El impostor y la memoria histórica

Una entrevista con Javier Cercas

Desde la publicación de Soldados de Salamina, su autor se ha convertido en uno de los mejores exponentes de un estilo que se vale de todo recurso, no obedece a taras de género y tiene nombre de oxímoron: la “ficción real”. El impostor, su último libro, también escrito en esa línea, sirve como pretexto para esta conversación que resalta las similitudes entre su infame protagonista y el escritor extremeño. Una oportunidad de reflexionar sobre la manera en que opera la memoria y cómo muchos se aprovechan de ella.

POR Juan Miguel Álvarez

Enero 27 2021

© Ilustraciones de Hugo Gonzales

 

Javier Cercas es uno de los novelistas contemporáneos más brillantes en lengua española. Y gracias a las columnas de opinión que publica cada quince días en la revista El País Semanal se ha convertido en uno de los escritores más influyentes en el debate político de España. Durante años se desempeñó como profesor universitario, pero luego del suceso que fue su libro Soldados de Salamina le restó tiempo a la docencia para dedicarse casi por completo a su producción literaria.

Si bien sus novelas inaugurales –El móvil, de 1987, y El inquilino, de 1989– cuentan vaguedades de la intimidad de un aprendiz de escritor y el mundo de la academia, en las siguientes ha predominado el interés por los mecanismos con que la Guerra Civil Española, el franquismo y la Transición determinaron la vida de ciertas personas y abrieron la fisura del nacionalismo. Cercas es ante todo un liberal y los personajes de sus ficciones siempre parecen confrontarse entre las certezas conservadoras sembradas por décadas de dictadura y la oportunidad de abrazar una moral libertaria y plural.

Como columnista ha dado una pelea en iguales términos. En repetidas ocasiones ha denunciado la estolidez del separatismo catalán, el apogeo del nacionalismo en los países centroeuropeos y los errores morales que abundan en las decisiones de los gobiernos. También ha opinado sobre libros, arte, cultura y tenis –Rafa Nadal, sobre todo–, pero pocas veces ha evitado relacionar estos temas con la política.

Nació en 1962 en Ibahernando, un pueblo de Extremadura, y reside en cercanías de Barcelona con su esposa y su hijo –un joven en los veintipico–. A Colombia vino en 2006, invitado como autor de prestigio al primer Hay Festival que se celebró en Cartagena. Lo invitó el mismo Gabriel García Márquez, que por esos años fungía como una suerte de patrocinador secreto del festival, y a quien nadie veía en el grupo organizador aunque le eran consultadas todas las decisiones literarias.

En esa ocasión Cercas habló de Soldados de Salamina. El potente eco de este libro había intrigado al mundo editorial latinoamericano. Mientras los editores se preguntaban cómo había alcanzado el éxito comercial una novela compleja, de riqueza simbólica y conceptual, algunos novelistas admiraban la destreza con la que el autor había entrelazado ficción y no ficción, autobiografía novelada y falsa biografía. Los lectores, a su turno, se sentían conmovidos por la dignidad de un octogenario veterano de guerra llamado Miralles, personaje desencadenante de la novela y bellamente perfilado en los episodios de cierre. Cercas volvería a Cartagena en 2013 para dejarse preguntar acerca de Las leyes de la frontera –la vida límite de unos adolescentes en medio de la Transición– y en 2015 con motivo de su octava novela: El impostor (2014).

Una síntesis puede decir que El impostor es la historia del escrutinio sobre un hombre llamado Enric Marco Batlle, quien por largo tiempo fingió un pasado como víctima del nazismo gracias a lo cual logró ascender en la sociedad y erigirse como ejemplo de dignidad y resistencia, hasta que fue desenmascarado, desbancado y echado al olvido. Cercas expone la vida de este personaje para aventurar la idea de que todos los seres humanos somos, en cierta medida, impostores porque todos hemos tratado de representar las vidas que hubiésemos querido vivir. Y todos, en algún momento, hemos sacado provecho de aquella impostura. Como cualquier buena novela, este relato también es la excusa para tocar asuntos de importancia política como el negocio en que se convirtió la muy citada “memoria histórica”, el riesgo de dar valor documental a los testimonios de falsas víctimas y la ausencia de rigor a la hora de establecer verdades sobre el pasado de una nación.

A mí este libro me embelesó por dos razones esenciales. Una, la sincronía entre el proceso de reconstrucción de la memoria del conflicto armado colombiano que hemos empezado a desarrollar desde la academia, las instituciones del Estado, las ong y la prensa, y el cuestionamiento que la novela le enrostra precisamente a esos procesos porque han llegado a convertirse en una “industria de la memoria”. Y dos, la franqueza con la que Cercas traspasó la escritura de ficción para abrazar definitivamente la no ficción. Es decir: dejar de inventarse personajes, escenarios y situaciones para verse obligado a moldearlos a partir de una minuciosa investigación periodística, detectivesca y de hondura psicológica.

De la primera razón hablaré más tarde. De la segunda hay que decir que quizás El impostor sea el cierre del candado que el autor abrió con Soldados de Salamina. Desde aquel entonces, ya en 2001, Cercas coqueteaba con la posibilidad de escribir un “relato real” o un “relato sin ficción” para el que tendría que verificar cada detalle que mereciera ser dejado por escrito. También, con la estrategia de ser él un personaje central de la novela en el papel de autor y narrador. Como digo: solo fue un coqueteo porque Soldados terminó embarneciendo como ficción harto documentada o como ficción que usó los datos fácticos para proponer mentiras verosímiles o como ficción que logró hacerse pasar por “relato real” y de paso desdibujar las fronteras entre lo uno y lo otro.

