La niña alemana de El Palmar

En medio de la pandemia, una mujer descubre gracias a unos viejos legajos que su abuelo paterno era un miembro del Partido Nacionalsocialista. ¿Qué hacer con esa verdad? ¿Qué tanto indultarlo y qué tanto condenarlo? Este es el epílogo de La niña alemana de El Palmar, una novela autobiográfica que narra varios paralelismos entre la Segunda Guerra Mundial y el conflicto armado colombiano.

POR Isabella von Bülow

Enero 29 2024
Isabella de niña

Lo que es verdad no echa arena en tus ojos, 
por la verdad sueño y muerte te piden perdón.
Ingeborg Bachmann, Was wahr ist (Lo que es verdad)

 

Cuando terminé de escribir el último capítulo, me alejé del manuscrito y lo dejé reposar como si fuera un queso que debía madurar. Entonces llegó el paquete. La declaración de aduana decía: documentos y fotos, procedente de Estados Unidos. Importe: cero dólares. Para mi gran sorpresa, el envío estaba lejos de carecer de valor. ¡Aleluya, covid-19! 
Gracias a la pandemia, el mundo se ralentizó y forzó un repliegue global para protegernos de un virus letal. Relaciono este tono de gratitud solo con la aparición de aquel paquete que resultó relevante para finalizar el libro, y no con los sucesos de los últimos dos años, durante los cuales nuestra composición política, psicológica y social cambió bruscamente, además del tema constante de la muerte y de registrar cada día las enormes cifras de muertos, mientras veíamos imágenes de fosas comunes en Manaos o en Nueva York, y escenas como el transporte de cadáveres por vehículos militares en Italia. El asunto es que mi padre, sin viajes, sin distracciones, a veces dando un paseo, pero sin restaurantes, sin bares, sin posibilidad de evasión, solo con el ejercicio de docilidad y agradecimiento por estar de buenas debido a la seguridad financiera y al acceso a la mejor asistencia sanitaria, un día decidió dedicarles tiempo a unas cajas que durante décadas venía arrastrando a través de océanos y países y fronteras estatales en cada mudanza a un nuevo hogar. 


En un correo electrónico me anunció la llegada de escritos y retratos que él había apartado para mí. Mencionó además que, tras haber ordenado sus actas, también destruyó una gran parte de documentos con una trituradora de papel. Por suerte llegaron a mis manos cuatro páginas mecanografiadas que, sin duda, habrían acabado en la masa triturada, si no hubieran llevado este cándido rótulo: “Cumpleaños de papá, 1978”.

 Me enteré de que hubo un acto festivo con motivo del septuagésimo quinto natalicio de mi abuelo paterno y, por razones que no se aclaran, el papel de oradora oficial recayó en su hija menor, en lugar de uno de los varones, que podría haber sido mi padre o su hermano mayor. 


El discurso solemne, que es objeto de aquellas páginas, aunque poco imaginativo, es afectuoso y testimonia el amor de hija. Por mucho que el prosaico relato de los pasos desde su nacimiento en 1903 en Prusia Oriental probablemente aburrió al homenajeado en ocasión del festejo, es exactamente la enumeración cronológica de las etapas de su vida, lo que para mí fue tan informativo. Hay que recordar que nunca lo conocí, solo había visto a mi abuelo una vez en mi vida, cuando era estudiante universitaria en Múnich, y él tenía ochenta y cinco años. Me había acostumbrado a que el padre de mi padre no participara en mi vida hasta que un amigo me dijo que eso era muy extraño y me sugirió que fuera a conocerlo, aunque tuviera que hacerlo a solas. Entonces fui a visitarle a su piso en Hamburgo, más bien paupérrimo, donde me encontré con un fumador empedernido que, sentado en su sillón, se doblaba hacia delante por el reuma. Como era de esperar, fue un encuentro raro entre desconocidos que no sabían cómo hablarse. El anciano y su segunda mujer me inspiraban un desagrado que estaba a medio camino entre la repugnancia y las ganas de irme corriendo. Me sentí extraña, cerca de extraños, y nunca tuve el deseo de repetir la escena. Él falleció a los 91 años. 


