Dos días en la vida de Ricardo Klement

Hombre de mil máscaras, Adolf Eichmann, el criminal de guerra nazi, fue artífice de las peores atrocidades, y antes de morir trató de soslayarlas con la ficción y con su tardía vocación de escritor. Una de las historias que se ciernen sobre su vida es la de un supuesto viaje del alemán al Vaupés. Aquí una especulación sobre ese hipotético periplo y un perfil del infame militar.

POR Fernando Nieto Solórzano

Marzo 07 2024
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“…las mejores mentiras no son nunca mentiras puras, sino mentiras entreveradas de verdades…”. 

Javier Cercas en El punto ciego

 

Imagino una canoa, angosta y larga, tallada en una madera muy dura, deslizándose al amanecer por las aguas de un río enorme que atraviesa la selva. Acuclillado en la parte de atrás imagino a un boga de rasgos mestizos con el torso desnudo y a dos hombres que lo acompañan. Ambos, no tan jóvenes como el boga, son blancos, seres de ciudad que miran en torno a aquellos parajes ignotos, como si aún estuvieran descubriendo el mundo. El que parece mayor lleva lentes y va fumando, el otro es médico de profesión. La canoa con sus tres ocupantes ha seguido durante horas el curso de la corriente, primero en la completa oscuridad, apenas al amparo de la luz de la luna, luego en una claridad incipiente que poco a poco ha ido llenando el cielo y revelando la anchura verdadera del río y las masas de árboles que se alzan como murallas en los márgenes distantes. 

 

Con la luz creciente se exacerban los chillidos desgarrados de las aves que salen de las entrañas de la selva y el agua cobra por momentos destellos dorados. El olor a leña quemada, la visión de las casitas desperdigadas que tras una curva del río empiezan a aparecer sobre la orilla, los gritos de los niños que se quedan viendo pasar la canoa… Todo aquello saca de su mutismo al hombre que fuma. Inquieto, le hace al médico una pregunta tras otra en una lengua extraña, jamás escuchada por el boga. Entonces el médico las traduce al español y al instante el boga contesta: “Sí, estamos cerca, el puerto queda allá…”. Señala adelante una aglomeración todavía remota de embarcaciones y techos de lata que brillan en el sol de la mañana. Todos vuelven a guardar silencio, pero el forastero que no habla español escruta con aprensión el curso del río. Le han dicho que su nombre es “Vaupés”. Al cabo de un rato el paisaje ha cobrado una apariencia distinta, pues en la orilla los inmensos árboles han sido talados y en su lugar se levantan viviendas de madera, una junto a la otra, en desorden, una aldea muy grande despertando a la vida en un día cualquiera. 

 

Con la pericia de quien conoce su oficio, el boga conduce la canoa hasta el muelle, donde la amarra. Los tres desembarcan y sale al encuentro una mujer vestida con hábito de monja que entabla, aparte, un breve diálogo con el boga. Después la religiosa y el boga se acercan a los recién llegados, los miran con suspicacia de arriba a abajo. “¿Dónde estamos?”, pregunta el médico. “En Mitú”, responde el boga. Entonces, el hombre que no habla español pronuncia las palabras mágicas que la monja está esperando: “Ich bin Ricardo Klement [Soy Ricardo Klement]”. Imagino a los cuatro echando a caminar de espaldas al río, dejando atrás el ajetreo del muelle a esa hora temprana. Los imagino en fila india -la religiosa a la cabeza, los forasteros en medio, el boga de último– perdiéndose en el laberinto de casas de un solo piso y techo a dos aguas, en busca de una de las trochas que la mujer conoce muy bien y que habrá de adentrarlos en la selva.  

 

***

 

Toda imagen tiene una semilla. La de Ricardo Klement navegando el Vaupés, echando pie a tierra en un poblado de sus orillas y metiéndose en la manigua, no es la excepción. La semilla de esa imagen la encontré en el libro Historias de cien ciudades, donde su autor, Diego Rosselli Cock, escribe: “En 1954… escapando a la persecución de los cazadores de nazis, llegó por el río el criminal de guerra alemán Adolf Eichmann, quien fuera comandante de las SS y protagonista en la 'solución final' de Hitler. Dos días estuvo en Mitú… Como se sabe, en 1960 Eichmann sería retenido en Buenos Aires por agentes secretos israelíes, juzgado en Israel y condenado a la horca”. 