Esto a los puristas les causó algún sobresalto y Cercas se vio obligado a participar en discusiones en torno a la veracidad y lo verosímil, la ficción y la realidad, la historicidad y la especulación. De hecho, tuvo que responder a las acusaciones que lo señalaban de andar vendiendo embustes como si fueran Historia con mayúscula. “Eso resulta por un lado halagador y por otro desconcertante”, le dijo al periodista Justo Serna. “Halagador porque evidentemente lo que un novelista quiere –desde siempre: desde el Quijote, desde el Lazarillo, desde Robinson Crusoe– es que su ficción pase por ser real: que sea para el lector la realidad, al menos mientras dura la lectura. Desconcertante porque no acabo de entender que eso provoque controversias que solo pueden ser calificadas de infantiles: es como que provocase controversias morales el hecho de que Cervantes nos hubiese engañado asegurándonos que su historia no la inventó él, sino que fue fruto de la imaginación de Cide Hamete Benengeli, y que él solo estaba traduciéndola”.

En los años siguientes y hasta la publicación de El impostor en 2014, Javier Cercas entregó a su editor otros cuatro libros. Todos continuaron cimentando su teoría del “relato real” o del “relato sin ficción”. En El vientre de la ballena y en Las leyes de la frontera, publicados en 2005 y 2012 respectivamente, fue recurrente la estrategia de la autobiografía novelada o falsa biografía del autor-narrador. Y en La verdad de Agamenón y Anatomía de un instante –2006 y 2009–, Cercas se arrojó directamente al otro lado: el del reportaje y el ensayo. Mientras La verdad fue una antología de sus memorias de viaje y artículos de prensa, Anatomía se convirtió en una obra de género un poco indescifrable que muchos entendimos como una fusión entre crónica histórica y ensayo político.

Este libro pone la lupa –el microscopio, más bien– en un momento axial de la Transición: cuando el presidente Adolfo Suárez y dos de sus funcionarios se quedan erguidos e inermes en medio de un tiroteo dentro del hemiciclo del Congreso –desatado por unos militares que intentaron dar un golpe de Estado–, y no se tiran al suelo ni se protegen de las balas como el resto de personas a su alrededor. A partir de este suceso, Cercas desarrolla una serie de hipótesis morales y políticas con las que intenta explicarse por qué Suárez no se arredró ante la amenaza de las balas y cómo esa valentía determinó el fracaso del golpe y fortaleció el nuevo régimen democrático.

Varios críticos y lectores especializados encumbraron a Anatomía de un instante como libro del año en España. Y Cercas debió salir a aclarar no pocas veces la etiqueta formal con la que se podía abarcar esta obra. En una entrevista con Enric González dijo: “Los elementos formales –o muchos de ellos– son de novela, pero Anatomía no deja de ser por eso periodismo, no deja de ser historia, no deja de ser crónica y ensayo, no deja de ser otras cosas. ¿El resultado? Pues probablemente hay que llamarlo novela. Una novela muy poco convencional, una novela que no quiere saber nada con las normas de la novela de los siglos XIX y XX, con las de la novela decimonónica y antidecimonónica, porque la novela es precisamente el género que más y mejor ha mezclado los géneros”.

Como esta explicación no fue rebatida por Enric González ni por el resto de críticos y periodistas que hablaron sobre el libro por esos días, Cercas se salió con la suya y de ahí en adelante poco se duda cuando alguien dice que Anatomía de un instante es una novela. Lo sea o no, en mi opinión esta obra no llevó a un mejor lugar –o no continuó– las líneas narrativas del “relato real” o del “relato sin ficción” propuestas en Soldados de Salamina. Y no lo logró porque en Anatomía Cercas se solaza en derivaciones y conjeturas mas no en relato y narración, lo que le confiere al libro un tono de ensayo.

Así llegó 2014 y bastó leer los primeros capítulos de El impostor para darse cuenta de que Cercas finalmente había concretado lo que venía anunciando de tiempo atrás. Si en Soldados había falseado su biografía como autor-narrador, en El impostor no tuvo empacho en desnudarse y en involucrar a otros miembros de su familia. Si en Soldados se inventó al personaje central según los datos de su investigación, en El impostor lo reconstruyó a partir de cientos de horas de entrevistas con él, con gente que lo conocía, y leyendo todos los documentos que lo mencionaban. Si en Soldados magnificó su rol de periodista, en El impostor además ejerció con sobrado mérito técnico el oficio de reportero. Y mientras que en Soldados nunca se preocupó por las consecuencias que sobre el pasado de España pudiera tener la publicación de aquella ficción, en El impostor esta preocupación es uno de los leitmotivs que recorre la obra: “...yo ya conocía lo suficiente sobre la historia de Marco para saber que en ella todo el mundo quedaba mal, y que contarla era convertirse en un aguafiestas, meter el dedo en el ojo no solo de Marco y de su familia, sino del país entero”, dice en la página 73 de la única edición hasta el momento en español. Luego se pregunta: “¿Quería hacer eso? ¿Estaba dispuesto a hacerlo? ¿Era correcto hacerlo? ¿Me autorizaba a hacerlo el simple hecho de que Marco me hubiese dado permiso para hacerlo y estuviese colaborando conmigo?”.

 

Llegué a ese Hay Festival en Cartagena para entrevistar a Cercas sobre El impostor. Todo mi cuestionario se preocupaba por descifrar cómo había elaborado el libro, cómo había accedido a Enric Marco, el personaje central, y a los documentos con que sustentaba las revelaciones presentadas en la novela. Y luego, cómo había estructurado ese material. Parafraseándolo: puras preguntas de periodista sobre la aventura de ser periodista.

