Autómatas y artilugios de piedra, madera y bronce

Sobre los ancestros de la inteligencia artificial

Antes de ChatGPT y las nuevas formas de la inteligencia artificial, las culturas egipcias y grecolatinas ya estaban creando herramientas animistas basadas en la lógica y la mecánica. Aquí son analizados algunos de estos ancestros de la inteligencia artificial en la Antigüedad, desde los ushebtis egipcios hasta los autómatas griegos y romanos, así como el Mecanismo de Anticitera. De lo que los une a todos ellos surge una pregunta inevitable: ¿debemos seguir evaluando la inteligencia artificial a través de una lente puramente humana o existen otras formas de inteligencia que trascienden nuestra comprensión?

POR Ronald Forero Álvarez

Febrero 22 2024
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Ilustración por Paola Albao

 

I. Servidores de ultratumba

“Siempre Libia [uno de los antiguos nombres de África] ofrece algo nuevo”, reza el proverbio citado por Aristóteles en su Investigación sobre los animales (VIII 28 606b). Entre las novedades africanas de la Antigüedad, una de las más sorprendentes fueron los ushebtis –literalmente “los que responden” o “replicantes–, unas estatuillas antropomorfas que reaccionaban de manera expedita a “comandos de voz”. Los ushebtis eran esenciales en la escatología egipcia para la recreación del mundo de los vivos en el de los muertos. Fueron concebidos para llevar a cabo labores en el Más Allá, de manera que liberaran al difunto de cualquier trabajo agotador. La “programación” de las figurillas se realizaba mediante un conjuro. El más antiguo que se conoce se halló en los jeroglíficos del sarcófago B2L del majestuoso mausoleo de Mentuhotep II (c. 2009-1959+16 a. C.), conservado en el Museo Británico (inv. EA30839), el cual corresponde al número 472 de los Textos de los Sarcófagos:

¡Oh, shabtis, que han sido creados para (Nombre del difunto)! Si (Nombre del difunto) es designado para una labor, o si en ella se le impone un deber desagradable a (Nombre del difunto), como a un hombre que realiza su labor, “Aquí estamos” deberán responder. Si (Nombre del difunto) es designado para vigilar a aquellos que trabajan allí removiendo nuevos campos, para plantar tierras ribereñas o para transportar arena hacia el oeste que fue colocada en el este, y viceversa, “Aquí estamos” deberán responder.

Aunque nos resulte insólito, los egipcios se tomaban con solemnidad la recreación del mundo de los vivos en el de los muertos. Ahora bien, si pensamos en una eternidad dedicada a supervisar trabajadores, remover tierra o transportar arena, la idea de delegar automáticamente labores dispendiosas parece bastante conveniente. El mundo de ultratumba se había convertido en una obsesión para los egipcios, a tal punto que, durante la Dinastía I (c. 2900-2730+25 a. C.), el faraón era enterrado con todo lo necesario para una vida cómoda en el inframundo. Familiares, cortesanos, guardias, artesanos, esclavos, animales, comida, vino y toda suerte de pertenencias formarían parte del ajuar. La práctica nos deja atónitos, aun sin conocer las cifras: en el complejo funerario de Aha se exhumaron restos de al menos 21 personas, siete leones jóvenes y variedad de enseres; mientras que en el de Dyer se contabilizaron 318 cuerpos distribuidos en la cámara principal y las tumbas satélites. Si bien esta atrocidad fue un rasgo peculiar de aquella dinastía, la investigadora Alice Stevenson, en su artículo de 2015 “Telling Times: Time and Ritual in the Realization of the Early Egyptian State”, calcula que cerca de 2.000 personas acompañaron a los 11 faraones que la componían.

 

Ushebtis Crédito: World History.

