penas. Detrás de Petrikov, su mujer –el rostro descompuesto en una mueca aterrada– apretaba firmemente contra su pecho el ejemplar de Mis noches con Dostoievski que leía hacía un instante.

–¿Pero quién es?

Petrikov, que seguía inclinado examinándome, acabó por volverse hacia ella como si siguiera la dirección de mi mirada tuerta. Ahora los dos mirábamos en la misma dirección. La mujer de Petrikov acababa de enterarse de quién era yo y le hablaba a Valérie con voz irritada:

–¿De qué me estás hablando, Valérie? Piotr no me había dicho nada. Hubieras debido consultarme. No estoy de acuerdo, ¿está claro?

Yo sufría demasiado como para seguir creyendo que me estaba muriendo de la risa. Respiraba con mucha dificultad, como si lo hiciera por el ojo y como si esa cosa, mi ojo, fuera la boca de un pescado sacado del agua.

–Creo que trata de decir algo –rezongó Petrikov, echándome en la cara su escalofriante aliento de invierno ruso–. Bueno, pero habla, bobo, di algo. ¡Tampoco fue que te pegara tan duro! ¿Qué? ¿No estás a gusto?

Valérie se inclinó hacia mí preocupada, ahora que sabía que tendría que seguir conmigo.

–¡Ay, carajo! –se lamentó–. ¿No es capaz de decir ni una palabra?

Yo creía ingenuamente que estaba luchando por concentrarme en una palabra. Una sola palabra, me oía decir en mi mente. De hecho, lo que estaba era rezándole a mi ángel de la guarda –que prefiero al Charon de los griegos–. Me pregunto si cuando llegue el día de mi muerte mi mente será igual de crédula. Sea como sea, mi oración fue atendida. Pude articular casi una diatriba:

–¡Vodka para mí también!

Enseguida, con el alma en paz, ya estaba dispuesto a cerrar el otro ojo, cuando sentí un aliento fresco y embriagador en mi oído. Lo mejor estaba por venir:

–Usted me está arruinado la vida.

 

ACERCA DEL AUTOR


(Cali, 1952). Escritor y traductor. Ha vivido en Londres, Madrid, Barcelona y Chicago. Está radicado en París desde 1979. Ha publicado en varias ocasiones en El Malpensante.