Otras dudas, como aquellas sobre las motivaciones y cuestionamientos morales del autor mientras elaboraba “un relato real”, no había necesidad de expresarlas porque Cercas las va aclarando en el decurso de la novela. No más en la cuarta página explica a partir de qué momento sintió que la historia de Marco le “atañía profundamente”. Y un poco más adelante hace explícitas las preguntas que guiaron la investigación: “¿De dónde había salido Enric Marco? ¿Cómo había sido su vida antes y después del escándalo que el descubrimiento de su impostura había provocado? ¿Por qué había hecho lo que había hecho? ¿Había mentido solo una vez, en relación con su estancia en el campo de Flossenbürg, o se había pasado la vida mintiendo? En definitiva: ¿quién era de verdad Enric Marco?”.

Era domingo después de mediodía, última jornada del Hay Festival, y en el hotel bullía una muchedumbre de periodistas y curiosos. Un grupo de escritores conversaban amontonados en una esquina de sillones y esquivaban al máximo los encuentros con los medios. En cambio, Javier Cercas, sudando el rojo del trópico, trataba de atender a todos mis colegas. Lo vi contestar preguntas para radio, televisión y periódicos. Era la figura más notoria del día. Dos horas antes, a media mañana, había protagonizado el acto central: el conversatorio en el Teatro Heredia en que el novelista Juan Gabriel Vásquez lo interrogó acerca de El impostor. A mí me recibió en un rincón del segundo piso con la misma ropa de la mañana: pantalón blanco de telas aireadas y una camisa de manga larga color azul cielo.

Quiero empezar con el momento en que el cineasta argentino Santi Fillol lo presenta a usted con Enric Marco, ¿Qué idea tenía Marco de usted? ¿Lo había leído como novelista, quizá por Soldados de Salamina, o como columnista de El País? ¿O Marco lo recibió a usted porque él era amigo de su hermana Blanca?

Esa es una buena pregunta. Era amigo de mi hermana. Había leído Soldados de Salamina, con toda seguridad. Lo sé. Él me lo dijo. Es más: él me contó que en algún momento me defendió de uno de sus compañeros que se había metido conmigo por algún motivo a propósito de esa novela. Este dato no lo revelé en El impostor. Y él leía mis artículos porque leía El País, que es donde escribo. Además, Marco estaba predispuesto porque me había llevado este argentino que ya había hecho un documental sobre él.

¿Cuántas veces se reunió con él para trabajar en el libro?

Uf, muchas. Pero digamos, de manera sistemática... no sé, quince veces a lo largo de un año. De manera asistemática, por más tiempo. “Sistemática” quiere decir grabando en video, o íbamos por los lugares en donde él había vivido mientras yo tomaba notas en mi libreta.

¿Cómo decidió cuáles encuentros debía grabar y cuáles solo registrar en su libreta?

Solo usaba libreta cuando íbamos por Barcelona a buscar los lugares donde había vivido o a buscar gente que él había conocido. En cambio, grabé todo cuando trabajábamos en mi casa o en la suya.

Algo notorio en la novela, que la atraviesa de principio a fin, es la relación cambiante entre ustedes dos: el autor-narrador y el personaje central. ¿De qué manera fue cambiando esa relación durante los encuentros que sostuvieron para trabajar en el libro?

Sí, totalmente, fue muy cambiante la relación. Y eso intenté contarlo en el libro. Siempre digo que escribo novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas porque cuento el propio proceso de hacerlas. No se lo quiero ahorrar al lector porque forma parte del libro y porque le quiero decir: esto es un libro de determinadas características. Claro, cambió muchísimo. Cambió su relación conmigo y mi relación con él. Yo creo que su actitud básica era “quiero” y “no quiero”. “Quiero que este tipo escriba un libro sobre mí”, entre otras cosas porque su vanidad se lo exigía. “Pero no quiero que escriba el libro que me temo va a escribir”. Y en mi caso la relación fue menos compleja, diría, porque al principio fue de franco rechazo: “¿Qué hago yo con este tío aquí, con este monstruo?”. Luego fue de extraordinaria curiosidad, de verdadero interés, de fascinación absoluta y, al final, de una cierta solidaridad, a veces de compasión. Y te diré: a veces, de admiración.

Enric Marco Batlle nació en Barcelona en 1921 y se dio a conocer como líder y militante de sindicatos y organizaciones sociales a mediados de los años setenta. Llegó a ser secretario general de la Confederación Nacional del Trabajo y vicepresidente de la Federación de Asociaciones de Padres de Alumnos de Cataluña. A partir del año 2000, Marco se acercó a las organizaciones que agrupan españoles que durante la Segunda Guerra Mundial fueron deportados a los campos de concentración nazis. Para ese año, buena parte de las personas que integraban estos grupos había muerto y las que seguían con vida tenían entre 80 y 90 años. Marco descubrió que en el campo de Flossenbürg –situado en la región de Baviera en Alemania– hubo catorce españoles prisioneros, todos ya muertos. Sin testigos que lo desmintieran se inventó que él era uno de esos catorce, el único vivo del grupo, y lo soportó mostrando varios documentos, entre ellos una lista del archivo de ese campo de concentración en la que se leía su nombre. Toda España se comió el cuento.

Investido por la autoridad moral que le otorgó ser un “sobreviviente”, y por el crédito que le daba la experiencia como militante sindical, ascendió más rápido que cualquiera dentro de la jerarquía de estos grupos hasta ser nombrado presidente de la Amical de Mauthausen, la organización más grande e influyente de este tipo en el país ibérico. En aquel cargo, Marco dio cualquier cantidad de charlas, conferencias y cátedras en instituciones educativas. Fue entrevistado en televisión, mencionado en la prensa y encumbrado como el rostro más visible de la resistencia española contra la barbarie nazi.