 

El número de ushebtis fluctuaba según la época y la importancia del difunto, así como el material (cerámica, piedra, madera, fayenza, lapislázuli, etc.). En el sepulcro de Tutankamón (¿?-1324 a. C.) reposaban 401 de estos obreros –uno por cada día del año y 36 capataces por cada cuadrilla de 10 trabajadores–; en el de Seti I (1290-1279 a. C.), 700; y en el de Taharqo (c. 690-664 a. C.), un millar, cuyo número, no obstante, palidece ante los 8.000 famosos Guerreros de Terracota de tamaño natural que mantienen aún sin profanar la tumba de Qin Shi Huang (259-210 a. C.), el primer emperador chino.

 

Moneda con la efigie de Talos. Crédito: Wikimedia Commons.

 

 

II. La travesía celeste de los autómatas

En el mundo mítico griego también se concibieron seres artificiales dotados de cierto grado de inteligencia. Hesíodo –el “ingeniero” de los dioses– creó trípodes que se movían por sí mismos, fuelles que obedecían su voluntad y servidoras de oro dotadas de mente, voz y fuerza física. Creó a Pandora, a partir de agua y tierra, la cual estaba provista de voz y vida humana. Fue concebida para engañar a Epimeteo y liberar todos los males de la humanidad, encerrados en una caja. También se menciona a Talos, un ser de bronce e icor –la sangre divina–, cuya función era custodiar Creta, rodeándola tres veces al día. Sin embargo, los testimonios más notables son los barcos de los feacios que aparecen en la Odisea (VIII 555-63). Estas embarcaciones, sin intervención de los dioses o tripulantes humanos, poseían inteligencia y capacidad de decisión, pues conocían con precisión los mares, las ciudades y los campos, gracias a lo cual evitaban cualquier extravío o naufragio.

Los imaginarios míticos inspiraron a los griegos en la fabricación de autómatas. Contamos con testimonios que hablan de un pequeño carro enviado por los siracusanos a Delfos que se desplazaba por el suelo del templo, posiblemente creado en la corte de Dionisio I de Siracusa; una paloma de madera que volaba por el impulso de aire comprimido, fabricada por el pitagórico Arquitas, y un caracol mecánico que producía baba y que presidía las procesiones de Demetrio de Falero. Aunque estos artilugios diseñados para maravillar a los griegos no son descritos en detalle, Aristóteles ofrece una pista sobre su funcionamiento. Según el Estagirita, un impulso inicial desencadenaba una secuencia causal de acciones en la que intervenían cuerdas tensas que chocaban entre sí.

Este tipo de ingeniosos aparatos continuaron desarrollándose en la Biblioteca y el Museo de Alejandría durante la época helenística, pero de una manera sistemática. Gracias al patrocinio de los Ptolomeos, los eruditos contaban con una cantidad creciente de libros y recursos para sus investigaciones. El proyecto propagandístico de la Dinastía Ptolemaica era evidente: su reino se erigiría como el nuevo faro cultural tras el ocaso de la grandiosa Atenas de Pericles. Con seguridad, quien impulsó esta empresa fue el ya mencionado Demetrio de Falero (c. 350-c. 280 a. C.) –discípulo de Teofrasto, el primer sucesor de Aristóteles como escolarca del Perípato–. Los regentes, ansiosos de demostrar su poder y consolidar su autoridad, deleitaban a sus súbditos con fastuosas procesiones, como aquella organizada por Ptolomeo II (309-246 a. C.). En su cortejo un inmenso carro llevaba encima una estatua de Dioniso y otra de Nisa, la cual se alzaba, vertía libaciones y retomaba automáticamente su asiento con prodigiosa perfección, tal como relata Ateneo en el Banquete de los eruditos. Este ingenio pudo haber sido diseñado por el alejandrino Ctesibio (fl. 285-222 a.C.), a quien Vitruvio atribuye la fundación de la neumática como disciplina. Lamentablemente, no se ha preservado ninguna obra de su pluma, pero Vitruvio sostiene que Ctesibio describió la aplicación de los principios hidráulicos que hallamos en las obras de Filón y Herón. De este último, un tratado consagrado a los autómatas llevaba a la realidad los mitos con el diseño de puertas automáticas –semejantes a las de la morada divina del Olimpo– y de estatuas animadas que, como el colosal Talos, ejecutaban tareas mecánicas como hacer libaciones de vino y leche en los templos.

