La mata

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POR Eliana Hernández

Enero 27 2021
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Pablo tiene 

poco pelo en la cabeza, 

bolsas bajo los ojos como almendras: 

a toda hora se ve cansado. 

 

Tiene la piel dura como el cuero, 

las manos torpes, gruesas de trabajar la tierra, 

dos marcas en medio de la frente 

dos líneas rojas que se le hacen 

cuando le da rabia, desde niño, 

y ahora 

cuando ve el noticiero de las siete 

los ojos cerrándose y le dice a nadie: 

país de mierda 

ahora sí nos llevó el putas 

y siente un calor en medio de la frente. 

 

Sus primos le decían 

a usted lo miraron de chiquito. 

 

Pablo tiene el cuerpo como un roble, 

su objeto más preciado un sombrero,

cuando abraza a los amigos 

aprieta demasiado.

 

 

 

Ester vive con Pablo, 

vive también de la tierra, 

cuida animales, 

cree en el mal de ojo, dice no es otra cosa que

la envidia de los otros, 

por eso a los niños cuando nacen 

no hay que dejarlos ver mucho.

 

También es muy importante 

anotar la hora y el punto: 

catar su estrella, 

seguirla todos los años.

 

Ester tiene paciencia en el teléfono: 

pasa horas escuchando 

los problemas de los otros.

 

Tiene una radio del 85 

que pone mientras está el almuerzo, 

sabe matar un animal de un golpe.

 

Lo que más le gusta: 

sentada en el solar comer patilla.

 

Ester tiene algo dulce en el rostro, 

la cara redonda, 

sabe quién es hijo de quién: 

cuando baja al pueblo 

todos le cuentan sus secretos.

 

 

Pablo y Ester viven en los montes, 

no tan lejos del mar. 

Sus hijos se fueron a la ciudad, 

no saben cuidar animales.

 

Pablo trabaja miércoles y viernes 

pelando hojas de tabaco, 

de regreso pasa por un bosque de guayacanes.

 

A veces recoge piedras con formas raras 

que guarda en el bolsillo, 

flores de manzanilla que le gustan a Ester, 

cuando llega las pone en una botella de cerveza.

 

Los acompañan un rottweiler, 

un gato que maúlla frente a la puerta: 

al gato, no a él, dice Pablo, le hacen falta los hijos.

 

Ester madruga para hacer el café 

lo cuela en una media negra, 

todavía el sol no ha salido. 

 

 

En la mañana Pablo descubre 

bichos muertos frente a la puerta: 

el primer día un colibrí pesado 

como una naranja en la mano, 

luego una serpiente, un ratón. 

 

Ester le ve las líneas en medio de la frente, dice: 

 

los trajo el gato de regalo, 

lo está invitando a cazar: 

él es un cazador.

 

Pablo no le cree, le parece 

una mala señal, y ella insiste: 

vive de noche, dice, 

su vida no es como la nuestra. 

 

En la tarde comen juntos en silencio, 

el plato de Pablo entre sus piernas: 

 

un bocado para él, 

medio para el gato.

 

 

Pablo carga las hojas del tabaco 

en los brazos como si fueran ruanas. 

 

Conoce también el punto 

en que se pueden cortar: 

están pálidas, los bordes curvados, 

la vena amarilla. 

 

Desde hace un tiempo 

siente un cambio pesado en el aire 

que no sabe cómo explicar. 

Por ejemplo, 

cuando pasa por el pueblo en la noche,

cuando oye que las bestias 

no logran descansar. 

 

Mientras tanto, las tareas inmediatas: 

lo llamé ayer, dice a su primer hijo 

que le responde aló medio dormido: 

 

¿qué hace, por qué no me contestó?

 

 

Una vez por semana, 

Ester cuelga animales 

de un gancho de metal 

para que la sangre les escurra: 

no siempre hay carne para comer.

 

Ve la sangre morada en el piso 

y piensa 

en lo que viene con un cambio de luna:

cuarto menguante plantas bajo tierra, 

la yuca cosecharla con la nueva.

 

En algún lugar leyó: la luna se aleja 

3,78 centímetros al año, la misma velocidad 

a la que crecen las uñas. 

Afuera los hijos de los vecinos 

juegan a ver quién escupe más lejos.

 

 

A Pablo lo despierta de la siesta 

el ruido de un helicóptero. 

 

Sale al patio y ve papeles blancos

que caen como nieve del cielo:

 

“comanse las gallinas y los carneros 

 y gocen todo lo que puedan este año

     porque no van a disfrutar mas”  

 

Siente el calor entre los ojos. 

 

Mejor ponerse a hacer algo, 

dar vueltas a la casa, 

recoger papeles. 

 

El miedo se acomoda 

como un gato en la garganta,

mejor hacer con ellos una bola,

tirarla al monte enfurecido.

 

 

La noche antes de que lleguen 

Pablo no puede dormir: 

sabe que algo va a pasar, 

pero no está seguro qué. 

 

Se levanta de noche, 

Ester ronca en el quinto sueño, 

busca en el cajón de la mesita, 

desenrolla la tela que aún huele 

a pelo de un animal de monte. 

 

Apurado comprueba que en la caja de madera 

Ester guarda:

          una cadena, 

                              una medalla,

                          unos sobres,

y, al fin, las escrituras. 

 

                            Ya qué putas. 

Coge la pala, 

camina a campo abierto por la trocha,

                                                                          veloz,

                                            después silencio.

 

Apaga la linterna y piensa 

mejor que nadie me vea.

 

Cuenta los pasos, cava un hueco 

en el lugar exacto, y entierra.

 

Lo hace cuando todavía no amanece,

repite en su mente fueron trece

 

los pasos, trece, 

uno y tres, 

no es el mejor número, 

 

mejor no decirle, 

siempre es mejor no saber.

 

 

ACERCA DEL AUTOR


Eliana Hernández

Tiene una maestría en escritura creativa de la Universidad de Nueva York. Actualmente vive en Ithaca, Nueva York, en donde cursa un doctorado en literatura y dicta clases.