Dostoievski y el mal carácter parisino

De orígenes distintos y separados por casi un siglo, Saul Bellow y Fedor Dostoievski vivieron el lado más lúgubre de una ciudad que para muchos resulta luminosa. Una lectura de Notas de invierno revela las versiones coincidentes de París para estos dos extranjeros.

POR Saul Bellow

Enero 27 2021

 

 © Camerique  • Corbis

 

Alquilar un apartamento en París no era fácil en 1948, pero un buen amigo mío, Nicolaus, nos había encontrado uno en la “orilla derecha”, en un edificio bastante recargado. Yo me había comprado una nueva máquina de escribir portátil, marca Remington, que la casera insistió en pedir como regalo. También tenía que cobrarme el alquiler en dólares. Los francos no servirían. Era un robo. Nicolaus, sin embargo, decía que el apartamento lo valía. Él conocía París y yo acepté su palabra. Nicolaus hablaba francés perfectamente. La gente de Indianápolis aprende francés de forma natural: es algo que he observado una y otra vez. Era el francés perfecto, siempre llevaba un par de guantes y conducía un coche francés. Se irritó conmigo cuando le pregunté a mi casera cómo podía deshacerme de la basura en aquel apartamento.

 

–En Francia –me dijo severamente, deteniéndome en el comedor– ningún hombre haría nunca esa pregunta. La basura no te concierne. No tienes ni que saber que existe. Además, “desperdicios” no es una palabra agradable.

–Oh –dije–, lo siento. Supongo que no tenía que haberlo preguntado.

La casera sacó su inventario. Un documento extraordinario. Un catálogo de cada objeto que había en la casa, desde la silla Chippendale hasta la taza más mezquina, descritos con rígidas, copiosas letras verticales. Comenzamos con la lista, y recorrimos desde la habitación de la señora, un boudoir de flapper de los años veinte, hasta la cocina. La señora leía la descripción y me mostraba cada artículo: “Mesa de comedor. Estilo Imperio. Condición excelente. Arañazo triangular en el lado izquierdo. Sin otro defecto”. Acabamos en la cocina con tres miserables cucharillas de latón.

–Ah –dijo Nicolaus–, qué sentido del detalle tienen los franceses.

Yo estaba menos impresionado, pero uno debe respetarse a sí mismo y no le contradije abiertamente. Apenas la señora se fue, di una voltereta sobre la silla Chippendale y aterricé en el suelo con estruendo. Esto me alivió el corazón por un tiempo, pero en tratos subsiguientes con esa señora y con otros franceses no siempre pude aliviarme de esa manera.

Deprimido y con mi espíritu hundido, habité entre las obras de arte de la casera aquel frío invierno de 1948. La ciudad descansaba debajo de la niebla y el humo no podía subir y circulaba por las calles en corrientes pardas y grises. Un antinatural olor a medicina emanaba del Sena. Mucha gente sufría de gripe española –todas las enfermedades son de origen extranjero– y muchos más de melancolía y mal humor. París es la sede de una humanidad muy desarrollada y por ello uno puede presenciar formas muy desarrolladas de sufrimiento. Presenciar y a veces experimentar. La tristeza es una carga diaria que la civilización impone sobre París. ¿El gay París? ¡Quiá! Mera publicidad. París es una de las ciudades más lúgubres del mundo. No les pido que acepten mi palabra. Acudan a Balzac y Stendhal, a Zola, a Strindberg –o al mismo París–. Nicolaus decía que los parisinos eran celebrados por su carácter agrio. Declaró que sería mejor que aprendiera a aceptarlo en vez de criticarlo. Él mismo era un conocedor del temperamento parisino. Me dijo que yo carecía de la distancia necesaria. Frente a esa acusación confesé y me declaré culpable. Yo era un mezquino visitante y, sin importar cómo se me juzgase, un turista inferior.

