Verano

Una pausa, mar, sol y anaqueles repletos de malos libros sirven como pretexto para dedicar este elogio al arte de hacer nada.

POR Andrea Palet

Enero 27 2021

"Todos los días son vísperas de algo."

JORGE DÍAZ

 

Ayer fue el día en que mi asueto veraniego tuvo la indecencia de llegar a su fin. Como todavía me encuentro en estado de negación, con el cerebro bronceado y la virginidad más completa acerca de lo que pudo haberle ocurrido al mundo en este lapso, no he sido capaz de escribir sobre alguna “cuestión palpitante” y tendrán que resignarse a leer, como legañosos profesores de primaria a la vuelta de clases, una composición sobre las vacaciones.

Las mías fueron de un mes completo, y la catalepsia mental en que sigo sumida debe tener que ver con que, por una vez, me las tomé en serio y no usé las horas del verano para editar algo ni para leer manuscritos ni para revisar los apuntes del libro que nunca voy a escribir; tampoco para tejer o retapizar o adelgazar, todos asuntos importantísimos que vivo posponiendo para cuando tenga tiempo. No, me fui tan completa y dedicadamente de vacaciones que las escasas veces que me asomé al correo electrónico veía los mensajes pasar con una abulia total, como si fueran para otra persona. “Lo siento –decía mi otro yo–, por mí te respondería, ya sabes que soy una contestadora patológica de e-mails, pero hoy algo me lo impide”. Qué esponjosidad se siente, debería hacerlo más a menudo.

¿Qué hice? Pues nada, de eso se trata. Por desgracia no me cuento entre las personas con energía que preparan excursiones, trazan itinerarios, se trasladan con equipamiento, conocen ciudades, se fijan metas para el viaje y consideran un triunfo volver agotadas porque eso significa que han aprovechado muy bien el tiempo: han llegado a lo más alto de un monte, han hecho mil quinientas cuarenta y ocho fotos, han conseguido una ganga con aspecto precolombino, han aprendido a hacer surf, se han amigado con el nativo sociable (siempre hay uno). No es que reniegue de la vacación exótica, no es que nada de eso me interese (el surf me interesa), pero digamos que soy inmune al fervor deportista de los demás, o más bien que tengo un pequeño problema con la idea de movimiento. Siento una atracción fatal por las superficies mullidas y horizontales, por la morosa siesta sin culpa, esa que se acomete tendidos de través en una cama probablemente ajena y por eso mismo incitante y placentera; siesta gloriosa de la que no nos levantaremos sino muchas horas después, con la camiseta toda arrugada, un hilillo de baba en la almohada y una sensación insólita y extravagante de felicidad.

Las vacaciones son el reino de lo extemporáneo. Una ventana de placidez moral que te permite ver películas de Jerry Lewis, por ejemplo, con o sin el bobo de Dean Martin, o darte duchas eternas mirando cómo la arena molestosa se despide de tus pliegues para irse coquetamente por el desagüe. El único momento en que no me importa proceder al lento y tribal despioje de niñas con el pelo muy largo y enredado. El tiempo de caer en la tentación suicida del tostado corporal, ese espanto dermatológico que tan bien nos sienta a las que no calificamos para Reina de las Nieves.

La sola perspectiva de aburrirse a conciencia, de aburrirse por el eclipse de la ansiedad, de aburrirse como cuando era niña y me mandaban tres meses al sur, me parece un panorama espléndido. Para eso, es un requisito no hacer demasiadas cosas. El ritmo desusado y esponjoso del verdadero ocio veraniego requiere solo dos empeños, proclamo: en cuanto a las conversaciones, se debe hablar siempre de lo más nimio o de lo más solemne, pero nunca del término medio en que nos vemos enfrascados el resto del año; y en cuanto a las preocupaciones, deben restringirse a las picaduras de abeja y a pensar desde el desayuno qué vamos a cocinar para la cena. Pues las verdaderas vacaciones son aquellas cuyos problemas surgen exclusivamente del hecho de hallarse de vacaciones: problemas como el fulgor y muerte de un flotador pinchado, la carencia de pilas para linternas, el misterio de la vida, la fecha de vencimiento de los yogures, una verdad dicha después de veinticinco años, un desacuerdo sobre la triste historia de los templarios.

Y están los libros. El placer autista de contemplar cómo suben y bajan los dos montoncitos que llevamos, el de los leídos y el de los que todavía no. O, si estamos en una casa que no es nuestra, la compulsión curiosa por explorar el material de lectura de los ausentes. Allí es cuando se descubre que el enunciado aquel tan razonable de “por sus libros los conoceréis” no funciona en las casas de playa. Que la biblioteca se asiente en una combada repisa de pino o en un imponente mueble heredado nada implica, tampoco la profesión o edad de los anfitriones: en la costa todo el mundo tiene los mismos libros. Por lo general son pocos y malos, porque las casas de playa son el reino de los almanaques de 1985, los libros Guinness, los de dietas, los horóscopos y los pseudomísticos como El tercer ojo, El vendedor más grande del mundo y Juan Salvador Gaviota. A la playa fueron a parar las encíclicas de Juan Pablo II y aquellos misceláneos con logos de empresas cuya vacuidad parece justificar el trabajo de Greenpeace: ¿qué es tanto papel perdido sino un desastre ecológico irreparable?

Ajándose en la playa medra la hilada basura de Sidney Sheldon, Rod Serling o Irving Wallace, y en general los superventas de años pasados. El Código Da Vinci, por supuesto, ya está confinado al olvido marino, junto a éxitos empolvados como Archipiélago Gulag, o Eminencia de Morris West, Odessa de Forsyth, Éxodo de Leon Uris o Aeropuerto de Arthur Hailey. (Era mejor la Mujer piloto, de Robert J. Serling, que también era malo, en todo caso.)

Libros que avergüenza tener en la ciudad (y si es así, ¿para qué los compran?), donde lucen mejor las obras del Nobel o las latas intragables del científico-tirano-víctima Stephen Hawking (o “Anthony Hopkins”, como dijo en un lapsus memorable una de las protagonistas de un reality aquí en Chile). Lo que nos lleva a una pregunta ociosa: ¿por qué nadie tira jamás un libro a la basura? Títulos como estos no deberían infligírsele ni a la peor bestia enemiga, pero nadie comete esa otra herejía. En cambio los llevan a la playa, para que se ensarte otro incauto. Una teoría alternativa es que el ambiente relajado de las casas de descanso, donde manda el deseo y no la ley –el placer y no la obligación–, es el lugar preciso para los libros que satisfacen nuestros más bajos instintos, siendo la tontera el más bajo de todos, por supuesto.

Sabrán que exagero. Es otra prerrogativa de las vacaciones: mentir y que no sea grave. La verdad es que encontré y tomé prestado al menos un título estupendo, La acompañante, de Nina Berberova. “La acompañante” y “El lacayo y la puta”, los dos relatos que traía, me parecieron parcos, melancólicos y salobres, perfectos para el ánimo moroso y lo bastante breves para no interrumpir nuestra interminable discusión sobre si comer pizza o pescado. Ni siquiera lo saqué de la casa, por no llenarlo de arena.

ACERCA DEL AUTOR


Andrea Palet

Dirige el Magíster en Edición de la Universidad Diego Portales. Tiene una editorial que se llama Libros del Laurel