Dossier: El silencioso lenguaje de una herida

¿Qué ocurre cuando las heridas tras una guerra son grietas invisibles al fondo de la cabeza? Una reflexión sobre la salud mental de las víctimas del conflicto y su posibilidad de sanación.

POR Patricia Nieto

Abril 24 2023
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Ilustración por Alejandra Vélez Giraldo

 

Un plato blanco, con flores rojas pintadas en los bordes, ocupa el centro de la fotografía. A los lados, cuchara, tenedor y cuchillo anuncian que la mesa está servida. No veo lo que hay fuera del cuadro, pero lo supongo: una jarra, un vaso, una servilleta, un salero. Hasta ahí llega la composición de la foto porque algo me impide extender la vista. El plato y los cubiertos reposan sobre un tablón negro que parece flotar y esa escena es inquietante. Ya no puedo apreciarlos como lo que son. Quiero entender qué significan. 

Doy vuelta a la fotografía en busca de respuestas y leo: “María Gloria Holguín espera a su hijo Carlos Emilio Torres, desaparecido en Medellín en el año 2002”.

El retrato es el de una espera densa y profunda representada todos los días por María Gloria en el comedor familiar. Reservar el asiento y disponer el servicio es construir un sofisticado mecanismo para decir lo que las palabras ya no pueden porque se gastaron: un grupo de hombres armados se llevó a Carlos Emilio a la medianoche. La casa de donde lo sacaron quedaba en la Comuna 13 de Medellín, epicentro de una operación militar denominada Orión. El secuestro produjo una tormenta de pánico que con el paso de los días se transformó en angustia. La falta de información sobre el paradero del muchacho dio lugar a un cambio estremecedor en la manera de nombrarlo. En la casa empezaron a decir la palabra “desaparecido”, que quiere decir: ni vivo ni muerto. María Gloria lo busca. 

La fotografía también contiene la confesión de un dolor intenso que, con el paso de los años, se ha hecho sufrimiento duro y áspero. Cuando María Gloria pone la mesa –con los cubiertos en fila y las florecitas rojas– está diciendo lo que las palabras no pueden comunicar porque no basta con hablar, es necesario que alguien escuche: la ausencia por desaparición es una grieta por donde se va la vida de los vivos. La búsqueda prolongada diezma las fuerzas y las economías. La frustración destruye las ganas de vivir. La falta de consuelo, justicia y reparación genera crisis de identidad y pone en cuestión el sentido de pertenencia a una comunidad. Las nuevas violencias que recaen sobre las familias provocan reproches, juicios y culpas. La carne y los sentimientos están todavía lacerados. 

 

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Las heridas invisibles que dejan las confrontaciones armadas no caben en los partes de guerra, ni pueden ser captadas por las cámaras de los enviados especiales. Una vez infringido el daño, se incrustan en los pliegues sensoriales más profundos y desde allí horadan, lenta y silenciosamente, a los sobrevivientes hasta llevarlos a estados de sufrimiento permanente, con graves consecuencias individuales y sociales. Las guerras, entonces, no se acaban cuando se dispara la última bala y se entregan las armas. Los proyectiles emocionales que fueron disparados continúan su trayectoria de vuelo después de que se firma la paz. 

Los expertos en salud mental han dicho que algunas manifestaciones de quienes han sufrido las guerras son: ansiedad, incertidumbre, sentimientos catastróficos, alteraciones del sueño, pérdida o aumento del apetito, baja autoestima, sensación de desprotección, pánico, ira, estado de alerta constante, dificultad para memorizar, frialdad afectiva, revivir constantemente el hecho violento, fobias, pérdida de la confianza en los demás, paranoia, disfunciones sexuales, dificultad para tomar decisiones y sentimientos de culpa. 

Algunas personas han sintetizado su sufrimiento emocional en testimonios contundentes. Del informe Sufrir la guerra y rehacer la vida. Impactos, afrontamientos y resistencias, elaborado por la Comisión de la Verdad, tomo las siguientes frases dichas por diferentes entrevistados: “Yo me cortaba mucho mis venas, […] quería sentir otro dolor aparte del que sentía por dentro”. “[…] mi esposa, […] quedó muy mal, traumatizada psicológicamente y físicamente […]. Se desmaya, queda prácticamente como muerta”. “El cerebro lo siento como vacío”. “Yo lloraba en el lavadero. Yo me metía la toalla a la boca y lloraba amargamente restregando la ropa”. “Mi mamá se murió en vida desde que mi hermano desapareció”. “Yo tengo esquizofrenia, esquizofrenia con síntomas psicóticos agudos más trastorno de estrés postraumático. Ahorita puedo estar bien, ahorita, pero en cinco minutos le puedo pegar ahí, puedo romper todo”. “Cuando los niños crecieron, dos de ellos se mataron”. “Yo me iba a alocar. Quería morirme, no quería saber más de este mundo […]”.

Las frases anteriores se parecen a aquellos cuarzos que al ponerlos a luz dejan ver en su interior figuras misteriosas. Cada una encapsula un dolor y una historia. Muchas de ellas también acotan secuencias de violencias en expresiones directas y duras. Quienes las dicen han vuelto del horror para contar que en Colombia el conflicto armado se hizo por medio de la destrucción física y moral. Asesinatos, masacres, desapariciones, torturas, secuestros, desplazamientos, confinamientos, reclutamientos, mutilaciones, silenciamientos, violaciones sexuales y exilios son algunas de los términos que ayudan a conocer y reconocer los métodos que causan daños incesantes a las personas. 