Una vez intenté enseñarle a una señora de Chicago la vista del Foro desde la Roca Tarpeya. Ella acababa de llegar de Florencia y estaba insoportable; no dejaba de hablar de sus maravillas incluso cuando estábamos allí, de pie, delante de aquella vista. Me irritó profundamente y me dije: “Maldita sea. Ya sé que ha estado en Florencia. Le creo. Pero ahora está en la Roca Tarpeya”. Le dije: “¿Sabe lo que solía pasar allí?”. No pareció oírme. Contestó con un comentario sobre la Signoria que, por un instante, me hizo querer despeñarla como a uno de los malhechores de la Antigüedad. Pero era injusto con ella. ¿Cómo podía meditar acerca del Foro cuando aún no había acabado de absorber la Signoria?

Pero iba a hablar de la historia de mi primera lectura de Notas de invierno sobre impresiones de verano.

Mi hijo cayó enfermo de sarampión. Nuestro larguirucho doctor observó que el apartamento no estaba lo bastante caldeado. “Debe calentar la habitación del niño”, dijo, y rellenó una petición formal para una ración urgente de carbón. Me puse el abrigo y llevé el papel hasta la alcaldía de nuestro distrito, tal y como me instruyeron. Allí me senté y esperé, como espera uno en las oficinas gubernamentales de todo el mundo.

Una gran habitación sucia. Sombras de alambrada. Luces cegadoras. Varias señoras en una mesa oficial, cada una de ellas la imagen exacta de Colette, con sus mejillas otoñalmente rojas, sus cabezas tupidas, pequeños cigarrillos pardos entre los labios –un funcionario francés al que le falte el cigarrillo no es un auténtico funcionario–.

Durante una o dos horas esperé mi turno, y cuando llegó expuse mi caso de la manera más simple que pude y presenté la nota del doctor: confiadamente esperé recibir la ración de carbón.

“Ah, non!”, me dijo la Colette número uno. La orden del doctor estaba escrita en un impreso de receta regular, mientras que el destinado a las órdenes de carbón era un impreso especial, muy similar pero no idéntico al de las recetas. El de verdad tenía perforaciones en el lado izquierdo.

¿Las señoras no creían que mi orden llevaba la firma del doctor? ¿Pensaban que la había falsificado? No necesariamente, dijo la Colette número dos. Sin embargo, no podían hacer nada porque no era el impreso correcto. Podían dar raciones urgentes de carbón solo ante la presentación de la ficha perforada. La rougeole no las impresionó, aunque me enorgullezco de haber pronunciado la palabra correctamente. Por la expresión en la cara de la Colette número tres supe que el carbón no me sería concedido, y regresé a la calle lluviosa diciéndome a mí mismo en francés que compraría mi carbón en el mercado negro.

Fue el mismo día que encontré en los kioscos cerca de Châtelet un libro de Dostoievski titulado Le Bourgeois de Paris –el título francés de Notas de invierno– y me senté en la habitación ilegalmente calentada, oliendo el pegamento que mi hijo usaba para sus muñecos de papel, y lo leí ansioso, por momentos incluso desaforadamente. Sus prejuicios tendrían que haberme ofendido, pero a pesar de ello fui incapaz de reprimir algunas expresiones de satisfacción y acuerdo. Yo también era un extranjero y un bárbaro de una tierra vasta y atrasada. Y uno es más extranjero en Francia que en otros países. Y uno es más extraño en Francia que en cualquier otro país. A los norteamericanos les resulta difícil creer que los extranjeros son inalterablemente extranjeros, ya que han visto generaciones de inmigrantes convertirse en norteamericanos. Las viejas culturas son impermeables y exclusivas; ninguna lo es más que la francesa. Quisiera aclarar que no he acumulado irracionalmente toda la culpa sobre Francia. A menudo me dije: “¿Tan solo porque has pagado el precio de admisión, y has venido con tus torpes afectos en el corazón y dólares en tu bolsillo, esperas que esta gente te abrace y te lleve a su casa? Debes darte cuenta de que tienen otras preocupaciones más importantes. Tan solo hace tres años Hitler deportaba a miles de ellos, ejecutaba rehenes. Una guerra tuvo lugar aquí mismo, probablemente la más atroz de la historia. Y ahora los comunistas están tratando de arrastrar a Francia hacia Rusia. Estados Unidos tira del otro lado. Llegan ejércitos de turistas. ¿Y tú antepones tu ego irrelevante?”.