 

Así que Adolf Eichmann (1906-1962), miembro de las SS a partir de 1932 y quien luego de su carrera como asesino de masas se puso sucesivamente las máscaras de Adolf Karl Barth, Otto Eckmann, Otto Heninger… antes de terminar convirtiéndose en Ricardo Klement, pasó por Mitú, en la época en que Mitú aún era la capital de la comisaría del Vaupés. Cuando tuve el número telefónico de Rosselli Cock (internet, sin duda, es un océano insondable) lo llamé para preguntarle cuál era el origen de la historia. Aludió de manera vaga a una publicación, cuyo título Rosselli Cock no recordaba, escrita por un tal Milcíades Borrero Wanana, a quien había conocido en sus correrías por la Amazonia. Aunque encontré una publicación de Borrero Wanana, esta no aludía a Adolf Eichmann o a Ricardo Klement ni a ningún otro personaje parecido. Tampoco di con Borrero Wanana, quien, tengo entendido, ronda los 85 años, y cuyo rastro habría que seguirlo en algún paraje de esa región del país. “Los mitos sobreviven porque se nutren de fantasías”, y nada despierta más la fantasía que los documentos inaccesibles o que han desaparecido, dice la investigadora Bettina Stangneth, a cuya obra me referiré en breve.

 

En cualquier caso, me quedé con la imagen de Eichmann prófugo en la frontera suroriental de la Colombia selvática, transmutado en Ricardo Klement. Y la imagen, como le sucede a una semilla, empezó a germinar. Si se ha escrito que Hitler vivió en Tunja, ¿no sería factible que Eichmann hubiera pernoctado en Mitú? Al fin y al cabo los datos que hilvana Rosselli Cock son muy precisos: corría el año 1954, llegó siguiendo el curso del río, permaneció dos días en la población… Resulta tentador, por ejemplo, aventurar una intriga que ponga a hablar al teniente coronel de las SS, Adolf Eichmann, con el teniente general Gustavo Rojas Pinilla (1900-1975), cuyo régimen (1953-1957) lo acoge y luego, por culpa de un mal paso de Eichmann, por culpa de una maniobra maquiavélica de Rojas Pinilla, lo expulsa a esas lejanías, lo saca del país donde impera el binomio pueblo y fuerzas armadas. ¿Acaso las vidas de muchos jerarcas nazis (así como las vidas de nuestros vecinos, de nuestros amigos, nuestras propias vidas) no abundan en sombras, en vacíos que no son sino la ocasión para urdir conjeturas?

 

Una amiga bogotana que desde hace años vive en Florencia, capital del Caquetá, me comentó por teléfono que a lo mejor la historia de Eichmann en Mitú no la leyó Rosselli en alguna obra escrita por Borrero Wanana, sino que quizás la escuchó de boca de él. Ella, que los ha tratado a los dos, agregó: “Acá en la selva -el bullicio de los pájaros, al otro lado de la línea, me transportó al instante a las calles de esa ciudad donde nunca he estado- se dicen cosas, circulan historias, la gente habla y muchas veces esos relatos se convierten en verdades… Es como si uno se moviera entre la realidad y la ficción”. 

 

Pero hay que decirlo de una buena vez: Adolf Eichmann jamás estuvo en Mitú. Se sabe, ya nadie lo discute, que llegó a Buenos Aires en julio de 1950, tras cinco años de estar escondido en Europa. “El hecho innegable es que Eichmann y su familia nunca dejaron la Argentina hasta el secuestro”, o sea, hasta mayo de 1960, cuando los agentes del Mossad lo sacaron de manera clandestina del país, afirma Bettina Stangneth en Adolf Eichmann, historia de un asesino de masas (2011). Esta obra, amigo lector, así como Eichmann en Jerusalén (1963), de la pensadora alemana de ascendencia judía Hannah Arendt (1906-1975), son las fuentes que utilizo a lo largo de mi texto cuando evoco al teniente coronel. 

 

Especialmente la primera, cuya autora advierte: “Nos resulta fácil imaginar a los criminales como seres oscuros, que llevan a cabo sus actos en el mayor secreto”. Y luego se adentra en la compleja personalidad de Eichmann, profusamente iluminada por el análisis de una vasta estela de documentos y testimonios que Stangneth, filósofa alemana nacida en 1966 y especializada en temas tan particulares como el antisemitismo en Kant, examina con pasmosa minucia y tenacidad a lo largo de casi 600 páginas. Aunque no constituye el asunto central, su estudio indaga una dimensión insospechada en Eichmann, en apariencia contradictoria con su naturaleza de criminal, sin duda desconocida. Me refiero a su deseo de ser escritor.

