Paraguas

Breviario

POR Ángel Unfried

Enero 27 2021

 © Estudio Caligari

En la ciudad de donde vengo la lluvia lo detiene todo. Al sentir el golpe de las gotas sobre el techo, los barranquilleros volvemos a acomodar la cabeza sobre la almohada hasta que escampe; nuestras madres, temiendo que suba el voltaje, desconectan los electrodomésticos —aunque inevitablemente habrá un apagón después de unas pocas gotas—, barren las terrazas y sacan las basuras para arrojarlas a las calles donde serán arrastradas por los arroyos; nuestros hermanos menores y tíos desempleados salen corriendo descalzos y descamisados a jugar bola ’e trapo bajo el aguacero. En definitiva, no es exacto afirmar que la ciudad se detiene, es más preciso decir que se mueve a una velocidad tan extrañamente presurosa, torpe e indiferente como el curso de sus ríos urbanos que avanzan hacia las casas medio derrumbadas e inundadas por la tormenta, y después arrastradas por la basura y la corriente.

En Bogotá no es así. Aquí el cielo se cae a pedazos en gotas pesadas sobre la sabana —a pesar de los siempre fallidos pronósticos de Max Henríquez— y la vida sigue su ritmo feroz como si nada pasara. La velocidad aumenta en las calles; las oficinas y colegios siguen sus actividades normalmente; los buses continúan matándose pero ahora, además, arrojan los charcos de las calles sobre los transeúntes. El frío es paralizante y el sonido de la lluvia adormece, pero de todas maneras hay que trabajar y nadie se baña bajo un chorro, nadie juega al otro lado de la ventana, sólo avanzan tratando de proteger sus cabezas de la lluvia bajo sus paraguas.

En cada esquina del centro de la ciudad un hombre ofrece estos artefactos de plástico y metal gritando su nombre a viva voz y haciéndolos girar bajo la lluvia. ¡Paraguas! Los he visto desde mi infancia, siempre admirado por su forma de hongos que se abren repentinamente al estirar su tallo. Yo no tengo uno. Nunca lo he tenido y algo en mí se resiste a comprarlo a pesar de que la lluvia gobierne mis actos desde hace varias semanas.

