Fracasar como filósofo

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POR Raymond Tallis

Enero 27 2021

Ilustración de Ana Yael

Hay muchas formas de fracasar como filósofo. La más eficiente es evitar convertirse en uno, en primer lugar. Esa es la estrategia predilecta de la inmensa mayoría de la población. Algunas de las actividades que ocupan a los filósofos –o con las que fingen estar ocupados– son de limitado interés para hombres y mujeres en la calle, los bares, la sala de estar o la cocina. Torturarse por cuestiones como si los objetos son o no construcciones lógicas producidas por datos que provienen de los sentidos, o si la mente está localizada en sujetos individuales o se extiende por todo el universo, o incluso si somos agentes libres, todo esto es el pasatiempo de una minoría.

En mis muchos años como médico, conocí a una buena cantidad de pacientes y colegas admirables, pero ni un puñado de ellos demostró interés en los temas filosóficos que por lo menos a mí me han preocupado desde que era adolescente. Si en la afirmación socrática “una vida sin examen no merece ser vivida”, “examen” significa examen filosófico, se estaría diciendo que la mayoría de personas llevan vidas sin sentido. En tal caso, la sentencia haría poca justicia a las muchas personas cuyas vidas no solo valen la pena ser vividas, sino que han soportado con valentía los exámenes que les ha hecho la vida.

Aun así, cualquiera que tome en serio las ideas filosóficas debe lamentar su insignificante influencia en el ámbito público y privado de la vida cotidiana. Entre los filósofos existe el deseo –quizá más común de lo que muchos admitirían– de que la filosofía sea influyente. No necesariamente de manera directa, sino como nacimiento del río de la conversación popular que en apariencia fluye sin la ayuda de sus labores cognitivas. Esta perspectiva se encuentra maravillosamente expresada en el ensayo de John Stuart Mill sobre Jeremy Bentham:

 

Pero [Bentham y Coleridge] estaban destinados a... mostrar que la filosofía especulativa, que en la superficie parece una cosa tan alejada de los asuntos de la vida y de los intereses externos de los hombres, es en realidad aquello que más los influencia y que, a la larga, prevalece sobre cualquier otra influencia, excepto sobre las que ella misma debe obedecer.

 

Hay muchas razones por las cuales la filosofía parece haber sido relegada del discurso público. Comparada con la ciencia, a menudo parece inocente y atada a su cómodo sillón. Eso cuando no es prohibitivamente técnica o corre el riesgo de desorientarse en la cámara de resonancia de la academia (más en la actualidad), donde cada pisada es una nota a pie de página. Su propia precisión exige paciencia en una época en que la Gran Conversación está dominada por el ciberanzuelo. Dado que el líder del llamado “mundo libre” es un crío destructivo y mentiroso ascendido a la Oficina Oval gracias a un reality show, la idea del filósofo como un “subterráneo legislador del mundo” (robándole la idea a Shelley) implica elevar el pensamiento positivo a nuevas alturas.

Es descorazonador pensar que ni siquiera se presta atención a las elaboradas ideas de los pensadores más meticulosos de nuestros días. Gregorio de Nisa (335-394), uno de los Padres de la Iglesia, alguna vez se quejó de que le era imposible hacerse un corte de pelo sin que alguien quisiera involucrarlo en una discusión sobre algún pormenor de la doctrina. ¡Esos eran los buenos tiempos! Y puede medirse lo lejos que han quedado en proporción al fuerte ruido producido por las uñas de algunos filósofos académicos, obligados a arañar migajas en los ejercicios que hace el gobierno del Reino Unido para evaluar la investigación (ahora llamados Marco de Investigación para la Excelencia). Todo para obtener calificaciones y fondos departamentales mediante la demostración del “impacto” público de su trabajo.

Hay otras formas de no ser un filósofo. Una de ellas puede ser fracasar como tal. Se supone que los filósofos son sabios –incluso está incrustado en la etimología de su título universitario–, pero muchos, incluso los más grandes, han demostrado ser notablemente estúpidos.