 

***

 

Bajo el cielo nocturno del Brezal de Luneburgo, ubicado entre las ciudades de Hamburgo, Bremen y Hanóver, Adolf Eichmann, que aparte de la máscara de leñador también se ha puesto el nombre de Otto Heninger, toca el violín. A unos metros frente a él una hoguera arde con vigor en el centro de un nutrido círculo de hombres y mujeres, de niños y ancianos que escuchan aquella composición de Mozart que Heninger ya ha tocado en otras ocasiones. Es una noche de verano de 1947 y el calor de la hoguera parece inútil, pero a los pobladores del brezal, en esos duros tiempos que ha traído el final de la guerra, les gusta agruparse en torno al fuego, recibir cuando los necesitan los cuidados de las enfermeras de la Cruz Roja asentadas en la localidad, oír el violín que toca el leñador. 

 

La música cesa, algunos aplauden, la vanidad de Heninger aflora en una sonrisa. Sabe que ha ejecutado la pieza, sin duda exigente, de forma impecable. El círculo se disgrega, pero una pareja que vive no muy lejos de su cabaña (asistió hace poco a la boda y quizás pecando de imprudente se dejó tomar fotografías) le ofrece un vaso de cerveza y luego también se acercan tres, cuatro hombres, algunas mujeres… hasta formar un corrillo. Se ponen a hablar de las viejas épocas, del futuro de Alemania… Les agrada este leñador de poco más de 40 años, tranquilo y sencillo, fumador empedernido en cuyo acento se percibe cierto dejo vienés, en cuyas maneras hay una inequívoca impronta que no es la del mundo rural. Heninger se siente a gusto entre ellos, pero ni Heninger ni ellos hacen o responden preguntas acerca del pasado: todos hablan y conviven en el Brezal de Luneburgo a semejanza de quienes habitan una zona de sombra donde eluden ciertos diálogos. Es la manera como se cuidan las espaldas. Al rato Heninger recoge el violín, acaricia la mejilla de una niña que, al igual que otras veces, lo aborda como si Heninger fuese su padre o su tío, una niña que se empina y mete la mano, sin suerte, en los bolsillos de la chaqueta militar toda gastada en busca de chocolates. Heninger, lacónico, se despide de ella –“gute nacht, gute nacht”- y al tiempo que enciende un cigarrillo se escabulle sin decir adiós a nadie más, camino de su cabaña. 

 

La añosa chaqueta militar es una de las pocas cosas que le quedan de su otra vida, cuando tenía el despacho de un alto funcionario de las SS y hombres a cargo y autoridad, cuando iba y venía por Europa y era suyo un carro con un chofer y disponía de la vida de millones de hombres y mujeres, cuyos días se consumían en guetos y trenes y detrás de las alambradas. Ahora, a solas, por el sendero del brezal en la tibia noche de verano, Otto Heninger orienta todos sus sentidos, todos sus pensamientos en una única dirección: sobrevivir. No lo abandona, ni lo abandonará durante años, el temor a escuchar a plena luz del día, mientras corta árboles para Burmann & Co o hace fila en la tienda del pueblo más cercano, una voz detrás de él que de repente grite “¡Eichmann!” porque alguien, un ex camarada o un judío, lo acaba de reconocer. Pero el bosque que palpita en torno y el cielo sin estrellas le transmiten cierta seguridad, lo mismo que el devenir monótono de los días y las noches, las rutinas elementales que debe seguir un leñador que paga puntualmente el alquiler de su cabaña. 

 

Al cerrar la puerta, Eichmann deja el violín en el rincón de siempre, junto al hacha, enciende una lámpara de queroseno, come algo mientras mueve la perilla de su aparato de radio en busca de voces lejanas, de noticias que arrojen pistas acerca de cómo seguir jugando sus cartas. Lee un poco. Al pie del catre reposa un libro titulado El Estado de las SS, así como una pila de diarios viejos con artículos que mencionan a Adolf Eichmann, a quien en el resto del continente han empezado a llamar “El fantasma de Núremberg”. Como todo fantasma, Eichmann está solo, separado de su esposa Vera y sus tres hijos, convertido en un paria que ha decidido, muy a su pesar, seguir siendo lo que de ninguna manera había querido ser en los últimos diez años: una personalidad invisible. El silencio que ahora lo rodea en las tinieblas apenas rasgadas por la luz amarilla de la lámpara lo asoma a sus abismos interiores. 