A comienzos de 2005, Marco dio el discurso de apertura ante el Parlamento español del Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto que acababa de ser instituido por la ONU. Tenía previsto un número de igual protagonismo en un acto al que asistirían los representantes de los sobrevivientes de toda Europa, que se iba a llevar a cabo en lo que fuera el campo de concentración de Mauthausen-Gusen, en Austria, en mayo de ese año, pero un historiador español residente en Viena, llamado Benito Bermejo, le desbarató el entable.

Bermejo llevaba meses escudriñando en archivos lo que en su opinión eran enormes inconsistencias en la historia que Marco narraba de sí mismo. Y logró acopiar las pruebas de la impostura poco antes de que se llevaran a cabo los actos en Austria. Marco debió renunciar a dar el discurso, a la presidencia de la Amical y devolver los honores que le habían colgado al cuello. Fue un escándalo de cocina, pero de tamaño centroeuropeo. La opinión pública, la academia y un sector de la prensa sometieron a Marco a un juicio moral. Sin embargo, fue el novelista Mario Vargas Llosa quien llevó la polémica a otro lado –un lado desconcertante por demás–, con una columna que tituló “Espantoso y genial”, publicada en “Piedra de Toque”, su espacio habitual en el periódico El País. Si bien dijo sentir “repugnancia moral y política por el personaje”, confesó su “admiración de novelista por su prodigiosa destreza fabuladora y su poder de persuasión, a la altura de los más grandes fantaseadores de la historia de la literatura. Estos fraguaron y escribieron la historia del Quijote, de Moby Dick, de Los hermanos Karamazov. Enric Marco vivió e hizo vivir a cientos de miles de personas la terrible ficción que se inventó”. Y finalizó con un cumplido no menos controversial: “Señor Enric Marco, contrabandista de irrealidades, bienvenido a la mentirosa patria de los novelistas”.

¿Fue por esto de Vargas Llosa que usted dice haber sentido admiración por Enric Marco?

Sí. Y por aquello de que fue capaz de hacer cosas horribles, monstruosas, y que todos envidiamos: vivir otra vida. Es una admiración avergonzada, una admiración culpable, una admiración horrorizada. “¿Cómo puedes admirar una cosa así?”, me preguntaba. “Joder, qué tipo”. Admitir esto ahora es muy peligroso y lo he dicho muy pocas veces. La gente puede decir: “Cercas está loco”.

El relato que Marco hacía de sí mismo lo obligó a usted a verificar hechos y datos en documentos y con personas que pudieran dar fe de esos hechos o esos datos, o que pudieran desvirtuarlos. ¿Cómo eligió a quién entrevistar o de qué dependía esa elección?

Primero entrevisté a los que habían tenido una relación más directa con Marco; hablé con su mujer, luego intenté hablar con su hermano y con su hija. Después entrevisté a los que me permitían reconstruir un momento concreto. Por ejemplo, si él decía que había estado en determinado episodio el 19 de julio cuando estalló la guerra en un cuartel de Barcelona, y se refería a una persona que había estado allí, yo iba a buscar a esa persona. Básicamente fui en busca de los que conocieron a Marco en los períodos más conflictivos de su vida, en los períodos anteriores a su gloria. Porque cuando ya era un rockstar de la memoria histórica, como lo llamo en el libro, lo conocían miles y no puedes hablar con todos. Y en ocasiones, sin quererlo, él me daba las pistas muy bien dadas. Por ejemplo: él estuvo en un garaje en los años cincuenta, que fueron los años del más oscuro franquismo, y me dijo que allí había tenido un aprendiz de mecánico. Pues busqué a ese aprendiz y efectivamente estuve comiendo con él. Ahora era un empresario de la construcción. Me pidió que escribiera un libro sobre él y no sobre Marco. Esa fue la manera. Fui buscando a los testigos de los momentos no documentados.

Hay un episodio en el primer tercio del libro, en donde Marco le revela dos recuerdos de su niñez. Uno, cuando su tío es capturado y encarcelado en un barco en altamar. Y otro, cuando le toca ver a su profesora sosteniendo el cuerpo de su padre recién tiroteado por balas franquistas. Y luego de que usted los cuenta en la novela le advierte al lector que no los pudo verificar. La pregunta es: ¿había necesidad de verificar cada recuerdo que él le diera, incluso sabiendo que sus recuerdos de adolescencia e infancia podían ser imprecisos de manera no deliberada?

Esa es una pregunta muy buena y muy difícil de contestar. Depende del caso. Claro: yo intenté verificar todo lo que él me contaba, pero no siempre era posible. Él empezó contándome que su madre estaba en un manicomio. Podía ser verdad o parte de su leyenda de víctima perpetua. Y yo lo verifiqué. Su recuerdo era verosímil. Me dijo que su madre olía a lejía y en el documento que encontré en el manicomio decía que para ayudar a algunas enfermas, o porque les daba la gana, las hacían lavar ropa. Y la primera hija de Marco me contó que su madre le había hablado de algo parecido. Y además él no tenía por qué mentir sobre esto.

Si tú hablas mucho con una persona llegas a conocerla y te das cuenta cuáles de sus historias son mentiras. En el caso de Marco, todo lo que hablaba sobre el heroísmo de la guerra era sospechoso. Claro, eso me hizo volver muy suspicaz. Pero había que serlo porque la verdad siempre estaba enterrada debajo de oropeles brillantes.

Ahora quiero preguntarle por la verificación que hizo en documentos de archivo. ¿Elaboró un plan de trabajo para ir buscando cada documento exigido por el relato que Marco hacía de sí mismo?