Cuando leí el discurso, me di cuenta una vez más de lo poco que sabía de él. Aprendí que tuvo una hermana menor, que la familia huyó a Pomerania durante la Primera Guerra Mundial, en ausencia del padre –entretanto reclutado para luchar–, que inició la carrera escolar con el ingreso en el cuerpo de cadetes, que al final de la guerra entró al liceo, que después fue voluntario con el regimiento de caballería, que tras la muerte del padre heredó la finca y se dedicó a la agricultura y la crianza de caballos. Que ambas empresas fueron difíciles durante los tiempos miserables de los años veinte, que el repunte económico coincidió con su casamiento con mi abuela y futura madre de sus cinco hijos. Y en el mismo tono ligero la información desconcertante: que era miembro de las sa, y se había unido al nsdap. 


Sorprende la ingenuidad con la cual mi tía acomodó las siglas sa y nsdap en el homenaje a su padre. Como si del Rotary Club se tratara. Lejos de eso, las sa eran la organización paramilitar de lucha del nsdap, el partido nacionalsocialista, que desempeñó un papel decisivo en el ascenso de Hitler. Hábil jinete que era, mi abuelo pertenecía a la división ecuestre, llamada Reitersturm. Hay admiración en las ingenuas palabras de la conferenciante al mencionar que su padre asistió al entierro oficial de Paul von Hindenburg, último presidente de Alemania, luego de que Hitler declaró vacante la oficina del presidente y se nombró a sí mismo jefe de Estado. Las honras fúnebres en presencia del flamante dictador tuvieron lugar en Tennenberg, el sitio donde los imperios ruso y alemán se enfrentaron en 1914, y donde el entonces mariscal von Hindenburg se había convertido en un héroe nacional. En YouTube hay un video de la antigua British Pathé del pomposo funeral en el que se pueden divisar las filas de uniformados a caballo alineando las vías por donde pasaba el féretro, aunque imposible reconocerles los rostros y distinguir a mi abuelo. En mi juventud había hecho muchas preguntas sobre él, que quedaron sin respuesta, como era la costumbre. Nunca se me ocurrió hacer este interrogante directo: 


–¿Era nazi? 


Unos inadvertidos folios con el texto de un corriente discurso de cumpleaños me revelaron por primera vez esta inesperada verdad familiar. Y otra cosa: en la época en que en las escuelas ya se enseñaba el capítulo más oscuro de la historia de los alemanes, mi tía celebraba la vida de su padre destacando su afiliación a las organizaciones hitlerianas.

 Al hacerlo, no parecía que traicionara ningún secreto doloroso. Su texto se lee como si no entendiera lo que estaba expresando. ¿Será posible que sí lo sabía y se hacía la desentendida, ignorando que su padre apoyó, fuera activa o pasivamente, al totalitarismo y la indescriptible maldad de la que fue culpable el régimen nazi? Me hubiera gustado preguntarle si ahora enfocaría su discurso de una forma diferente, pero ella murió hace mucho tiempo.


Así que me puse en contacto con mi padre por correo electrónico: 

–¿Sabías que tu padre era afiliado del nsdap? 


La respuesta vino rápida y sonó irritada: 
–Por supuesto, ¿crees que soy un estúpido? 


Sus palabras irradiaban mucha dureza y me puse a pensar cómo interpretarlas. Detecté la inseguridad oculta de quien no quiere ser visto como ignorante, en concreto la ignorancia de no saber algo sobre su padre, pero la de quien al mismo tiempo percibe en mi curiosidad una impertinencia y me desprecia por sacar el tema. No hay remedio, me dije decidida. Tengo que llegar al fondo de esto.


Me puse a investigar y descubrí que los registros se mantenían en Múnich, y que debieron ser destruidos poco antes del final de la guerra por mandato de la administración nazi. En 1945 había más de 8,5 millones de auténticos adscritos. La afiliación al partido hitleriano fue, pues, un fenómeno de masas. Bultos y bultos con millones de cartulinas fueron transportados a una fábrica de papel donde debieron ser convertidas en pulpa de celulosa. La orden no se cumplió y la mayoría de los ficheros acabaron en el Berlin Document Center, bajo administración estadounidense. Era una institución única: una potencia victoriosa conservaba el legado del enemigo derrotado, y al mismo tiempo lo hacía accesible para el enjuiciamiento y el castigo de los autores en el marco del Estado de derecho. El fichero finalmente se trasladó al Archivo Federal de Alemania unificada en 1994. Se estima que el 80 % del archivo del nsdap sobrevivió. 