 

Entonces el otrora poderoso teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, alias Otto Heninger, toma un lápiz y unas pocas hojas sueltas y en la mesa donde come a diario y a veces ensaya a solas jugadas de ajedrez, cede al impulso de garabatear recuerdos y anotar cifras, aprovechando que recuerdos y cifras aún permanecen frescos en su memoria. En el Brezal de Luneburgo le dedicará a esa tarea, noche tras noche, los minutos que cierran la vigilia, entendiendo que constituyen los primeros ejercicios de un escritor que quizás no sabe que luego en Buenos Aires y más tarde en Jerusalén llenará obsesivamente miles de páginas. Sin embargo, aquellos papeles que verán la luz en la cabaña y que terminará quemando justo antes de dejar su escondite no tienen el propósito de esclarecer sus acciones, sino más bien defenderlas, pues su artífice las asume como los mayores logros de su vida. Después de todo, para un nacionalsocialista como él, la guerra aún no termina. 

 

Tendido en el catre con las manos bajo la nuca se dispone a esperar el sueño, y entonces cierra los ojos. Sabe que su propósito no es exorcizar sus propios demonios, sino pasar la noche con ellos, en el mismo lecho, con un deleite parecido al que sentía cuando retozaba con la amante judía que tenía en Viena. Sabe que al escribir no va en busca de la verdad, sino de una justificación. También sabe que esa verdad es demasiado monstruosa.

 

La última noche de Eichmann como escritor

 

La noche de Adolf Eichmann en el Brezal de Luneburgo, construida a partir de la información consignada por Stangneth en su obra, y de la cual (debo decirlo) eché mano para hacer literatura, me lleva a una fotografía de Eichmann tomada en su celda en Jerusalén, que vi por vez primera hace poco. Vestido de civil, con el escaso pelo peinado hacia atrás y lentes de montura grande y gruesa, Eichmann tiene el aspecto de un buen padre de familia. Aparece sentado de perfil frente a una pequeña mesa en la que revisa un escrito, mecanografiado o de su puño y letra, quién sabe. Al manipular la hoja de papel, su mano derecha, en la que sostiene con los dedos engarruñados una pluma o un lápiz, sale ligeramente borrosa debido al movimiento congelado por el disparo de la cámara. Su mano izquierda se ve nítida y firme, no exenta de cierta elegancia, con el índice y el anular estirados, apretando un cigarrillo que está a punto de acabarse. Un cenicero, hecho en una cerámica negra y brillante, reposa en el borde de la mesa. Al pie del cenicero, frente a Eichmann, se alza una torre de diez o más libros, casi todos con tiras de papel entre sus páginas que señalan pasajes leídos y releídos por el prisionero de los que extrajo buena parte de la materia prima para su defensa; una torre de libros que en la foto le confieren a Eichmann (aún cuando el espectador no ignore que se trata de un asesino de masas) el aura de un académico, un pensador, un ideólogo, un escritor. 

 

Concibo esa fotografía como el símbolo de un Eichmann que, en efecto, pretendió ostentosamente ser todas esas cosas, no con la duda inherente al lector honesto que está dispuesto a cuestionarse a sí mismo, sino con la certeza de querer pescar datos e ideas que le sirvan para avalar sus mentiras. Eichmann leía un libro “como un intruso atraviesa una vivienda”, señala Stangneth, es decir, llevándose lo que podía serle útil. Con tal empeño leyó todo lo que sobre él, el nacionalsocialismo, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto cayó en sus manos luego de la derrota de Alemania. Esas lecturas inspiraron en Buenos Aires mil páginas mecanografiadas de conversaciones con comentarios y quinientas de manuscritos y apuntes, todo ello “disperso como un rompecabezas gigantesco de lo inescrutable en diversos archivos”, leemos en Adolf Eichmann, historia de un asesino de masas, rompecabezas que abarca los Argentinien-PapiereApuntes de la Argentina (el corpus de escritos de Eichmann en el exilio), el cual incluye las transcripciones de las grabaciones en cinta magnetofónica que a lo largo de 1957 acometió con el periodista holandés, nazi para más señas, William Sassen (1918-2002), episodio en la vida de Eichmann que merece un capítulo aparte. En Jerusalén, donde fue juzgado en 1961 y ejecutado en 1962, escribió alrededor de ocho mil páginas, entre manuscritos, declaraciones, cartas, dossiers personales, ensayos, notas sueltas y comentarios en los márgenes de documentos, bajo títulos como Mi huidaTambién aquí, ante el patíbuloMi ser y mi proceder. “Si había alguien que conocía el poder que puede emanar de un papel, ese alguien era Eichmann. Podía definir la vida o la muerte”, dice Stangneth. En Argentina quiso, con la ayuda de Sassen, salir del anonimato; en Jerusalén, salvar el pellejo.