El siglo pasado proporcionó algunos espectaculares ejemplos de estupidez, al tener pensadores de genio que eligieron ser idiotas útiles para malvados regímenes políticos. El ejemplo más notorio es el coqueteo de Martin Heidegger con el nazismo y su negativa a reconocer plenamente el horror del Holocausto. Quizás menos culpable, pero no menos idiota, fue la tenaz negativa de Jean-Paul Sartre a reconocer el horror de los regímenes totalitarios de izquierda en la Unión Soviética y la China maoísta. Albert Camus fue excomulgado del círculo sartreano de verdaderos creyentes cuando le recordó al mundo que las visiones utópicas del comunismo habían terminado en el establecimiento de “campamentos de esclavos bajo la bandera de la libertad, y masacres justificadas por filantropía” (El hombre rebelde). Y luego están los filósofos posmodernos (¿alguien mencionó a Jean Baudrillard?), cuya crítica de la idea de verdad objetiva puede haber contribuido sustancialmente a la aparición de la política de la “posverdad” que causa tanto daño en estos días.

No hay que hacer filosofía

Basta ya. Sí, incluso los grandes filósofos pueden ser igual de tontos que el resto de nosotros, mientras que la abrumadora mayoría de la humanidad persiste en su necedad, o aspira a la sabiduría sin la ayuda de la filosofía. Pero aún hay más formas de fracasar como filósofo. Aquí cobra utilidad el ejemplo de Arnold Rimmer, el egocéntrico cobarde de la odisea espacial Enano Rojo. Rimmer reprueba una vez tras otra los exámenes de ingeniería que le otorgarían la promoción que él cree merecer. La clave de su fracaso es su elaborado cronograma de preparación, con sus períodos de estudio, de descanso y de autoevaluación clasificados por colores. Las semanas que desperdició en perfeccionar ese cronograma no le dejaron tiempo para una preparación real. El fracaso era, por consiguiente, inevitable. El enfoque de Rimmer es un modelo perfecto de las diversas formas en que “hacemos las cosas no haciéndolas”.

Hay maneras de hacer filosofía sin hacerla, de traficar con pensamientos sin ponernos a pensar en ellos. Hay, también, formas de ocultarnos esto. Como por ejemplo ser un filósofo profesional.

Para el observador casual, los filósofos universitarios parecen filosofar al menos por ocho horas al día, cinco días a la semana. Pero la mayoría de esas horas están ocupados con asuntos administrativos, la confección y la calificación de ensayos y exámenes, y otros aspectos de la organización de la enseñanza impartida a una sucesión interminable de estudiantes que también requieren consejería espiritual. Tales labores son respetables y en verdad útiles, pero hay una distancia considerable entre comprometerse con el misterio del mundo y preparar el programa de una asignatura (con material de apoyo y bibliografía), cuyo objetivo principal es resumir los pensamientos de los filósofos del currículo, haciendo énfasis en la precisión académica y –si el maestro es bueno– la accesibilidad.

Espere, puede preguntarse el lector, ¿acaso los académicos no reservan tiempo para pensar o –para usar el término que lo hace más respetable–“investigar”? Desafortunadamente, el objetivo principal de la investigación parece ser la publicación de artículos en revistas indexadas o dar cuenta de aquella con otros “resultados”. Publicar implica una gran cantidad de actividades que podrían calificarse como filosofía a la Rimmer: corregir un manuscrito, verificar referencias, revisar la numeración de las notas al pie, juguetear con esta y aquella frase, alagar el estilo particular de tal o cual revista indexada de nuestra preferencia, el vaivén de las entregas, etc. Pero la necesidad de publicar levanta otras barreras, menos obvias, a la verdadera reflexión filosófica impulsada por el ardor de comprender algo fundamental. Los pensadores, como dijo Nietzsche, corren el riesgo de convertirse en meras “máquinas que reaccionan”. Las publicaciones académicas suelen responder a otras publicaciones académicas. El comienzo y el final de la contribución del académico a una conversación que a veces es como una asamblea parlamentaria, en la que todos hablan y nadie escucha, son incómodamente accidentales e intrascendentes. “Una crítica preliminar de una crítica neosmithiana de un externalismo jonesiano” está lejos de ser una respuesta al misterio de nuestra existencia. Los filósofos académicos parecen conformarse muy fácilmente con cubrir un pequeño trayecto de este largo viaje sin destino.

