El cartel suizo de Stephan Bundi

Por Karim Ganem Maloof y George Lozano

 

El reconocido diseñador gráfico estuvo en el país durante el Ciclo de Conferencias de las Artes que organiza la Universidad Nacional. El Malpensante habló con él sobre su obra, expuesta en una retrospectiva en el Museo de Arquitectura Leopoldo Rother, sobre el oficio de hacer carteles, la actualidad del diseño gráfico y los desafíos que implican las nuevas tecnologías.

POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021
Bundi

 

Cada elemento del atuendo de stephan Bundi parece elegido con minucia: pantalones negros de talle medio, perneras que caen con precisión milimétrica sobre sus zapatos de cuero. Lleva una camisa, también negra, abotonada hasta arriba. Un mechón de pelo rubio peinado con esmero cubre la blancura de su coronilla para disimular la calvicie. Mientras transcurre la entrevista, sus ademanes sosegados recuerdan el precepto de Carreño que prohibía tocarse el cuerpo en público: sobre la mesa, las manos del diseñador suizo permanecen quietas la mayor parte del tiempo, y al moverlas lo hace con tal sutileza que parece haber acabado de tomar su capuchino sin siquiera tocar la taza.

 

 

 

A sus 65 años, Bundi luce la misma sobriedad y elegancia imposibles de ignorar que caracterizan su trabajo como diseñador. El recorrido que le ha llevado a granjearse un nombre vinculado a la actualidad del cartel y un reconocimiento en el medio académico suma ya más de tres décadas. Sus años de formación transcurrieron en la agencia Young & Rubicam, en Berna, experiencia que luego complementó estudiando ilustración y diseño de libros en la Academia de Bellas Artes de Stuttgart. Desde entonces se ha movido en terrenos variopintos y aparentemente contradictorios: ha diseñado libros y creado identidades gráficas, ha trabajado para la ópera, el cine y festivales de jazz, para corporaciones como ibm y Nikon, y para instituciones como la Unión Sindical Suiza, Amnistía Internacional y el Departamento Federal para Asuntos Exteriores de su país.

 

 

Bundi es célebre por sus carteles en los que nada es gratuito. Todo está sujeto al mensaje y hacia quién va dirigido. En sus composiciones son recurrentes características como la limpieza, el alto contraste, el manejo de piezas centrales recortadas sobre fondos planos, aplicaciones pulcras y directas del collage, una tipografía concienzuda enmarcada en la retícula y una forma juguetona de comunicar su mensaje. En un país en que se hablan cuatro idiomas, este diseñador ha logrado ser sintético y usar símbolos universales.

 

 

 

 

Su obra está documentada en numerosas publicaciones y suele estar presente en las principales colecciones de diseño de todo el mundo, como la del MoMA, el Museo de Arte Moderno de Toyama, el Museo Alemán del Cartel en Essen y la Biblioteca Nacional de Francia. También cuenta con decenas de distinciones, enumeradas sin reparo en su sitio oficial: 27 oros, seis platas y un bronce en los principales concursos internacionales, 17 premios Red Dot, 29 premios del Art Directors Club de Nueva York y trece inclusiones en la 100 Beste Plakate, lista que reúne los mejores afiches de los países de lengua alemana. En esa misma página web aparece destacada una cita del reconocido publicista David Ogilvy: “Si algo no vende, no es creativo”.

 

 

Pese a que sus imágenes reconcilian diversas tradiciones de las artes gráficas como el cartelismo polaco, el alemán y el cubano, Bundi es hijo de su tiempo y de las tradiciones visuales propias de su país. Sus paisanos fundaron la Red Tipográfica y la Alianza Gráfica Internacional –que él preside actualmente–, y crearon tipografías como la Helvetica y la Univers, que hoy en día destacan entre las más usadas en el mundo por su versatilidad. Bundi es igual de versátil y, como lo expresa la sencillez de su indumentaria, su obra se aferra a la máxima del arquitecto alemán Mies van der Rohe: menos es más.

 

¿Cómo describiría su estilo?

No busco uno y no estoy seguro de tenerlo. Usualmente trato de usar técnicas diferentes y de explorar nuevas posibilidades. Un póster debe ser como un símbolo, sus formas deben ser claras y simples, su tipografía inteligible, legible.

 

¿Qué opina de los diseñadores que cuestionan la lecturabilidad y la legibilidad?

La tipografía es la posibilidad de leer algo y entenderlo; si se torna muy complicada o toma demasiado espacio en un cartel nadie querrá leerlo o malgastar su tiempo. El diseño gráfico siempre es comunicativo. Cuando haces afiches estás adscrito a cierto lenguaje visual. Por ejemplo, siempre tienen el mismo formato y tamaño, manejas alrededor de cuatro colores, entre otras cosas. Para cada trabajo puedes crear copys y conceptos diferentes, pero el diseño como tal no cambia mucho. Lo nuevo es la idea.

 

 

Usted dice que un póster solo tiene dos segundos para llamar la atención de alguien y comunicar su mensaje...

