Dios y la Nada

El colmillo de la esfinge.

POR José Covo

Marzo 31 2022
Dios y la Nada

 

Cuando se crece, como lo hice, frente al horizonte, hay, para alguien como yo, propenso a la especulación y el delirio, ciertas preguntas que se convierten, ellas también, en horizontes constantes al fondo de la vida... ¿Qué hay más allá de lo que alcanzamos a percibir? ¿Dónde acaba el mundo? ¿Dónde el universo? ¿La realidad? Horizontes diferentes, cada uno. Pero, sobre todo, ¿por qué hay horizontes? ¿Por qué el mar y el mundo se cortan en esa línea?  ¿Por qué no vemos todo lo que hay y ya? Yo, y muchos, estamos acostumbrados a solo ver lo que nuestros ojos nos permiten, y a intentar contentarnos lo mejor que podamos con esa versión de las cosas, igualmente determinada por la fisiología de nuestros aparatos oculares y, al mismo tiempo, por nuestras ideas sobre lo que esas luces refractadas por la carne quieren decir.

Pero nadie se termina de contentar, en realidad, con solo ver lo que vemos. Tenemos, todos, la certidumbre de que el mundo, el universo y la realidad existen más allá de nuestra percepción de ellos. Que todo ese material está ahí, incluso cuando no lo percibimos. Pero solo comprobamos su existencia cuando lo registramos con los sentidos o lo medimos con algún instrumento... No hay manera, en realidad, de saber qué está ahí cuando no está siendo interpretado por nuestras imaginaciones. Suponemos, y con razón, que hay algo. Pero si solo conocemos las cosas en términos humanos, no somos entonces capaces de entender la existencia de eso que no tiene ni color, ni forma, que se lo ponen los ojos o las manos, ni su composición química, porque los nombres de los elementos son inventados, y tampoco son útiles para ningún propósito, porque el sentido y la utilidad son también inventos nuestros. Pero ¿quién puede, en verdad, vivir así? ¿Como si no supiéramos lo que son las cosas? ¿Como si nuestro software humano fuera incapaz de abordar lo que en realidad existe? ¿Quién se atreve a retar este piso de todas nuestras vidas sin experimentar un incremento en la presión arterial? ¡O un bajón! Depende, por supuesto, de las particularidades del organismo que está, en ese momento, poniendo en duda su propia existencia.

El aparato del cerebro humano, no hay duda, es una especie de milagro producto del trabajo realizado por el tiempo sobre la materia, que la revuelve y la agita en millones de años como una mezcladora de concreto del tamaño del universo, dando vueltas con violencia y ruido. Pero la capacidad de cómputo de nuestro kilo y medio de mundo metido en el cráneo es también limitada. ¡Y somos mamíferos! ¡Necesitamos calorcito y amor! ¡O por lo menos compañía! No son las condiciones idóneas para conquistar el conocimiento de todo ese concreto sobresaltado y, sobre todo, ajeno a las necesidades de perros, ratones y humanos. 

Así como armamos nuestras casas, chabolas o hangares militares, con techos, paredes y pisos que establecen un adentro y un afuera, armamos también nuestro software que llamamos Realidad, nuestro algoritmo, mitad instinto y mitad imaginación, para tener un adentro, que podemos llamar Mundo, en el que nos permitimos organizar los muebles y retratos como nos gusta, aunque allá afuera, más allá del horizonte, no existan, en realidad, ni los muebles ni las fotos. 