Sin embargo a medida que leía las Notas de invierno me daba cuenta de que, para unos ojos extraños, los franceses de 1862 no eran sustancialmente distintos a los de 1948. Las grandes guerras no les habían traído muchos cambios. Si las guerras pudieran traer cambios sustanciales, ¿no estaríamos todos profundamente cambiados? Si la muerte y el sufrimiento tuvieran el poder de enseñarnos, ¿no sería este siglo más sabio que el de nuestros padres? El duro, terco hombre, por desgracia, no se corrige fácilmente a sí mismo, olvida lo que ha sentido y visto.

Algunas de las severas críticas de Dostoievski me molestaron por su dureza. Es desagradable como solo puede serlo un gran radical. Al recordar lo evasivo que había sido cuando los soldados del zar mataron patriotas polacos, me desagradaron sus conceptos eslavófilos. Y, también, como lector judío, difícilmente puedo olvidar su antisemitismo.

Sin embargo, es esencial recordar que Dostoievski fue exiliado a causa de su participación en la “conspiración” de Petrashevski. Los ídolos de ese inmaduro y probablemente inofensivo grupo de jóvenes eran los radicales franceses –Saint-Simon, Fourier y Cabet, entre otros–. El grupo dio un banquete para celebrar el cumpleaños de Fourier. Dostoievski, en consecuencia, no era un vulgar turista ruso en París. Había sido condenado a muerte; la sentencia fue conmutada por el exilio siberiano y ese exilio había concluido recientemente. Así, pues, fue severamente castigado por su adhesión a los ideales franceses y occidentales, y procedió, en consecuencia, a examinar el derecho europeo de enseñar y orientar a los jóvenes rusos.

Sería cándido ignorar que Dostoievski ya había juzgado a Europa (la equidad no es precisamente su rasgo más distintivo) y, además, no es fácil condenarlo. Pero es cierto que formó a priori sus opiniones sobre Europa; ya había caído bajo la influencia eslavófila, y en Londres visitó a Herzen, el más importante de los exiliados rusos en el Viejo Continente. Algunas de las opiniones de Herzen están reflejadas en estos artículos. Desgraciadamente para el progreso de la humanidad, no son siempre los imparciales quienes tienen la razón. Dostoievski encontró en Francia, Inglaterra y Alemania lo necesario para apoyar sus prejuicios. La Francia burguesa fue la que despertó su odio más profundo. No hay ninguna nación en el mundo que no contradiga sus más elevados principios de forma cotidiana, pero la contradicción francesa era la peor para él, porque Francia alardeaba de ofrecer al mundo un liderazgo intelectual y político.

Examinando los grandes lemas de la Revolución Francesa, Dostoievski declaró que la libertad en Francia era propiedad de aquellos que tenían un millón de francos: 

Cada francés podría y debería considerar la igualdad frente a la ley, tal y como se pone en práctica, como un insulto personal. ¿Qué queda de la fórmula? Fraternidad. Esto es una cosa rara y, debe admitirse, sigue siendo el tropiezo clave de Occidente. 

El occidental habla de fraternidad como de la gran fuerza motivadora de la humanidad, y no comprende que es imposible obtener fraternidad si no existe en la vida real... Pero en el carácter francés, y en el occidental en general, no está presente; encuentras en su lugar un principio individualista, aislado, de intensa autodeterminación del yo, de oposición de ese yo a toda la naturaleza y al resto de la humanidad como un ente independiente y autónomo enteramente igual y equivalente a todo lo que existe fuera de sí mismo.

Es la forma occidental del individualismo la que ofende a Dostoievski. Él invoca un individualismo más alto, en el que el deseo de amor fraternal es natural, un individualismo sin pretensiones y sacrificado. 