Yo no soy sistemático. Voy viendo cuándo puedo y cómo puedo. Hay que confiar en la realidad. Hay que confiar en el azar. El azar te tiene que deparar cosas nuevas. Mejor dicho: hay que aprovechar el azar. Hay que aprovechar las cosas tal y como vienen. Tú estás filmando y de repente aparece una cosa que tienes que aprovechar. Hay que estar siempre atento a eso.

Todo este mecanismo de contraste por medio de entrevistas con fuentes de segunda mano es propio del mejor periodismo investigativo. Y usted ha escrito crónicas extensas y mantiene una columna periódica. ¿En qué medida se siente periodista?

No lo soy, pero me he convertido en un buen detective porque me he dedicado a esto. Muchos de mis libros han funcionado así desde Soldados de Salamina. A través del contraste de memorias opuestas en busca de una verdad que está ahí en el pasado reciente. Por ejemplo, en Anatomía de un instante había un momento de verdades en conflicto: un montón de gente que decía haber estado en el mismo sitio pero decían cosas opuestas. Entonces desarrollé instrumentos para averiguar qué es verdad y qué no lo es. Te puedo decir que mi impresión es que si alguien se propone encontrar la verdad, incluso una verdad no documental porque no hay documentos, al final casi siempre la encuentra. Yo me propuse encontrar casi toda la verdad de este hombre –casi toda, la verdad completa no existe– y lo hice. Aunque haya casos en los que no tenga documentos de respaldo, apuesto a que lo que digo de Marco en este libro es verdad.

Usted sitúa casi al principio del libro, en el segundo capítulo, el documento del sanatorio que revela los detalles de la mamá de Marco. Y el libro cierra con la visita que usted y su hijo hicieron a Flossenbürg, lugar en donde pudo revisar el volumen de las listas de prisioneros y comprobar que Marco había alterado el nombre de un deportado para que pareciera el de él…

Ese es el único documento manipulado por él.

Es como un arco que va de comienzo a fin y que le dice al lector: mire, este libro está soportado en una verificación documental que yo hice. ¿Fue premeditada esta arquitectura o así resultó por el decurso narrativo?

No. Acabas de... [Cercas duda, se detiene, se recuesta, cavila] Yo no era consciente de eso. O sea, yo no pensé: tiene que haber un documento al principio y otro al final. Está muy bien visto. Nadie lo había visto, nadie me lo había dicho. Y no lo planeé. Pero obviamente al hacer un relato real, una novela sin ficción, todo aquello que pueda sustentarse con un documento... [se detiene otra vez] Qué extraño... que buena pregunta has hecho. O sea, estructuralmente necesitaba ese final, necesitaba ese documento porque, insisto, es el único documento que él manipula, que él modifica personalmente. Y en el libro demuestro que él lo manipula. Por eso le digo a la gente: lean el final y lean las tapas, ahí está la prueba.

¿Y viajó a Flossenbürg porque tenía la intuición de que él había manipulado ese documento?

No. Eso fue una sorpresa. De Flossenbürg yo solo tenía la fotocopia de la página del libro de ingresos en donde salía el nombre de Marco y que él había enviado a la Amical de Mauthausen. Era un documento asombroso. Se lo mostré a él y le dije: “¿Y esto? Acá dice Enric Marco. ¿Cómo lo explica?”. Solo dijo: “Ah”, nada más. Pensé en dos posibilidades: que por azar alguien lo hubiese escrito así o que él lo hubiese manipulado. En Flossenbürg lo pude comprobar: lo había manipulado. Era la prueba, la única prueba. Y está manipulado con una extraordinaria habilidad, con una pericia deslumbrante. Aprovecha un acento para construir la c de Marco. Magistral.

Puede ser la constatación más importante de toda la novela...

Claro. ¿Por qué era tan importante para mí? Porque me fascinaba la idea de verlo llegar a su casa a las doce de la noche después de un viaje a Flossenbürg con su mujer, a quien engañaba como a todo el mundo, y cuando todo mundo dormía él se ponía a construir su prueba. [Cercas simula acuñar una letra con sus dedos en una superficie dura, entrecerrando los ojos como si se estuviera fijando en detalles minúsculos] Esa imagen para mí es la del impostor perfecto.

¿Cuándo se dio cuenta de que ese momento era el final de la novela?

No me acuerdo. No te lo puedo decir porque no me acuerdo.

Pero lo descubrió llegando allá o desde antes de viajar...

Déjame que te conteste [Cercas se recuesta, reflexiona unos segundos]. Vale. Yo tenía la intuición de que el libro tenía que terminar en Flossenbürg, el lugar de la mentira. Esa era una intuición... [Duda y se detiene] Vale. Ya tengo la respuesta exacta... Yo tenía la intuición de que el libro podía terminar allí. Entonces, antes de empezar a escribir la primera página, viajé a Flossenbürg y cuando comprobé que Marco efectivamente había manipulado ese documento me dije: este es el final del libro. Pero si Marco no hubiese manipulado el documento, no sé si ese hubiera sido el final.

Usted le dice al lector que a partir de cierto momento tuvo acceso a los documentos del archivo personal de Marco. ¿Qué momento fue ese? ¿Qué pasó?

Estás haciendo preguntas de cómo he hecho el libro que nadie ha hecho. Bien [Cercas se reacomoda en la silla, gira la cabeza, toma impulso]... Él tenía un archivo en su casa y lo primero que me dijo al empezar a trabajar fue: “Aquí no vamos a grabar. Aquí solo vienen amigos”.

“Yo soy yo y mi familia es mi familia”, le advirtió a usted varias veces.