 

Ya lo ha dicho Mario Vargas Llosa (1936) en la introducción a La verdad de las mentiras, su colección de ensayos sobre grandes obras de la literatura: “Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros– quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones”. Eichmann, sin duda, no estaba contento con su suerte en el Brezal de Luneburgo, tampoco en Buenos Aires, mucho menos en Jerusalén. Aún antes del estallido de la guerra quería pasar a la historia, y en cada uno de aquellos lugares concibió una nueva versión de sí mismo, es decir, recurrió a la ficción para cambiar de nombre y modificar el pasado, el suyo, el del nacionalsocialismo, el de Alemania. 

 

En Argentina, y a los ojos de la comunidad nazi que lo acogió, volvió a ser el especialista en la Solución Final -término que al igual que La Violencia en la historia de Colombia calla convenientemente el nombre de los responsables–, y se convirtió en uno de los sacerdotes de la secta reclamando la devoción de sus adeptos, pues “nunca quiso, ni siquiera como fugitivo, la oscuridad y el quehacer oculto”, señala Stangneth. En Israel se empeñó a fondo (no sin éxito) en presentarse como el burócrata de segundo orden, el pequeño piñón del gigantesco engranaje de destrucción y muerte que fue el Tercer Reich. “Aunque esté repleta de mentiras -o, más bien, por ello mismo- la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar”, dice Vargas Llosa. Fue justamente aquella ficción hecha de palabras, consignadas en cintas magnetofónicas que duran horas y en hojas de papel que suman miles, lo que traicionó la cautela de Eichmann y labró su camino a la horca. 

 

***

 

En la celda siempre iluminada, siempre a la vista del guardia que la vigila, Adolf Eichmann espera el acto final del drama que, tras su captura en Buenos Aires en mayo de 1960, avecina su desenlace. Es la última noche de mayo de 1962 en Jerusalén. Los sonidos remotos de la ciudad y los tenues olores del desierto se cuelan por los barrotes de la claraboya, estrecha y alta, que se abre en el muro. Tendido en el camastro, el preso recuerda, fuma, bebe una botella de vino tinto que, casi como una gracia especial, la justicia de Israel ha permitido que le traigan. 

 

“Ante vosotros comparezco, jueces de Israel que formáis esta sala –en su memoria resuena la voz del fiscal Gideon Hausner al comienzo del juicio, en abril de 1961-, para acusar a Adolf Eichmann, pero no comparezco solo. Aquí, en este momento, a mi lado, hay seis millones de acusadores… Su sangre clama justicia al cielo…”. La sala era un auténtico teatro, con un público nutrido que llenó las graderías, actores, cámaras de televisión que transmitieron durante meses las imágenes en blanco y negro de uno de los juicios más importantes del siglo XX, cuyo protagonista ocupó, jornada tras jornada, una cabina de vidrio en la que poco a poco aquel hombre delgado y de estatura media, con dientes irregulares y corto de vista, se fue afantasmando. Allí, en la cabina, donde nunca o casi nunca perdió la compostura y cuidando siempre sus intervenciones para no delatar a ninguno de sus antiguos camaradas, Eichmann admitió ante el tribunal que la aniquilación de los judíos había sido “uno de los mayores crímenes cometidos en la historia de la humanidad”, pero insistió en que tan solo se le podía acusar de haber ayudado en esa aniquilación, de haberla tolerado

 

El 11 de diciembre de 1961 fue condenado –no solo era necesario hacer justicia, sino también mostrar que se hacía justicia- por la totalidad de los quince delitos que le habían sido imputados, entre los cuales estaban los delitos contra el pueblo judío con el ánimo de destruirlo. Tras escuchar la sentencia, Eichmann se puso de pie en la cabina de vidrio y dijo: “No soy el monstruo en que pretendéis transformarme… Soy la víctima de un engaño”. Cuatro días después el tribunal dictó el fallo de pena de muerte, y aunque Eichmann y su abogado defensor, Robert Servatius, elevaron una apelación, el 29 de mayo de 1962 el fallo fue confirmado. Ese mismo día el condenado envió al presidente de Israel, Itzhak Ben-Zvi, una carta de cuatro páginas pidiendo clemencia. Lo mismo hicieron Vera, sus hijos, el resto de la familia y centenares de personas alrededor del mundo, entre ellas un grupo de profesores de la Universidad Hebrea de Jerusalén. 