Internet me reveló que se puede presentar una solicitud por escrito para consultar el Archivo, pero antes hablé con un colaborador del mismo por teléfono. Tenía curiosidad por saber si es inusual que un particular investigue la adhesión al partido hitleriano de un familiar. Me enteré de que estas eran las peticiones más frecuentes últimamente, que antes solían venir de académicos e historiadores. El registro cumplió rápido —toda la información ha sido digitalizada— y pronto recibí un pdf del antiguo carné de socio. Mi abuelo tenía el número de afiliación 955819. Había confirmado con su firma la fecha de ingreso, el 1 febrero de 1932. 


Si solo se tratara de la pertenencia al nsdap, no me permitiría sacar ninguna conclusión sobre su afirmación del nacionalsocialismo, pero la fecha de ingreso da un claro indicio. Alte Parteigenossen, “viejos camaradas”, era el término utilizado en el partido nazi para designar a los nazis a ultranza y a quienes se habían afiliado antes de que Hitler llegara al poder en enero de 1933, o sea, a los militantes por convicción y no simpatizantes y colgados. Entre los partidarios de Hitler, mi abuelo cabe en los perfilados como terratenientes aristocráticos con ambición revanchista entre 18 y 29 años, en particular aquellos oriundos de los departamentos orientales, para quienes el desarrollo económico se vio obstaculizado por la separación del Reich, consecuencia del Tratado de Versalles. La proporción de nobles prusianos que respaldaron a Hitler era considerable. Lo que les atrajo al nacionalsocialismo fue lo antiburgués, la idea del Führer, el ferviente nacionalismo, el rechazo del liberalismo, el bloqueo del marxismo y el repudio a la democracia, pero también la idea de raza y la hostilidad hacia los judíos.


He pasado los últimos tres años escribiendo estas memorias, que han consistido en gran medida en ponerme en la piel de mis parientes para entablar un diálogo con ellos, los muertos; que hiciera justicia a sus vidas, sus sufrimientos amortiguados, sus remordimientos. En esas desterré en mis propios recuerdos un pasado oscuro y estigmatizado. No creo que nos corresponda avergonzarnos de nuestros antepasados, ni que debamos asumir el fardo de una culpa que no nos incumbe e inventarnos una vergüenza, una degradación. Pero somos culpables si no estamos dispuestos a aceptar su implicación en los acontecimientos del pasado y a reconocer lo fatalmente equivocados que estaban, y al hacerlo no debemos trivializar ni minimizar la evidencia. Sería un final feliz para este libro si la única persona todavía viva de la generación mayor que yo, mi padre, accediera a mi petición de sacar a colación la verdad y juntos abogáramos para que se hable de su padre honestamente. Con el corazón abierto. 


Por eso, cuando mi padre anunció su visita a Berlín, donde se reunirá con el clan de los von Bülow para por fin organizar la fiesta de reunión bienal que la pandemia aplazó varias veces, acepté verle. La actual situación no permitía renuencia. Porque la amenaza de una guerra nuclear está sobre la mesa, al igual que la expresión “Tercera Guerra Mundial”. La situación es muy extraña, ya que recién salí de la Segunda, en este libro, desde luego. En estos días estoy teniendo conversaciones con amigos que me habrían parecido absurdas hace tan solo unos meses. ¿A dónde podríamos huir en caso de que Rusia atacara Alemania? ¿Tomaríamos las armas para defender nuestro país? Mientras el Ejército ruso asesina indiscriminadamente a la gente en los suburbios de Kiev, nos preguntamos en Berlín: ¿podríamos enfrentarnos a un destino similar? ¿Disparados de una bicicleta, violados, enterrados en una fosa común?
La guerra contra Ucrania recuerda al Tercer Reich, y en los medios han comparado a Vladimir Putin, un déspota con fantasías de gran poder que está comprometido con la tarea de restaurar el territorio y la grandeza de la antigua Rusia y la Unión Soviética, con Adolf Hitler. Efectivamente, las primeras imágenes que se vieron en vísperas de la guerra fueron un déjà vu. Los videos de tanques subiendo por un terreno embarrado y ligeramente cubierto de nieve a través del blanco y negro invernal del entorno parecen sacados de las películas en blanco y negro de la Wehrmacht. La misma marcialidad atronadora, toneladas de acero y metal de vehículos blindados, la potencia y la testosterona poniéndose en escena como en aquel entonces. A los cuatro meses de la irrupción, nos invaden hoy imágenes de ciudades destrozadas, de la población civil desesperada, la mayoría mujeres, niños y ancianos que sobrevivieron en sótanos húmedos y cuevas bajo los escombros con dietas de hambre, y noticias sobre los territorios tomados por las tropas rusas. Más de ocho millones de ucranianos huyeron de su país. Miles de rusos han abandonado una Rusia a la que llaman un “régimen de terror”. Esta guerra es un retroceso al siglo pasado, a la vez que se traumatiza de nuevo a un gran país, cosa que puede llevar a otros setenta años de repercusiones. No pensábamos que eso pudiera volver a Europa. 