Comprendedme: de manera voluntaria, un sacrificio consciente a plenitud, completamente libre de cualquier presión exterior, el sacrificio del ego entero en beneficio de todos, es en mi opinión un signo del desarrollo supremo de la individualidad, de su supremo poder, del absoluto autocontrol y de la libertad de la voluntad. 

En cualquier otra parte, y especialmente en Los hermanos Karamazov, Dostoievski plantea la cuestión que inevitablemente se deriva de esa actitud. ¿Qué tan cristiana puede ser una civilización? Y, como compete a un artista, se responde con preguntas aún más profundas. Pero su severidad hacia los franceses nunca se relaja. En el carácter burgués francés ve la traición de las mayores esperanzas de la Edad Moderna.

En las Notas de invierno es donde aparece por primera vez su antagonismo hacia los franceses. Culmina en su exagerada sátira de “Bribri y Mabiche”, un asunto tan divertido como feo. Las críticas sociales de novelistas y poetas a menudo contienen suposiciones ocultas. Los poetas desean ver un principio poético en la acción humana, pero no siempre se ven gratificados por los efectos de la literatura en la conducta social. Dostoievski aborrece los motivos literarios burgueses y la idolatría de la cultura.

¿Qué pasa cuando la literatura se convierte en parte de la vida nacional?

Yo mismo no sabía si aplaudir o llorar cuando vi colocado en una estación de París el anuncio de un debate sobre Racine, organizado por la policía del distrito. ¡Flics! ¡Cops! Ya ves. ¡Y Racine! Debo admitir que me regodeé ante esto. Maravillosa esta Francia en que hasta los maderos disfrutan de sensibilidad. Y sin embargo, lo penetrante del interés literario no siempre era agradable. Mi dentista deseaba sinceramente discutir una aburrida obra de Camus llamada Los justos y la última novela de Sartre.

En el bulevar Saint-Germain se mostraban unos abigarrados pañuelos de seda inscritos románticamente con los nombres de Jean-Paul y Simone. A menudo me parecía que los parisinos actuaban exactamente como un gran reparto de personajes. Baudelaire se queja en Mi corazón al desnudo de que todo el mundo en Francia se parece a Voltaire.

Una gran civilización siempre distingue, encuadra, separa, imprime un valor sobre sus miembros. Así, la cara parisina está encuadrada, distinguida individualmente. La tarea histórica de una civilización es rehacer el mundo. Para un francés el mundo francés es el mundo. No es concebible de otra manera. ¿Quieres ver un esquimal? Vete a la Enciclopedia Larousse. Allá podrás verlo tal y como es. No puede ser de otra manera. En un día fatigosamente cálido en París un comerciante me dijo: “La chaleur est plus brutale chez vous” (“el calor es más brutal en su país”). Nunca había estado chez moi (en mi país), pero no necesitaba salir de París para saberlo.

Pero ahora los estables cielos han sido rasgados desde abajo. Arriba hay un caos que el orden francés no puede tolerar. El mundo ha crecido, horriblemente. Los muros han caído. La vieja estabilidad se ha convertido en amargas cenizas, y la fisonomía parisina se ha llenado de ironía y cólera.

Estas son las circunstancias que arrastran consigo las características más profundas de una cultura. Aunque concedamos exclusividad a un criterio cultural, no todas las culturas son igualmente exclusivas. En todas partes hay reconocimientos naturales y humanos que se superponen a lo cultural. Es la cultura más grande la que permite una mayor latitud a ciertas necesidades y simplicidades humanas.

Recordemos que fue como periodista que Dostoievski escribió las Notas de invierno. Estos artículos se publicaron en una revista llamada Vremia y fueron leídos por la mayoría de los rusos educados. Nuestro periodismo norteamericano de hoy en día es muy distinto. Grandes organizaciones nos preparan su versión de los hechos. Para esa tarea emplean a una gran cantidad de policías-reporteros. Y cuando el material reunido por esos reporteros llega, es procesado en el despacho editorial. Y entonces se nos alimenta con una sustancia homogénea llamada información, creada por expertos, algunos de los cuales simulan una forma personal. Rara vez a los hombres de talento y educación se les permite comunicar con sus propias palabras su sentido de la realidad. No. En nuestros tiempos burocratizados, si una actividad no es corporativa resulta sospechosa.