Añadir algunos granos de arena al imponente hormiguero de publicaciones académicas ofrece, por supuesto, satisfacciones secundarias: ganar una discusión (por pequeña que sea), hacer una adición al currículum vítae, aumentar la reputación personal (que se mide por el número de veces que citan tus trabajos), avanzar en el escalafón académico y complacer a los dueños de las arcas universitarias. Estas gratificaciones parecen compensar (o esconder) el desvanecimiento del sueño de reducir la brecha entre lo que uno es, lo que uno sabe y lo que uno entiende, o de la esperanza de revelar la naturaleza de las cosas.

 

Filosofía no viva

La filosofía académica es un blanco fácil. Muchos de sus críticos pasan por alto la rica literatura primaria y secundaria generada por honestos e infatigables profesionales del campo. Después de todo, las alternativas –empezar desde cero en una búsqueda solitaria de la verdad, desinformados de los pensamientos ajenos, o como parte de un balbuceo inmoderado de aficionados– no son atractivas en lo más mínimo. Y lo que es más importante, la crítica a la academia rehúye algo más profundo: la polémica relación entre los procesos del pensamiento, por una parte, y los productos visibles del pensamiento, por otra.

Esta relación preocupó al gran poeta y ensayista Paul Valéry, quien describió al pensador como un “impostor”. La estela congelada de libros y artículos que surgen de una vida de pensamiento ofrece una falsa impresión de la conciencia del escritor. Un trabajo terminado tiene poco que ver con los procesos caóticos, continuamente interrumpidos y autointerrumpidos de su composición. El pensador es reificado –vuelto una cosa–, y también lo es el lector. La verdad –un intercambio entre un escritor distraído y un lector distraído– permanece oculta. Un libro gordo y grande, o una caterva de tales libros, es como una cuenta de ahorros de la que no se puede retirar efectivo ni conseguir un extracto pormenorizado de la experiencia intelectual del cuentahabiente. Este fracaso es un reflejo de esta idea: los sempiternos pensamientos cuasiplatónicos no pueden ser materializados en productos simbólicos por pensadores reales.

Y así llegamos al modo más sutil de no hacer filosofía dedicándose a hacerla: argumentar a favor o aceptar conclusiones que ni siquiera imaginamos a cabalidad, y que tampoco hemos vivido ni mucho menos. Después de todo, ¿cómo sería creer en verdad que los objetos son construcciones lógicas hechas a partir de datos percibidos por los sentidos, o que la mente se extiende por todo el universo, o que los humanos no tienen agencia? El hecho de que rara vez se formulen estas preguntas traiciona la suposición de que el trabajo de un filósofo ha finalizado cuando arriba a una conclusión. Por el contrario, hacer filosofía de una manera verdaderamente filosófica apenas comienza al preguntarse por las consecuencias de un argumento.

Tomar en serio las ideas filosóficas, y pensar cuidadosamente en las conclusiones a las que se llega, debe –o debería– significar que también hay que imaginar cómo sería ponerlas en práctica, e incluso tratar de hacerlo. Ponerlas en práctica debería incluir compartirlas con nuestro círculo cercano, no solo con los otros panelistas de un simposio. Por desgracia, la vasta mayoría de los filósofos (incluido este columnista) rara vez intenta convertir a colegas, amigos o a sus seres queridos para que adopten su particular punto de vista metafísico –suponiendo que nos hayamos convertido nosotros mismos, en primer lugar–. Probablemente deberíamos alegrarnos de que los pampsíquicos y los materialistas no defiendan sus teorías opuestas sobre la naturaleza de la mente quemando la aldea de los otros. Sin embargo, el generalizado desinterés en convencer sobre nuestros puntos de vista a quienes no comparten nuestra profesión hace dudar de qué tan convencidos estamos nosotros mismos. Es como si no nos tomáramos en serio nuestras propias conclusiones. Es sabido que Kierkegaard comparó a ciertos pensadores con el legendario cerdo de Lüneburg, aquel que desenterraba trufas y luego las arrojaba tras de sí para que otros las comieran. Una metáfora elocuente de aquellos filósofos que publican conclusiones que otros (incluido sus futuros yos) tendrán que imaginar y vivir.

En fin, como se ve, hay muchas formas de fracasar como filósofo, por mucho que uno filosofe. En la raíz del problema está la distracción de por vida que llamamos vivir.

ACERCA DEL AUTOR


Raymond Tallis

Filósofo y médico de la Universidad de Oxford. Ha publicado varios libros de poesía, narrativa, filosofía y teoría literaria. El último es “Of Time and Lamentation: Reflections on Transcience (2017)”.