 

De repente, a eso de las diez de la noche, al otro lado de la puerta de la celda, Eichmann adivina los pasos del doctor Servatius, escucha su voz cuando el guardia lo aborda. El reo se incorpora, la puerta se abre, el abogado entra, lo mira y no dice nada. Se limita a hacer un gesto de derrota y a entregarle un documento. Eichmann entiende: todas las peticiones de clemencia han sido rechazadas por Ben-Zvi. El guardia obliga al doctor Servatius a abandonar la celda, cuya puerta se cierra, a semejanza de una carcajada, con el estruendo de goznes y hierros al que se ha acostumbrado. Eichmann, que intuye que a lo mejor no habrá tiempo para ingerir una última cena, escribe una carta de despedida. “Vera, debes pensar: ¿qué habría pasado si me hubiera matado una de las muchas bombas que cayeron durante la guerra? Pero el destino nos dio un par de años más juntos. Tenemos que estar agradecidos”. 

 

El guardia entra y recoge la botella de vino que Eichmann ha bebido a la mitad y pregunta si acepta la visita del ministro protestante que le ha ofrecido leer juntos la Biblia, pero Eichmann, enfático, responde que no. Sabe que ha llegado la hora y justo antes de dejar la celda añade otras palabras a la carta: “Ahora me vienen a buscar para ejecutarme. Es 31 de mayo de 1962, cinco minutos antes de la medianoche. ¡Adiós!”. Se dirige al patíbulo con gran dignidad, las manos atadas a la espalda, sereno y enhiesto a lo largo de los cincuenta metros que separan la celda de la cámara de ejecución. Cuando le amarran las piernas a la altura de los tobillos y las rodillas, Eichmann pide que aflojen las ataduras para así mantener el cuerpo erguido. Entonces le ofrecen la negra caperuza, pero la rechaza: “Yo no necesito eso”. Quienes están presentes ven en esos instantes a un hombre plenamente dueño de sí mismo, centrado en su verdadera personalidad, a quien le conceden unas palabras finales. Aunque deja en claro que es un Gottgläubiger, término usual entre los nazis que define a una persona que no es cristiana ni cree en el más allá, agrega: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca os olvidaré”. En ese momento la soga ya ciñe su cuello… 

 

Quema de libros y seres humanos

 

Así que Eichmann escribió hasta casi la medianoche de su muerte, minutos antes de ser ahorcado. La escritura y el rol del escritor, leemos en Eichmann, historia de un asesino de masas, le resultaron siempre fascinantes, y si algún sueño alimentó a lo largo de su vida, fue el sueño de publicar un libro. En Jerusalén, tras el juicio y a la espera de la sentencia, destinó las horas vacías a proyectarlo: el color de las tapas, el tipo de letra, los posibles lectores, las dedicatorias… En Buenos Aires, y a raíz de las conversaciones grabadas con Sassen, su aspiración era convertirse en autor de la editorial Dürer, la cual aglutinaba a la comunidad nazi que reptaba en la ciudad. Aunque –sostiene Hannah Arendt– siempre sintió repugnancia a leer cuanto no fueran periódicos y jamás utilizó la biblioteca familiar.

 

Aun así, la relación de Eichmann con la escritura y con los libros fue radical. Escribía con tal violencia que los lápices se rompían. Un día, en su celda de Jerusalén y buscando distraer su presidio, el guardia le entregó un ejemplar de Lolita, publicada por Vladimir Nabokov en 1955, pero a la vuelta de dos días Eichmann lo devolvió. “Es un libro malsano por completo”, cuenta Arendt que dijo, visiblemente indignado. Y rechazó en adelante cualquier otra novela, aunque dejó un largo manuscrito que se conoce con el título de Novela de Tucumán, destinado a contarles a sus hijos su vida, sus acciones y, a lo mejor (los familiares de Eichmann son los únicos que han tenido acceso al manuscrito), mucho de aquella provincia del norte de Argentina. Allí, en las soledades de Tucumán, Eichmann arrojaba los libros contra las paredes y podía llegar a despedazarlos. Al pie de la grabadora de Sassen confesó: “Una vez destrocé una Biblia, la tiré a la basura, mi mujer se puso muy triste…”, registra Stangneth. 

 

Tales actitudes estaban en la raíz espiritual del nacionalsocialismo, que profesaba un profundo respeto por la palabra escrita, lo que paradójicamente explica la quema de libros, considerados objetos temidos. Los nazis sabían que la historia no solo acontece, sino que también se escribe para las generaciones futuras, sostiene la autora. “Clasificar libros y quemarlos fue -como lo fue luego este mismo proceder con los seres humanos- nada más que el primer paso”.