Correcto. Entonces empezamos en mi despacho. Pero llegó un momento en que creo que me fui ganando su confianza. Vamos, creo no: sin duda me fui ganando su confianza hasta el punto en que ya empezamos a filmar en su casa. Quizá le resultara más cómodo. Es verdad que fue una batalla terrible, campal, conseguir de él un documento. A veces me prometía un papel y no me lo daba. Cuando averigüé que tenía una hija oculta, él no quería que yo hablara con ella directamente. Me dijo: “Yo hablaré con ella primero”. Y tardó meses. Todo era muy complicado, había que usar mucha mano izquierda. Claro. Él me estaba probando. Estaba intentando conducirme hacia donde él quería que yo fuese. Él quería controlar el libro hasta donde pudiese. Entonces, llegó el momento en que sí: llegué a su casa... [Cercas vuelve a detenerse] Estoy tratando de recordar con el máximo de precisión... Yo nunca podía llevarme papeles de su archivo sin su presencia, sin su control. Y ahora recuerdo que sí tengo papeles y papeles que él me dio. Papeles y papeles. Y creo que eso era lo básico. El archivo tampoco era monstruoso. Tenía recogidas noticias sobre él, su vanidoteca. Y sí me dio documentos de cuando fue secretario general de la Confederación Nacional del Trabajo. Así que en algún momento debí ganarme su confianza.

*

La publicación de esta novela a finales de 2014 fue un acontecimiento editorial –y casi político– en España. Los focos alumbraron a Cercas y, por supuesto, a Enric Marco Batlle. En radio, la Cadena Ser logró que el impostor fuera a un set en vivo y se sometiera a un cuestionamiento público por parte de la periodista Gemma Nierga y del novelista Juan José Millás. Allí, Marco comenzó diciendo que en el último encuentro que sostuvo con Cercas le había reclamado a este “las inexactitudes, irregularidades y falta de investigación” en el libro. Millás le preguntó, entonces, qué esperaba de Cercas. Marco respondió: “Una investigación como era debido”. Y recalcó: una investigación que llevara “luz a zonas oscuras” de esta historia. Más adelante, Marco aceptó que durante las jornadas de trabajo para el libro siempre percibió hostilidad por parte de Cercas, lo que le despertó mucha desconfianza. Tras escuchar esto, Millás lo acorraló: si se había dado cuenta de esa hostilidad, “¿por qué siguió adelante?, ¿por salir en la foto?”. Marco no fue capaz de contestar claramente esta pregunta en los treinta minutos más que siguieron al aire y lo único que terminó diciendo sin titubeos fue que el libro lo había “dejado bastante estropeado”, que se sentía “engañado por Cercas”.

Luego de las declaraciones de Marco en la radio, ¿cree que él sí se siente realmente engañado por usted?

Yo creo, Juan Miguel... bueno, creo no, estoy completamente seguro de que Marco quería que escribiese un libro sobre él, no hay la menor duda. Es obvio porque sin él yo no hubiese escrito el libro. Ahora, Marco quizá no quería que yo escribiese el libro que finalmente he escrito. Pero si me preguntas lo que pienso íntimamente, yo creo que a él en el fondo el libro no le disgusta. Aunque haya salido diciendo en la radio que yo lo engañé, lo cual es absurdo porque todo está grabado. Creo que eso forma parte de su espectáculo. Pero solo es una sospecha, una simple sospecha. Una intuición. Y yo conozco un poco al personaje [Cercas sonríe, irónico].

En el último tercio del libro usted ya ha desnudado completamente a Marco. Lo ha confrontado desde todos los ángulos y lo ha hecho, prácticamente, admitir que es un impostor. Y Marco, por un instante apenas, se deja ver vulnerable y le dice: “Por favor, déjame algo”. Vargas Llosa, en una columna tras la publicación del libro, insinuó que usted había sido muy cruel. Algo similar le dijeron Juan Gabriel Vásquez en el Teatro Heredia y Juan José Millás en el programa de radio. ¿No se sintió usted cruelmente implacable?

Yo creo que al principio hay como una insistencia feroz en que él me revele la verdad, porque es lo necesario para el libro y para él. Su redención por la verdad. Pero a lo largo del libro eso cambia; creo que es obvio que cambia. Y que al final del libro lo que hay es solidaridad y compasión real. Es decir, lo que yo quería que el lector hiciera es seguir un poco la trayectoria que yo seguí: que pasara por el desprecio y el horror hacia un hombre que ha hecho lo que ha hecho, para luego llegar a la compasión. No a la justificación, pero sí a la compasión. Entonces, al principio sí que hay crueldad, frialdad, distancia. Pero al final no debe ser así. Y si no, es que mi libro ha fracasado.

 

Una de las consecuencias literarias –en mi opinión la más importante– que desató El impostor tiene que ver con la posibilidad que Cercas les habilitó a los lectores de que lo cuestionaran moralmente por haberse valido también de repetidas imposturas. Una de ellas: el éxito en ventas y suceso mediático que fue Soldados de Salamina puso a Cercas en un lugar tan ruidoso que él se sentía falsario o viajante de sí mismo cuando iba por la calle y la gente lo saludaba como si se tratara de una estrella del cine. Otra: el mecanismo de su falsa biografía o de su autobiografía novelada fue lo que le permitió generar la idea de “relato real” o “relato sin ficción” en varias de sus novelas. Y aunque los entendidos siempre vieron en esto un juego literario, hubo más de un periodista recalcitrante y de un historiador hipercorrecto que señalaron aquello como una peligrosa estratagema para la historia de España. Una más: el hecho de que sus libros más exitosos, los que le han permitido ganar jugosas regalías, han tenido como centro narrativo los sucesos de la Guerra Civil, el franquismo y la Transición. Es decir, que su comodidad bancaria se debe en buena medida a su participación en la “industria de la memoria”.