Dos o tres segundos, hay teorías al respecto. También depende del lugar donde esté ubicado. En Suiza hay lugares especiales para los carteles culturales: más que todo en estaciones de tren, paraderos de buses, lugares donde estás esperando algo y puede que tengas tiempo para leer. Pero en la calle, o mientras vas en un carro, no tienes mucho tiempo. Hay cuatro etapas de un buen cartel. Primero, tienes que hacerlo visible, crear una señal que llame la atención. Segundo, generar interés en el mensaje, sea por la imagen o por un buen texto. Tercero, debe producir deseo. Cuarto, hacer que ese deseo se traduzca en acción. Pero debe ser visto, ¿qué es de un cartel que nadie ve?. En cierto sentido, los mejores carteles siempre son sencillos y fáciles de entender. En el campo del arte se pueden intentar muchas posibilidades de mayor complejidad, el artista tiene una mayor autonomía; pero en el diseño gráfico a nadie le interesa qué es lo que yo quiero o pienso, solo quieren ver a través del póster y entender.

 

 

¿Qué opina del estado actual de la educación en Suiza con respecto al diseño gráfico?

Las cosas han cambiado desde hace unos diez años. Ahora tenemos el mismo sistema que el resto de Europa. Yo mismo soy profesor de diseño. El problema es que el viejo diseño gráfico suizo tenía mucho prestigio, un buen nombre, con exponentes como Josef Müller-Brockmann, entre muchos otros. Y también tenía un sistema educativo basado en el trabajo en talleres. Hay quien me pregunta: “¿Quién hace las pinturas para tus carteles?”. Yo las hago, es mi trabajo. Pero hoy en día todo es reproductibilidad. No lo puedes cambiar, es el futuro. El hecho de que fuera una destreza manual implicaba que trabajaras y trabajaras para conseguir algo. Hoy se trata más de “pensar”.

 

¿Cuál es el impacto de las nuevas tecnologías de información sobre el diseño gráfico?

Hay muchísimas posibilidades nuevas. Reducen tiempos, facilitan procesos. Fui uno de los primeros diseñadores de Suiza en trabajar con un computador, alrededor de 1985. Internet es una maravillosa herramienta para conocer lo que están haciendo los colegas, explorar ideas. También me ha hecho pensar que los carteles no van a desaparecer. Si quieres ir a un concierto primero tienes que saber que hay uno. Hay mucha información en internet y el trabajo de resaltarla cobra aún mayor importancia. En otra época había que poner muchos datos en ellos, pero hoy se pueden poner simplemente las fechas y un vínculo para informarte más si el evento es de tu interés. En alemán lo llamamos un “medio para invitar”; señala una dirección, un camino, “métete a internet para saber más”. Por supuesto, el rol del cartel ha disminuido, pero, por poner un ejemplo, la televisión no reemplazó a la radio, ambas coexisten y encuentran nichos propios para brindar su mensaje.

 

 

¿Qué cartel le causó dificultades?

Uno que en principio se llamaba Die Weisse Rose (“La rosa blanca”). Era sobre un grupo de estudiantes que lucharon contra los nazis: hacían volantes para informar a la gente. Un día fueron descubiertos repartiéndolos, fueron presos y luego ejecutados en la guillotina. Fotografié una rosa, la pasé a negativo para que fuera blanca y la puse sobre un fondo negro. Es un cartel muy sintético, una rosa blanca que en su tallo cortado tiene ese punto rojo que simboliza el corte de la guillotina. Durante el proceso surgió otro problema: primero el título era Die Weisse Rose. Hice una tipografía muy compleja, pero luego me dijeron que el nombre era Weisse Rose, lo cual en este caso cambiaba todo en términos de composición en la retícula, los ejes y la misma tipografía.

 

 

 

Ayer usaba Helvetica en los textos de su presentación en la Universidad Nacional, ¿qué opina sobre esta tipografía?

El que creó la Helvetica les pidió a cinco diseñadores gráficos suizos que le hicieran correcciones y modificaciones. La Helvetica fue, por lo menos, una conciliación. Cuando yo hago una tipografía la ajusto a las circunstancias y no sirve para cualquier otro trabajo, porque tiene cierta personalidad; pero la Helvetica está abierta, puedes hacer lo que sea con ella. Para mí es como el concreto: se pueden construir cosas buenas o malas con ella, y notarás que no tiene vida propia. En cierta forma es tan perfecta que está muerta. Es una muestra de nuestra idiosincrasia.

 

¿Ha identificado diferencias visuales entre Suiza y Colombia durante este viaje?

A diferencia de Suiza, en Colombia las cosas no son tan precisas y perfectas, y eso las hace más interesantes. Hay diferentes patrones, mucha riqueza para ser fotografiada y pintada. En mi país las cosas son uniformes en términos de color y estructura, lo cual es bastante aburrido. Aquí abundan los grafitis y en Suiza están absolutamente prohibidos. He visto muchos de gran calidad, otros no tanto, por supuesto, pero definitivamente muchísimos más de los que se pueden ver en mi país. En cierta forma, los carteles son un tipo de grafiti, solo que son legales.

 

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.