Lo que leemos en nuestros grandes periódicos y revistas es una mezcla artificial, preparada para apaciguar nuestros deseos de estar informados.

Las Notas de invierno son a menudo destempladas, peor que injustas o incluso frívolas. Con su candidez usual, cómica y cruel, Dostoievski concede que sus observaciones pueden ser ácidas y enfermizas, y una de sus características es que no oculta sus prejuicios. Para él la revelación de prejuicios es un paso hacia la verdad. “Buenos” principios nos tientan para que escondamos los malos sentimientos y mentiras. El liberalismo, ya sea oriental u occidental, es habitualmente decepcionante. “Mostrémonos como somos –dice siempre Dostoievski–, con nuestra crudeza natural. Sin disfraces”.

Este es uno de sus principios más importantes, y Dostoievski le es especialmente fiel. Puedes estudiar sus opiniones sobre muchos temas en el grueso, loco, rabioso, vengativo, fulminante libro llamado Diario de un escritor. Esa colección de sus enseñanzas periodísticas se alimenta muchas veces de su creciente amargura hacia Europa. Los europeos no pueden comprender a Rusia, dice. Incluso aquellos que intentan “comprender nuestra esencia rusa” lo hacen en vano; “fallan con mucho a la hora de comprender…”.

Sin embargo, Dostoievski se consideraba un cristiano practicante. El historiador de la literatura D. S. Mirsky habla de la “naturaleza pragmática de su cristiandad”. Una declaración de ese tipo, sobre un hombre que confiesa libremente su odio hacia franceses, alemanes y polacos, nos obliga a detenernos. La cristiandad nos obliga a amar a todo el mundo. Los no cristianos han comprendido desde hace tiempo la dificultad de seguir esa obligación al pie de la letra. Es casi innecesario decir que los cristianos también. Si empleo la palabra “casi” es porque la mezcla de nacionalismo y cristiandad no es fácil de comprender. ¿Era Dostoievski capaz de amar más a los rusos porque detestaba a los alemanes? ¿Es tal vez necesario fijar un límite a la cantidad de gente que uno puede intentar amar? No parece sorprender a los lectores modernos, conocedores de la psicología del siglo xx, que el poder del odio aumente también el poder de amar. El duque de Saint-Simon dijo hace tiempo que el amor y el odio estaban alimentados por un mismo nervio. Ese mismo pensamiento es expresado claramente por William Blake. Dostoievski no lo ignoraba. Pero sus opiniones personales no eran racionales. Como artista era, a la vez, irracional y sabio.

Una cosa rara: cuando Dostoievski, hacia el final de su carrera, se carteaba con el infame reaccionario Pobedonostsev, mencionó una vez el problema con que se enfrentaba en la composición de Los hermanos Karamazov. Ya habían sido escritos los capítulos en que Iván dudaba sobre la existencia de la justicia divina, en que acusaba a Dios, se ofrecía a devolver su “recibo” al Creador, y narraba su fábula sobre el gran inquisidor. A través del padre Zózima, Dostoievski estaba a punto de comenzar a contestar los argumentos y acusaciones de Iván. Esperaba –decía– poder contestarle artísticamente. Contestar artísticamente sería hacerle justicia, respetar unas proporciones y armonías con las que periodistas y polemistas no tienen que molestarse. En la novela el escritor no puede permitirse ser ácido, enfermizo, cruel, destemplado y arbitrario. Esas salvajadas son domadas por la verdad.

La verdad, dijo Tolstói en la conclusión de Sebastopol, era el héroe de su novela. En esto los dos maestros de la novela rusa estaban completamente de acuerdo.

ACERCA DEL AUTOR


Saul Bellow

Premio Nobel de Literatura de 1976, es el autor de las novelas 'Herzog' y 'Las aventuras de Augie March'.