Pero antes de que Cercas lleve El impostor al punto final –en el antepenúltimo capítulo, para ser exactos–, se permite un artificio mediante el cual somete estas culpas al examen de Marco. En una conversación imaginaria –al estilo André Gide–, Marco se comporta como la mala conciencia del novelista y lo acusa de ser un mentiroso igual a él, de haber querido inventarse una vida, de haber querido ser un héroe y sacar provecho, de haberse lucrado con la “industria de la memoria”.

Es como si usted hubiera querido que él le preguntara todo eso, que le reprochara todo eso, para que usted no se hiciera ver de una estatura moral superior, para que se equilibraran las cargas, pero Marco no tenía la capacidad de preguntarle eso, de señalarle todo eso, así que usted inventa aquella conversación...

Es posible. Claro, él dice: “Qué he hecho yo, inventarme una vida, contar a través de esa vida el pasado republicano y el pasado español. Usted hizo lo mismo. Usted se inventó una historia de un republicano inventado y dio a conocer con eso el pasado republicano. Pero el premio para mí fue el ostracismo, la condena. En cambio para usted el premio fue hacerse un escritor famoso y rico. Y a usted todo el mundo lo aplaude y a mí todo el mundo me abuchea”. Ahora bien, lo obvio es que eso que yo hago en las novelas no se puede hacer en la vida. Ese es el error básico que comete Marco, que comete don Quijote, que comete madame Bovary. De una realidad quiere hacer ficción. Quiere llevar a cabo todas las aventuras que ha leído. Y eso en la vida no se puede hacer. Pero en los libros lo admitimos.

En 2007, el Congreso de los Diputados en España dio vida a la Ley de Memoria Histórica mediante la cual se pretendió ampliar los derechos y tomar medidas de reparación en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y luego en la dictadura de Franco. Para un sector de la sociedad esta ley fue un logro político de la mayor importancia para el futuro del país. Permitía revisar la manera oficial en que estaban narrados estos episodios y reivindicar a las víctimas por encima de los victimarios. Su período de acción fue corto porque el gobierno español en cabeza de Mariano Rajoy le quitó el presupuesto a partir de 2013. El caso es que todo el proceso de análisis y debate que sustentó la estructuración de esta ley ocurrió en los años inmediatamente anteriores a la caída de Marco. Justo cuando él era “un rockstar de la memoria histórica”. Es verdad que él no se desempeñaba como líder de una organización de víctimas del franquismo, pero es verdad también que su gestión en la Amical de Mauthausen pudo haber influido en las formas en que la figura de la víctima debía ser entendida por una sociedad que buscaba una nueva gestión del pasado. ¿Cuánto pudo haber influido? Es una pregunta que solo podrían responder los diputados que sancionaron la ley, algunos de los cuales escucharon en varias ocasiones las exposiciones de Marco en el Congreso y en otros escenarios, y se dejaron conmover por él.

De hecho, esta situación ha sido una de las justificaciones que Marco ha esgrimido cada vez que le reprochan su impostura. Y no son pocas las personas que integran organizaciones españolas de víctimas que lo han defendido argumentando la misma cosa. “Si yo no hubiera inventado ese pasado –ha dicho Marco–, no me hubieran puesto cuidado y no se habría logrado tanto [para las víctimas]”.

¿Marco pudo haber configurado ese engaño pero sin burla, como si el engaño hasta hubiera servido para favorecer a las víctimas?

Yo no creo que el engaño de Marco favoreciera a las víctimas más que de formas anecdóticas o superficiales. En muchos sentidos evidentes perjudicó la difusión del pasado europeo y español más negro, y también a las víctimas, sobre todo a la larga. Pero tampoco pienso que Marco pretendiera burlarse de ellas. Simplemente, se ponía a sí mismo –su deseo de notoriedad, de ser aceptado y amado y admirado– por encima de todo lo demás.

¿Cómo se entiende que en un momento de la historia española, el posfranquismo, nadie se atreva a poner en duda la autoridad de una víctima, de un testigo, de una víctima como testigo, y sea precisamente esa actitud la que haga aflorar engaños como los de Marco? ¿Quizá como si la sociedad en pleno hiciera un mea culpa o más bien como si no le importara nada?

Se entiende, creo, por muchos motivos, todos ellos explicados en el libro. Pero, si hablamos del posfranquismo en concreto, es decir, de la Transición, del momento inmediatamente posterior a la muerte de Franco, la primera explicación es que en aquel momento Marco hacía lo mismo que mucha gente, solo que lo hacía a lo grande, como lo hace todo él. Quiero decir que, a la muerte de Franco, muchísima gente se inventó un pasado de resistente o de antifranquista o demócrata disfrazado, para preparar su futuro en democracia. Lo hicieron políticos e intelectuales de primera, de segunda y de tercera fila, gente común y corriente, de todo. En este sentido, Marco era en ese momento más la regla que la excepción.

Tras la idea que deja el libro, y usted la ha expresado en entrevistas, de que la memoria se ha vuelto una industria, El País publicó un mano a mano entre Reyes Mate y Santos Juliá, el gran defensor de la idea de la memoria como historia, y alguien que ha hecho ver que la memoria para que sea historia debe estar “herida por la historia”. Pareciera como si su libro hubiera tocado una de las fibras más sensibles del debate político actual en España...