Aquí, el hombre de la esquina hace girar uno de cuadros negros y rojos; una adolescente de jeans rotos, zapatos verdes y tetas grandes corre entre los charcos bajo un paraguas amarillo con cara de patito; un viejo barbón con bufanda y cara de poeta venido a menos camina lentamente protegido por un paraguas vinotinto con una marca de café impresa en la superficie impermeable. En Tokio son transparentes y de uso público; hace cuatro siglos, en Londres, casi todos eran negros; hace dos mil años pasaron de proteger del sol en Asia y el norte de África a cubrir de la lluvia y ser señal de estatus en Grecia y Roma; hace 2.400 años ya existían en China, y yo sigo sin tener uno.
La estructura y diseño de los primeros paraguas chinos no han sufrido modificaciones sustanciales desde entonces. En el Zhou-li, uno de los tres libros que registraron tradiciones y rituales de la antigua China, el paraguas es descrito como “un objeto conformado por 28 varillas arqueadas, cubiertas por una tela, y unidas a un palo de madera que puede deslizarse dentro de un cilindro hueco, plegando las varillas y cerrando el objeto”. Esta descripción encaja perfectamente en la del paraguas que lleva el tipo con cara de poeta. La diferencia radica en que este hombre, que hoy se siente muy elegante con esa especie de bastón colgando de su antebrazo derecho, no hubiese podido tener uno de éstos en la China antigua en donde eran de uso exclusivo de la realeza.
Tanto para los chinos como para los egipcios, asirios y persas, el complejo artefacto era utilizado primordialmente para proteger del sol y no de la lluvia. Para esta distinción funcional nuestra lengua española cuenta con dos vocablos de uso común: sombrilla y paraguas; aunque para efectos prácticos son casi la misma vaina: nadie dejaría de abrir una sombrilla bajo el aguacero, avergonzado porque sus colores vivos remitan a climas más benignos y recuerden los paseos de Fermina Daza por un parquecito cartagenero, a menos que la sombrilla sea de tela y encaje, en cuyo caso es mejor quedarse en casa o en el siglo XVII.
Las damas francesas de esa época retomaron las sombrillas en sus paseos, pero este uso fue mucho menos frecuente en Inglaterra, donde el sol asoma escasamente. La incursión del paraguas bajo los cielos grises de Londres dio preeminencia al uso para la lluvia, por encima de la defensa ante el sol, y supuso la persistencia del color negro, que diferenciaba a los paraguas de las coloridas sombrillas. Quizá por eso los anglosajones sólo utilizan la indistinta palabra umbrella (del italiano “sombra”) y los franchutes deben conformarse con la inequívoca parapluie, para referirse al artefacto, independientemente de su función, aunque ambos cuenten con el vocablo parasol, prácticamente en desuso o referido a una estructura estática para las mesas, como en nuestro idioma.
En estos primeros años en Europa, el uso del paraguas era poco frecuente y exclusivamente femenino —incluso en los casos de los pocos hombres que se atrevían a usarlo, como Oscar Wilde, por ejemplo—. En sentido estricto, podría afirmarse que los hombres de verdad usaban abrigo.
Los primeros paraguas ingleses eran de seda, y cuando se mojaban era prácticamente imposible abrirlos o cerrarlos —por esto era recomendable no mojar el paraguas—. En 1787, un comerciante de Cheapside comenzó a producir paraguas económicos, retráctiles, de bolsillo, fabricados con materiales más livianos y prácticos.
Al popularizarse por toda Europa, desde comienzos del siglo XIX, el paraguas no sólo estaría al alcance de todo aquel que pudiera pagarlo, sino que también abandonaría su exclusividad femenina, pero continuaría siendo una señal de distinción y estilo —un poco afeminado aún—; además, ahora podía mojarse con la lluvia, recogerse y guardarse, sin la preocupación de no poder volver a abrirlo.
Los escasos cambios entre el modelo chino de hace 2.400 años y la obsoleta armonía simétrica del tradicional esqueleto metálico, cubierto de una capa sintética que se extendió por la Europa de las ladies y los dandies, dieron un salto repentino hace pocos años con el revolucionario Lotus 23. Este diseño del estudiante Andy Wana fue el ganador del Australian Design Award en 2005. Cerrado, el Lotus 23 parece un tentáculo de un organismo extraterrestre con un ojo en el extremo; al girar este ojo, el paraguas despliega una superficie sutilmente convexa que justifica el nombre del diseño, por su supuesta semejanza con una flor de loto.
En el Lotus 23, la “jota” del mango del paraguas tradicional ha sido reemplazada por curvas ergonómicas. Una estructura flexible y resistente ocupa el lugar de las actuales varillas rígidas que se deforman con la brisa y que quedan inservibles después de tres aguaceros. Estas modificaciones evidencian una evolución necesaria que sólo cobra sentido al ser mirada hacia atrás, pero que es recibida con temor al mostrarse excesivamente novedosa ante nuestros ojos malacostumbrados a la tradición —o a la belleza simple— y resistentes a los cambios.
Después de todo, para qué nuevos paraguas si la lluvia sigue siendo la misma desde antes de que existieran; y los niños de la costa siguen pateando un balón entre líneas diagonales de agua; y los cachacos continúan estrellando sus pasos contra ese montón de asteriscos blancos que son los aguaceros urbanos sobre el concreto, mientras buscan refugio bajo la carpa exterior de alguna tienda o caminan pausadamente dibujando círculos de colores entre la diversa uniformidad de sus paraguas; y yo extraño mi Venecia turbulenta en que la lluvia es un alivio al calor, a diferencia de este páramo gris en que es necesario cubrirse la cabeza para escapar de la pulmonía.

ACERCA DEL AUTOR


Ángel Unfried

Fue director de la revista El Malpensante. Ha colaborado en Diners, Shock, Bacánika, La República y El Heraldo. Editor y relator de varios talleres de la FNPI.