 

Los escritos de época romana también hablan de artilugios para templos, teatros y mansiones, herederos de las creaciones helenísticas, que operaban sua sponte (“por voluntad propia, espontáneamente”), según el testimonio de Séneca. De este periodo sobresale un infame aparato que ordenó confeccionar Nerón (37-68 d. C.) para urdir la muerte de su propia madre, a quien no soportaba por intentar controlar sus acciones y sus palabras. Suetonio narra que, después varios intentos de asesinarla, Nerón concibió una solútilis navis (“nave colapsable”) que segara la vida de Agripina bien mediante un naufragio, bien por el colapso del puente de la nave. Tácito asegura que detrás del siniestro plan estaba su pedagogo Aniceto, un liberto del rey Polemón II del Ponto.

Pero no todos los testimonios se quedan en las historias de los libros. El Mecanismo de Anticitera, hallado en el lecho marino del Egeo, atestigua una urdimbre de 30 engranajes que calculaban la posición de cuerpos celestes y determinaba las fechas de eclipses y festividades helénicas. Su asombrosa capacidad de cálculo lo configuran como el primer testimonio de una computadora analógica. Su datación es incierta, dado que los especialistas proponen desde el año 205 hasta el 60 a. C. Su origen es un misterio, aunque una noticia de Cicerón podría enlazar el invento con Arquímedes (c. 287-212). Según un pasaje de su República (I 21), Marco Claudio Marcelo, tras la conquista de Siracusa, se llevó como único botín dos sphaerae (“planetarios”), uno de los cuales fue fabricado por Arquímedes. El maravilloso microcosmo simulaba los movimientos del sol, la luna y las cinco estrellas errantes: Venus, Marte, Mercurio, Júpiter y Saturno. Cicerón también menciona que Tales de Mileto –el sabio presocrático– había esculpido una esfera sólida, a la que posteriormente Eudoxo de Cnido –discípulo de Platón– le había añadido estrellas fijas.

 

Mecanismo de Anticitera. Crédito: World History

 

 

III. Hacia un lógos universal

Un propósito común subyace bajo los imaginarios antiguos y sus manifestaciones: la búsqueda continua de la humanidad por replicar de algún modo operaciones vitales. En todos los casos se busca continuar con el funcionamiento racional del cosmos. El lenguaje, la matemática y los avances técnicos son las herramientas que ha ideado nuestro intelecto para cumplirlo. Falta aún por revelar un eslabón más en esta indagación, el cual se encuentra anclado en la capacidad de abstracción de los seres humanos.

Para garantizar el funcionamiento de la “simulación” egipcia de este mundo en el otro, se debía seguir una meticulosa serie de pasos, de lo contrario Anubis –el famoso dios con cabeza de chacal– no guiaría al difunto al Juicio de Osiris para determinar su destino. El “manual de instrucciones” se conoce como el Libro de los muertos, que data de la Dinastía XVII (c. ¿?-1540 a. C.). El conjuro, del que hablamos al inicio, se encuentra con modificaciones menores en el Capítulo VI. De acuerdo con la instrucción, A ordenaría a B llevar a cabo la tarea X, pero, como las tareas de B las ejecuta C, C quedaría “programado” para realizar las tareas que ordena A. La reformulación ahora nos resulta familiar, pues encargos tediosos como cómputos complejos, análisis de datos, transcripciones de audios, redacción de correos electrónicos, informes, etc., las delegamos a calculadoras, computadores y, más recientemente, al muy cortés ChatGPT.