Este es sin duda el centro del debate español sobre la gestión del pasado, y no había sido discutido antes, al menos en esos términos. Que yo sepa, nadie había hablado en España de una “industria de la memoria”, ni nadie había criticado desde la izquierda el llamado movimiento para la recuperación de la memoria histórica, es decir, desde el lado de los que creíamos que era necesario ese movimiento. Y es normal que no se haya hecho, porque yo, que lo he intentado en este libro, no he recibido como respuesta más que improperios, acusaciones disparatadas y tergiversaciones flagrantes de mis argumentos. Se trata, no hay duda, de un tema intocable, sagrado, que no se puede criticar; si lo criticas, automáticamente eres un fascista o poco menos, alguien que le hace el juego a la derecha. El movimiento era absolutamente justo y necesario, pero por un lado la derecha se opuso a él y por otro la izquierda fue totalmente acrítica y autocomplaciente, y cometió muchos errores, entre ellos el de dejar el movimiento en manos de gente que buscaba más su propio beneficio –político, moral, simbólico, académico y mediático– que la solución del conflicto con nuestro pasado para poder asumirlo con plenitud, para resarcir del todo a las víctimas del franquismo, hacer las paces con nuestra historia reciente y reclamar el legado de la república destruida por Franco. Seguramente todo estuvo mal planteado desde el principio; lo cierto es que quizá aún estamos a tiempo de replantearlo correctamente, ahora que todavía quedan víctimas vivas y memoria directa de aquellos años, y para ello hay que cambiar de entrada el nombre: nada de movimiento para la recuperación de la memoria histórica –expresión esta última confusísima y contradictoria, que habría que suprimir–. Movimiento para la recuperación de la memoria de las víctimas, o de la memoria republicana, así debió llamarse desde el principio. 

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De todo esto se deriva la otra razón esencial por la cual esta novela me embelesó y con la que quiero terminar esta entrevista.

Al comienzo del libro, Cercas admite que duró cuatro años postergando la escritura de El impostor porque sentía miedo de que lo acusaran de “estar haciéndole el juego a Marco, de estar intentando entenderle y por tanto disculparle, de ser cómplice de un hombre que se había burlado de las víctimas del peor crimen de la humanidad”. Y cita al menos dos argumentos morales que horadaban su fe en el proyecto. El primero lo recogió de una carta enviada a la dirección del periódico El País, por la hija de un deportado al campo de concentración de Mauthausen, poco después de la caída de Marco. La mujer se llamaba Teresa Sala y en su carta advertía: “No creo que tengamos que entender las razones de la impostura del señor Marco... Detenernos a buscar justificaciones a su comportamiento es no entender el legado de los deportados”. El segundo argumento Cercas lo tomó del libro Si esto es un hombre, en el que Primo Levi relata su horrorosa experiencia en Auschwitz: “Tal vez lo que ocurrió no deba ser comprendido, en la medida en que comprender es casi justificar”.

Fue más o menos lo mismo que me dijeron algunos colegas luego de haber publicado mi libro Balas por encargo: vida y muerte de los sicarios en Colombia. En esta crónica trato de ahondar en las razones que logran convertir a un joven en una máquina de matar. Para ello debí entrevistar a varios sicarios, escucharlos sin cuestionarlos y hacer el mayor esfuerzo por comprender las circunstancias que los llevaron a cometer tal violencia. “¡¿Por qué le das protagonismo a los victimarios?!”, me criticaron, “¡te pones a darle aire al círculo de violencia en Colombia en vez de contar las historias de valor y dignidad de las víctimas!”.

Luego, me interné en el conflicto armado y desde entonces he tratado de escuchar a las víctimas, por supuesto, pero también a los victimarios. Siempre con la misma pregunta: ¿qué razones hubo para que tal campesino terminara convertido en un descuartizador del paramilitarismo o en un guerrillero criminal de guerra? Y volví a escuchar las mismas imprecaciones: “¡¿Cómo eres capaz de darles voz a los victimarios?!”.

Curiosamente, España y Colombia empezaron sus procesos de memoria histórica casi al tiempo. Como ya dije, el de España tuvo lugar a partir de 2007 con la ley aquella. El de Colombia tuvo fecha de inicio en 2006 con la puesta en funcionamiento del Grupo de Memoria Histórica creado por disposición de la Ley de Justicia y Paz con la que se desmovilizó a los paramilitares. Y así como en España, además de la iniciativa estatal, la sociedad civil mediante la academia y el periodismo comenzaron su propio proceso de reconstrucción de los hechos de la guerra. Pero en algún momento, o a partir de algo que no logro descifrar, se empezó a imponer lo que Cercas denominó en alguna columna como el “chantaje del buenismo”, es decir, el imperativo moral de solo contar la guerra a partir de las víctimas, como si los victimarios no tuvieran oportunidad de nada en la vida y como si la sociedad no tuviera derecho o, más bien, no tuviera el deber de escuchar a los victimarios.

Por fortuna, en este país siempre ha habido gente en la contracorriente y hoy existen académicos, periodistas, novelistas e historiadores dedicados a entender a los victimarios y a esclarecer las circunstancias íntimas y sociales que los llevaron a ejercer la violencia.

Por fortuna, Cercas encontró un argumento que lo salvó moralmente y le ayudó a emprender la escritura de El impostor. En el libro Memoria del mal, tentación del bien, su autor Tzvetan Todorov razona que lo dicho por Levi en esa frase que le da título al libro solo es válido para el propio Levi y el resto de sobrevivientes de los campos de concentración nazis, pues ninguna víctima está obligada intelectualmente a entender a su victimario porque aquella comprensión implica una identificación, una identificación con su propio verdugo. Y por muy parcial y provisional que sea, puede acarrear el aniquilamiento moral y hasta físico de la víctima. “Pero los demás –escribe Cercas– no podemos ahorrarnos el esfuerzo de comprender el mal, sobre todo el mal extremo, porque, como concluye Todorov, ‘comprender el mal no significa justificarlo, sino darse los medios para impedir su regreso’ ”.

 

ACERCA DEL AUTOR


Juan Miguel Álvarez

En 2013 publicó Balas por encargo, una investigación sobre el sicariato en Colombia. Ha sido galardonado en varias ocasiones por sus extensos y minuciosos reportajes. Su último libro es Verde tierra calcinada.