¡Pero es grande nuestro software! O, en todo caso, ambicioso, y cuenta con una interfaz gráfica que produce la ilusión de profundidad infinita. Allá al fondo de esa profundidad están, según se mire, o Dios o la Nada. Cada uno, según se mire, piso o techo de nuestro mundo. Cuando uno es el piso, el otro es techo, y a la inversa. ¿Verdad? No puede haber nada más opuesto, nos parece, que por un lado el vacío y por el otro la voluntad absoluta y omnipotente. Pero vale la pena examinar esa oposición con más cuidado... porque la Nada, al no estar en ningún lugar, es infinita... no tiene que existir para estar ahí y dirigirnos su influencia... ¡afectarnos! Con un peso, para algunos, mayor que las exigencias morales de Dios. ¿Qué nos exige la nada? ¡Que vivamos! Comprendiendo, al vivir, que nuestras acciones ocurren sobre un vacío infinito y no significan, al final, nada en particular. ¡Todos escuchamos el canto de esa sirena oscura! ¿Quién ha creído alguna vez, en cualquier cosa, sin al mismo tiempo dudar? ¿Cómo sabríamos que creemos si no dudásemos? ¡Dichosos los que creen sin haber visto! ¡Es decir, dichosos los que logran abandonar la duda natural hacia lo invisible! ¡Quienes logran dudar de la duda! Y ahí queda, incluso cuando creemos, al fondo de todo, parada en el horizonte donde las cosas ya no existen, la Nada omnipotente, tan poderosa que no tiene ni siquiera que existir para que vivamos según su voluntad... ¡Dichosos los que creen habiendo visto! Que ven el hueco grande donde cabe todo y sin embargo... 

Para el creyente, por supuesto, Dios es piso y techo y del tamaño de todo lo que puede existir, e incluso más grande... Su voluntad se cumple... ¡siempre! Incluso cuando no parece haberse cumplido. Porque ningún mortal, por grande que sea, logra saber lo que Dios quiere en realidad. Como el horizonte marítimo, la voluntad de Dios está siempre más allá. Y como el horizonte de la Nada, el horizonte de Dios está más lejos incluso de lo que existe o no existe. Como la Nada, Dios no tiene que presentarse en el registro de lo visible para que nos angustiemos con la pregunta de su voluntad... A la una y el otro los sentimos con el pecho... y tal vez los sentimos más, incluso, cuando nos parece que se ausentan. Un mundo sin Dios, es decir, sin principios morales fundamentales, sin esa estructura que garantiza el sentido de nuestras acciones, es un mundo sin destino, sin razón de ser... la existencia en la que el único horizonte es la Nada. Y en un mundo en el que no existe la Nada no hay espacios vacíos, no hay accidentes ni tampoco duda razonable, porque la duda es el encuentro de la razón con el vacío.

Ambos horizontes se sostienen mutuamente, en un simulacro de guerra en la que ninguno de los dos quiere, en realidad, eliminar a su contrincante. Si la humanidad estuviera nueva y hubiera necesidad de establecer mitos, podríamos decir que Nada y Dios son hermanos gemelos, partícipes de una vida compartida que, en un momento, sin embargo, se rompe frente a un conflicto irresoluble... ¡Nuestro nacimiento, producto de su incesto! El horror de sí mismos los obliga a buscar diferentes formas de seguir viviendo, buscando, cada uno, individualizarse por oposición... y simulan una batalla por la custodia de la humanidad, sabiendo bien cada uno que ni él ni ella podrían cargar solos con los millones sobre millones de destinos extraviados en su libertad.

Si estos nuestros dos horizontes infinitos nos crearon, o si nosotros los creamos a ellos para sentirnos creados y llenos de sentido, es una pregunta que, desde el interior de nuestro software de la Realidad, es imposible de responder. Tendríamos que ir más allá de la interfaz... pero si incluso nuestra alma hace parte de ese sistema, ¿quién iría? Y ¿con qué lenguaje de programación? Es imposible, al mismo tiempo, parar de preguntarnos. Con el vivir mismo no hacemos otra cosa más que preguntarnos. Ni Dios ni la Nada, ni Padre ni Madre, tienen el dominio completo de nuestra alma. Esto nos hermana tal vez más que cualquier otra cosa. Y, hermanados, nos reconocemos, sin decirlo, como la descendencia viva de este linaje inexistente y absoluto.

ACERCA DEL AUTOR


José Covo

Ha publicado las novelas Cómo abrí el mundo (Planeta, 2021), La oquedad de los Brocca (Caín Press, 2016) Osamentas relampagueantes (Caín Press, 2015). A través de su escritura aborda la fragilidad de los conceptos y las fantasías con los que se negocian, entre los miembros de la especie, el problema del estar-aquí. Fue pintor antes de escribir cualquier cosa, soñador lúcido antes de empirista, y cree que el agua le entra al coco desde un adentro más interior.