Las reformulaciones lógicas que iluminan la comprensión de nuestra realidad constituyen uno de los muchos avances que atesoramos de los griegos. Sus discusiones filosóficas engendraron la lógica, la disciplina encargada de estudiar el lógos –“palabra”, “razón”– o, dicho de otra manera, la ciencia encargada de darle razón a la palabra y palabra a la razón.

El advenimiento del Órganon, la compilación de los tratados de lógica de Aristóteles (384-322 a. C.), marcó un hito. Resulta inconmensurable su impacto en el desarrollo de la ciencia, pues sentó los fundamentos para la formalización y la categorización del razonamiento humano, por medio del establecimiento de reglas para la inferencia y la demostración. Así, encontramos en los Analíticos Primeros (I 2 25a) esta conversión de proposiciones: “si en ningún B se da A, tampoco en ningún A se dará un B”. La sustitución por primera vez de palabras por las letras A y B representa un salto notable en el grado de abstracción, en cuanto que formaliza “si ningún placer es un bien, tampoco ningún bien será un placer”. La regla actúa como un par de ruedas dentadas, donde un simple giro de términos pone a prueba la validez de un argumento y la formulación de supuestos universales. Así, el movimiento de los engranajes nos revela que “si ningún perro (B) es un gato (A), tampoco ningún gato (A) será un perro (B)”; pero traquetea en “no hay políticos (B) honestos (A)”, pues implica que ningún ser humano honesto (A) podrá llegar a ser un político (B).

 

Staffelwalze de Leibniz. Crédito: Wikimedia Commons.

 

La influencia de dichas abstracciones se extendió hasta el siglo XVII, época en la que Leibniz (1646-1716) –partiendo de los avances de Aristóteles– se aventuró a crear un lenguaje universal que superara las limitaciones de las lenguas humanas, en su obra Dissertatio de Arte Combinatoria (1666). Este intento por establecer un lenguaje formal –un logos sin ambigüedades y universal– sentó las bases para el ulterior desarrollo de los lenguajes computacionales, los cuales finalmente permitirían materializar el sueño egipcio de artefactos ancilares, capaces de comprender y ejecutar tareas. Pero el filósofo, al igual que los sabios alejandrinos, dio un paso más allá con la creación del cálculo infinitesimal, el sistema binario y la Staffelwalze “rueda escalonada” o “Cilindro de Leibniz”, un conjunto de engranajes diseñado para realizar cálculos complejos, mucho antes de la invención de las calculadoras electrónicas en la década de 1970.

Aquí culmina este periplo a través del tiempo y del ingenio de los antiguos. En épocas posteriores el homúnculo del alquimista Paracelso, el Gólem de Praga y los distintos modelos de astrolabios comparten los mismos fundamentos: lenguajes y mecanismos gestados en los mitos y los sueños. Cada uno de estos ancestros son una manifestación de la búsqueda incesante de la emulación de nuestra propia naturaleza. De ahí que los principios de la inteligencia artificial hasta aquí esbozados estén circunscritos a las capacidades de nuestro intelecto, es decir, concebidos con parámetros humanos. Una última sección, pues, explorará esta inquietud.

 

 

IV. ¿Una inteligencia artificial demasiado humana?

¿Qué puede revelar de nuestra propia naturaleza un ushebti, las operaciones lógicas, los autómatas y un mecanismo milenario de cálculo?, ¿qué grado de intelecto puede alcanzar una creación forjada por nuestras manos? La idea de la inteligencia artificial nos sumerge en un maremágnum de intrigas. Hemos esculpido un mundo a nuestra medida y la inteligencia artificial parece ahora capaz de franquear los límites de esta dimensión. Ha eclipsado nuestras capacidades de cálculo y ahora combina signos lingüísticos, una proeza que creíamos reservada para nuestra especie. No obstante, aún parece navegar lejos de una conciencia histórica, de un sentido de pertenencia a una comunidad, de emociones auténticas, de la capacidad de discernir entre el bien y el mal o de ser consciente de su propia existencia y actuar en consecuencia.