  

En la quema de cuerpos humanos que habían pasado por las cámaras de gas luego de llegar a los campos de la muerte cargados en trenes como animales, Eichmann tuvo una responsabilidad directa. Y aunque se declaró “inocente ante la justicia y ante mi conciencia”, pues “fuimos pequeños engranajes del mecanismo de la Oficina Central de Seguridad del Reich y, como tales, durante la guerra fuimos pequeños engranajes del gran engranaje del motor de exterminio: la guerra”, el tribunal de Jerusalén determinó en su sentencia que todos los piñones de la máquina, por insignificantes que fueran, se transformaban en autores, es decir, en responsables del crimen. Como buen nacionalsocialista, en la visión de Eichmann esa máquina de exterminio estaba animada por las palabras de Hitler. Y “las palabras del Führer tenían fuerza de ley”, reconoció. Fue también a punta de palabras que Eichmann, buscando quedar a salvo de ese crimen, alzó su muro de ficciones, de mentiras. “No importa si el mundo es concebido como real o solamente imaginado; la manera de darle sentido es la misma”, leemos en El texto histórico como artefacto literario, un ensayo del historiador norteamericano Hayden White (1928-2018) de mediados de los años setenta. 

 

En las últimas líneas del epílogo de Eichmann en Jerusalén, Arendt, como hablándole al verdugo de su nación, dice al mundo y a la historia: “Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos…, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo”. El cuerpo de Eichmann fue incinerado y sus cenizas arrojadas al Mediterráneo, lejos de las aguas jurisdiccionales de Israel. 

 

Antes de la dispersión de las cenizas, aún antes de su secuestro en Buenos Aires, Eichmann estuvo en Mitú, escribe Rosselli Cock, “…acompañado de su médico personal y protegido –aseguran– por las comunidades de religiosas. Un avión Catalina acuatizó junto al poblado y lo llevó luego con rumbo desconocido…”. ¿En qué momento Rosselli Cock o Milcíades Borrero o el diálogo que ambos sostuvieron en torno a un rumor, a una falsa pista, a una fábula, condujo a Adolf Eichmann a Mitú? ¿Cuál es el instante en que una ficción que circula de boca en boca cobra otra luz y queda detenida gracias a la sustancia que confiere la palabra escrita, en el umbral que la asoma a la historia?

 

“La antigua distinción entre ficción e historia, en la que la ficción se concibe como la representación de lo imaginable y la historia como la representación de lo real, debe dejar lugar al reconocimiento de que solo podemos conocer lo real contrastándolo o asemejándolo a lo imaginable”, dice Hayden White. ¿Es entonces el Eichmann imaginable que pasa la noche a orillas del Vaupés una criatura que permitiría asomarnos, aunque fuese de manera fugaz, al alma del Eichmann real?

 

***

 

Imagino a Ricardo Klement fumando en el centro de un patio lleno de hojas muertas que se empiezan a descomponer, lo imagino de pie bajo los gigantescos árboles de la selva que dan sombra a las losas del piso y al resto de la construcción, hecha de piedra, sometida durante siglos a la inclemencia del sol y la lluvia. Por el claustro que ciñe el patio de vez en cuando pasa una religiosa absorta en sus quehaceres. Todas miran sin disimulo al hombre que el día anterior en la mañana llegó con quien luego supieron que era su médico cuando examinó los ojos de la madre superiora, la dentadura de alguna de ellas. Entre calada y calada de su cigarrillo Klement alza la vista. El cielo está tapado por el follaje, el río quizás corre lejos porque su caudal no se oye. Luego ve al médico caminando hacia él por el corredor principal, escucha al tenerlo cerca sus palabras en alemán: “Antes del anochecer nos largamos de acá”. Klement lo mira a través de los lentes ligeramente empañados por el bochorno, asiente aliviado, dice que quiere jugar una partida de ajedrez. 