Ya no me será posible visitar los campos de trabajo forzado donde estuvo detenido el padre de mi madre, como me lo había propuesto. En Rusia se ha dictaminado el fin de Memorial, una ong que desde 1989 había investigado los crímenes de la represión soviética y había conseguido el permiso de convertir los gulags estalinistas en lugares conmemorativos.

 La liquidación de Memorial coincide con una ofensiva de Putin para imponer una versión monolítica del pasado nacional. El potentado se lanzó como historiador con un largo artículo titulado “Sobre la unidad histórica de ucranios y rusos”, y ordenó la creación de la “comisión intergubernamental sobre la educación histórica”, cuyo fin es unificar la educación en este campo para “prevenir los intentos de falsificar la historia” y analizar las actividades de organizaciones extranjeras que “dañen los intereses nacionales de Rusia en el campo histórico”. 


Nos encontramos en el vestíbulo de su hotel. Mi padre comienza diciendo lo encomiable que es que me interese por la historia familiar. Luego declara con tono seco, neutro, de un presentador de telediarios: 
–Seamos claros, mi padre no era nazi, aunque se afilió al partido antes de la toma del poder de Hitler. El Reitersturm eran los jinetes elegidos.

 
Menciona que su padre pasó por el proceso de Entnazifizierung (desnazificación) mientras era prisionero de guerra de los británicos. Sigue hablando sin moverse, el rostro inmóvil, ninguna expresión en sus ojos, en su boca, que sí se mueve, pero como si no le perteneciera, como si fuera ella quien hubiera decidido hablar y hacerlo con una voz de piedra, un acento metálico y helado: 
–Eran otros tiempos, tanto da, él era un jovencito. Basta con ese pasado. A mí no me interesa…
Y para finalizar su soliloquio me reprende a mí, la hija malencarada, con el dedo levantado de las exigencias: 
–Deberías, por favor, ¡no sostener mentiras! 
Me quedo clavada. No soy lo suficientemente rápida para responder.

Nunca consigo contradecirle inmediatamente. Es la misma parálisis que me provocan los comentarios homófobos o los chistes racistas. Sí, me asusté, pero un segundo después reconozco aquel escalofrío, la punzada de frustración de siempre: en esta familia no se habla, ni se puede rascar, ni superficialmente, la costra de dolor, abnegación y mugre de aquel pasado. Llevo toda la vida oyendo ese “no sostener mentiras”, cuando en verdad mi padre me exige que me ajuste a su mentalidad somera y sus mecanismos ensayados de represión. Claro está, no habrá final feliz. Entonces finjo escuchar con interés lo que me cuenta sobre sus planes de estadía en Berlín. 

 Pintura de Antoinette von Grone, de 1989, en la que se retrata la finca El Palmar.


A pesar del fracaso personal, un final feliz se materializó al otro lado del Atlántico. Contra todo pronóstico, la Comisión de la Verdad logró grandes cosas en Colombia: unas 30.000 víctimas han prestado su testimonio y la Comisión facilitó encuentros entre víctimas y agresores. Personas que no habían querido hablar durante años ganaron confianza y lo que ya es público contiene nuevos hallazgos que harán avanzar el proceso de reconciliación con el pasado. Con el cambio de gobierno, Colombia tiene un presidente que apoya la implementación del Acuerdo de Paz. Eso me da esperanza. Voy a comprar un vuelo a Colombia, quiero sentir esa ilusión in situ. Quizá hasta me quede un tiempo.

ACERCA DEL AUTOR


Licenciada en ciencias políticas e historia. Ha trabajado como periodista de prensa y televisión, directora de documentales y publicidad. Contar historias siempre ha sido su verdadera pasión. En octubre de 2023 publicó sus memorias titulada La niña alemana de El Palmar.