La palabra “inteligencia” proviene del verbo latino intellégere, una amalgama de inter y légere, que sugiere el acto de “recoger, reunir, extraer, elegir entre (varias cosas)”. El proceso anterior guarda cierta semejanza con la labor que desempeña ChatGPT cuando reúne, extrae o elige –mediante un algoritmo– las palabras más adecuadas para formar una frase, en función de su base de datos. La palabra “artificial” deriva de artificialis, que proviene de ártifex “artesano”, que a su vez podemos descomponer en ars “arte” y fácere “hacer”, es decir, lo que es fabricado o propio de una persona experta en un saber. Nuestra inteligencia abarca mucho más que la sencilla elección de palabras: es la articulación de pensamientos, experiencias, emociones y deseos, casi siempre prestos a ser verbalizados. El proceso involucra la interconexión de cada uno de nuestros nervios con millones de neuronas. El entrelazamiento de estímulos externos con nuestras vivencias nos permite interpretar el universo y comunicarnos por medio de un léxico prisionero de los límites de la memoria. En tiempos recientes –quizás influidos por el inglés– hemos adoptado la expresión “siento que” para manifestar el resultado de esta poco predecible borrasca de impulsos y reacciones. Algunos, incluso, han propuesto el neologismo “sentipensar”, como nos ilustra el artículo de Andrea Bonvillani de 2015 titulado “Pensar los sentimientos, sentir los pensamientos. Sentipensando la experiencia subjetiva”. Nuestra sabiduría colectiva parece entonces encaminarse por la senda correcta.

Dicha noción encuentra su eco en la antigua palabra griega nóēsis, la cual, aun en griego moderno, refleja el resultado del uso del noûs, que significa “mente” o “corazón”. Según Triantafyllides, nóēsis es la capacidad de la mente para procesar los insumos proporcionados por los sentidos y forjar conceptos, razonamientos y juicios. Este noûs no residía en nuestra cabeza. Se encontraba en alguna parte de nuestro regazo, lo que explica la falta de un equivalente unívoco en español y por qué asocia las actividades cognitivas con las sensaciones corporales. Los procesos que acontecían en este noûs se manifestaban en forma de lógos, una palabra que ya hemos referido y que abarca la unión entre “palabra” y “razón”. Sus equivalentes en español incluyen “proverbio”, “noticia”, “palabra revelada”, “acuerdo”, “cálculo”, “proporción”, entre otros. Bajo esta perspectiva, la inteligencia artificial a la que tenemos acceso mediante ChatGPT, Bard, Bing y sus semejantes, no sería más que cadenas de léxeis, es decir, “vocablos”, desprovistos de cualquier tipo de razonamiento intrínseco.

¿Logrará entonces la inteligencia artificial algún día alcanzar la cumbre del lógos, abrazar el libre albedrío, aprender a partir de información exógena? ¿Debemos seguir proyectando la sombra de nuestros sentimientos, capacidades y limitaciones intelectuales sobre ella? ¿Será posible concebir otras formas de cognición diferentes a las de los seres humanos?

ACERCA DEL AUTOR


Profesor asociado de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas de la Universidad de La Sabana. Actualmente es profesor de griego clásico y latín, historia de la lengua española y fundamentos de lenguas bíblicas. Es director del grupo de investigación Nóvitas de la misma entidad educativa y miembro de la Asociación Internacional de Papirólogos. Sus investigaciones están relacionadas con la lírica griega arcaica, la papirología literaria, la recepción de la literatura, la resolución de conflictos y la didáctica de lenguas clásicas. El profesor Forero además es Licenciado en Español y Filología Clásica por la Universidad Nacional de Colombia y Máster y Doctor en Textos de la Antigüedad Clásica y su Pervivencia de la Universidad de Salamanca en España.