El Observatorio Nacional de Salud revela que las víctimas del conflicto armado en Colombia cometen 1.6 veces más intentos de suicidio que la población general. El informe de la Comisión de la Verdad ya mencionado dice que quienes intentan quitarse la vida lo hacen para poner fin a sufrimientos insoportables derivados de situaciones como las siguientes: haber presenciado un hecho atroz que no pueden sacar de su mente, la precarización de las condiciones de vida que los convierte en personas empobrecidas y frágiles, el impacto de sufrimientos acumulados y prolongados, la inadecuada asistencia médica para problemas de ansiedad y depresión y la imposibilidad de hacer los duelos según las costumbres, lo que puede significar, en muchos casos, la desarticulación de sus universos de conocimiento ligados a saberes ancestrales.

El suicidio es, en este caso, la respuesta extrema al sufrimiento que provoca la guerra. A esa determinación llegan quienes no pueden recuperar el deseo de vivir y rompen los vínculos con la comunidad afectiva como consecuencia de los daños sufridos durante las confrontaciones. Quienes se quitan la vida son, tal vez, las víctimas de la guerra en tiempos de posguerra que más deberían interpelar a una sociedad por su incapacidad para garantizar “el bienestar necesario para que cada individuo realice su potencial, enfrente las dificultades habituales de la vida, trabaje productiva y fructíferamente y contribuya a su comunidad”: la definición de salud mental para la oms. 

Si bien el Ministerio de Salud informó que el 94,5 % de las víctimas del conflicto armado se encontraban afiliadas al Sistema General de Seguridad Social en Salud en 2021, y que, en el mismo año, el 97,3 % de las entidades territoriales de los niveles departamental y distrital implementaron el Protocolo de Atención Integral en Salud con Enfoque Psicosocial, el Observatorio Nacional de Salud estima que menos del 50 % de las personas que padecen trastornos emocionales como consecuencia del conflicto armado piden atención con un profesional de la salud.

Las explicaciones para lo que parece absurdo pueden encontrarse en varios factores: la desconfianza de los pacientes hacia un sistema de salud insuficiente, que  históricamente ha descuidado la atención de los problemas emocionales y mentales en las zonas rurales; el bajo número de psiquiatras disponibles en el país (1 por cada 38 mil habitantes) y la concentración del 80 % de ellos en las grandes ciudades; la idea de que el padecimiento emocional es un asunto vergonzante que debe ser resuelto en privado y de manera individual, y el miedo a la estigmatización (otra forma de violencia) que recae sobre quien recibe tratamiento para su salud mental.

 

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La mesa servida en espera de Carlos Emilio Torres es la ritualización diaria de un duelo congelado; es un decir sin palabras. La fotografía del plato blanco y los cubiertos sobre una tabla negra que parece flotar es el reconocimiento público del sufrimiento de una madre que no cesa de buscar. Al obturar la cámara, la fotógrafa Natalia Botero tendió, al menos por unos instantes, un puente entre las orillas de la grieta que pone en riesgo la salud y la vida. Y al exhibir la fotografía en una galería hizo visible lo invisible: el vacío que define la presencia de un desaparecido. En síntesis, el sufrimiento de María Gloria y de Carlos Emilio quedó incluido en el relato público, en la historia del país.

El alivio de los padecimientos invisibles y silenciosos que dejan las guerras en los sobrevivientes y en la cultura depende de que toda la sociedad asuma la tarea de cuidar. Al Estado le corresponde garantizar la prevención de los daños, la protección de las personas y la atención reparadora de los que han sufrido. A la sociedad, reconocer que la guerra la hirió profundamente y que solo la acción colectiva puede restaurar la dignidad de cada persona, la pertenencia a una comunidad política y la conciencia de sentirse bien en el mundo. 

Las primeras en acudir a calmar los padecimientos emocionales han sido las víctimas. Muchas de ellas mujeres a quienes un día les cambió la vida. “Del paraíso al infierno”, me dijo una de ellas para hacerme entender la magnitud de lo vivido. Desde las profundidades de la humillación han emergido ellas, las sobrevivientes, para asumir la tarea de enseñarnos a transformar el padecimiento propio en solidaridad con los demás. Se trata, según interpreto, de trabajar por la verdad y la justicia –la declaración más política de las organizaciones sociales– y de acompañarse en la difícil labor de seguir viviendo, que es el pacto más amoroso y sublime que se puede dar entre seres humanos. Las mujeres que nos han enseñado la compasión, entendida como solidaridad en el sufrimiento, deberían ser el faro ético de una sociedad herida de muerte como la nuestra.

El sufrimiento a causa de las confrontaciones armadas es quizá la cara más oscura de las democracias. Por eso aliviar las heridas invisibles es la principal tarea de un país que transita de la confrontación armada a la convivencia pacífica, pues la reparación es el sostén de la paz en el futuro. Podríamos empezar reconociendo los miles de gestos con los que las víctimas nos iluminan. Uno de ellos es el plato servido en el comedor familiar convertido en metáfora a través de una fotografía. 

 

 

 

 

 

 

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ACERCA DEL AUTOR


Patricia Nieto (Sonsón, Antioquia, 1968). Periodista. Profesora de la Universidad de Antioquia. Directora de Hacemos Memoria. Sus crónicas sobre el conflicto armado colombiano fueron publicadas por la editorial Planeta bajo el título Crónicas del paraíso. Recibió el premio de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, lasa, por su contribución al desarrollo de los trabajos por la memoria desde el periodismo.