 

Cuando luchó en la Legión Cóndor, durante la guerra civil española, el médico aprendió español, lo suficiente para entenderse ahora con el boga y las monjas de Mitú. Acompañó a Klement a Wannsee, y aunque no le fue permitido asistir a la conferencia, el médico sabe que aquel 20 de enero de 1942 a las afueras de Berlín fue uno de los días culminantes en la carrera de su jefe. Los últimos meses de la guerra los separaron, pero el azar los juntó de nuevo en Génova en 1950, cuando Otto Heninger ya había comprado la identidad de Ricardo Klement. Decidieron zarpar juntos de aquel puerto rumbo a Suramérica y ahora el médico es el adversario en ajedrez, cuyas partidas le sirvieron en el pasado a Klement para negociar cara a cara el número de judíos con muchos de sus líderes pertenecientes a las comunidades de Viena, Praga, Budapest…

 

El sol es cada vez más bajo, lo que alivia el calor del patio. Klement se pone de pie sin terminar el juego, no dice nada, da la espalda y se marcha. El médico, acostumbrado a aquellos raptos de ansiedad, lo sigue al aposento que las religiosas les han dado y encuentra a Klement preparando, con la diligencia de un colegial que se apresta para una excursión por el campo, sus pocas pertenencias. De inmediato lo asalta el recuerdo de los tiempos en los que Klement no era Klement sino Calígula o “el gran inquisidor” o “el carnicero de los judíos”. Cuando la luz se hace escasa abandonan el aposento, cada uno con su pequeña valija, y por un instante, detenidos allí en el patio, este adquiere en la percepción de Klement la apariencia de una estación con una pareja de viajeros a punto de partir en tren. Por su ánimo cruza el relámpago de una ironía: todo su conocimiento acerca de la deportación está ahora a prueba mientras huyen. Al rato, en la primera penumbra que se cierne sobre el convento, llega el boga que ayer los trajo en canoa. 

 

Los tres, luego de ser guiados por una monja, la misma que los recibió en el puerto, atraviesan un portón lateral y se adentran en la trocha, enfangada y sinuosa. El boga va adelante, machete en mano, y de vez en cuando echa un vistazo atrás. En el atardecer, la algarabía de la selva los envuelve a semejanza de una voz poderosa, eterna y como preñada de misterio. Surge en la distancia el rumor que producen las turbulencias del río, pero aún deben caminar un buen tramo hasta alcanzar la orilla y seguir andando a lo largo de la misma, en sentido contrario al de la corriente, para dejar atrás los rápidos. Llegan entonces a un recodo donde el río cobra una calma insospechada, un silencio que minutos antes parecía imposible. Ya casi no hay luz en el cielo. La otra orilla, lejana en esa curva del río que se abre igual que un lago, es una oscura franja de árboles. 

 

De pronto el boga se estremece y barre las nubes con la mirada y Klement y el médico lo imitan sin saber muy bien lo que sucede. Al momento escuchan un motor, cuyo rugido crece, y allá, sobrevolando el río a poca altitud, aparece un hidroavión que se aproxima con un foco azul encendido en cada ala. El boga alza el machete, lo mueve de un lado al otro, un gesto inútil porque el piloto ya ha visto a los tres hombres y se ha enfilado hacia el centro del río, donde acuatiza. Cuando la nave, con ambas hélices a media marcha, pierde impulso y se acerca a la orilla, Klement hace un gañido que el médico conoce de sobra. El médico saca entonces un lingote de oro y el boga lo recibe sin pronunciar palabra. 

 

Imagino a Ricardo Klement, a quien lo precedió en una época, cuando aún era Adolf Eichmann, la leyenda de ser el custodio del oro nazi, abordando el hidroavión escoltado por el médico. Imagino la superficie del río erizada con la violencia del viento que desprenden las hélices, el ruido del motor que llega a su punto máximo en el momento en que la nave toma velocidad deslizándose sobre el agua hasta ganar altura, hasta perderse con los dos fugitivos en el cielo nocturno reflejado en el Vaupés, en busca de un destino que nadie conoce.  

 

ACERCA DEL AUTOR


Fernando Nieto Solórzano (Bogotá, 1971). Es egresado de la Universidad Javeriana, donde
estudió Periodismo, tomó asignaturas de Literatura y se graduó de la Maestría en Historia. Ha
sido profesor, colaborador de El Tiempo y jefe de redacción y editor de casas editoriales
como Semana y Villegas Editores. En 1992 el Gimnasio Moderno publicó diez poemas suyos
en Torre de palabras y en 2006 Editorial Panamericana puso en circulación Napoleón,
prisionero de una ambición. Sus textos Más allá del jardín de Adela, Todo o nada y
Domingo del fin del mundo, resultaron finalistas del IV, VIII y IX Premio Nacional de
Cuento La Cueva, respectivamente. Fueron publicados por la fundación en Cuando vuelvas
de Marte y otros cuentos (2015), La cosa nuestra y otros cuentos (2019) y La venganza de
Catalino y otros cuentos (2020). Actualmente trabaja en Bogotá como asesor en temas de
comunicaciones.