Las palabras corporales

Reseña de El lugar de las palabras (Pre-Textos, 2020), de María Gómez Lara

Por: Johny Martínez

Naikelly Rojas

Juan Sebastián Ríos 

POR Varios autores

Mayo 18 2023
.

 

Desde siempre la poesía ha orbitado alrededor del cuerpo y ha hecho suya la experiencia corporal, bien sea como un intento de comprender materialmente lo incognoscible e inescrutable, como una manera de hacer sensorial y sensual lo que suponemos intangible, o como una provocación, un llamado a mundanizar y desacralizar lo que se toma por ennoblecido y divino. Del cuerpo encendido en fuego y bañado en sudor, mudo y tembloroso, cantado y erotizado por Safo, al cuerpo insistentemente mortal, envuelto primero por pañales y luego por la mortaja, de narices grotescas y calvas risibles, descrito por Quevedo. Del cuerpo iridiscente, hormonal, con el sistema solar bajo la piel, celebrado por Emilia Ayarza, al cuerpo sexuado y herido, el cuerpo epistémico, de los Ejercicios materiales de Blanca Varela. Quizá todo se haya corporeizado en la poesía. Y quizás la historia de la lírica podría contarse como una basta anatomía que se extiende a través del tiempo y el espacio: una historia de la lírica que sea un seguimiento de la forma en que se ha explorado el cuerpo en los versos de todas las épocas.

Bajo esta mirada anatómica de la poesía podríamos observar, también, algunos movimientos, nombres y obras de la poesía colombiana contemporánea. Basta nombrar, por ejemplo, la poesía de Fátima Vélez, particularmente Del porno y las babosas, donde el cuerpo es centro de deseo y placer desacralizador, o Dios también es una perra, de María Paz Guerrero, donde se explora el cuerpo como posibilidad y límite. ¿Es el cuerpo un tema predilecto de la poesía escrita por mujeres? Dice Andrea Cote en una pequeña nota introductoria que esta, bien puede ser una cuestión urgente por responder, o bien puede ser un falso dilema.[1] Lo importante es que la pregunta por el cuerpo está allí, a la mano de la poesía, y sus múltiples respuestas pueden desembocar en propuestas poéticas sumamente interesantes.

 

Una de esas propuestas es El lugar de las palabras, de María Gómez Lara (1989), publicado por la editorial española Pre-Textos en el 2020. A este libro le precede Contratono, publicado en el 2015 por Visor Libros, obra con la cual su autora ganó el XXVII Premio Loewe a la Creación Joven y con la cual se posicionó en el panorama de la poesía colombiana reciente. El lugar de las palabras, su más reciente libro, es un poemario articulado alrededor de una experiencia particular: un tumor en el cerebro, en el lóbulo frontal izquierdo, cerca del centro del lenguaje. El lector se convierte en espectador y confidente de una voz que se enfrenta a la repentina conciencia de su fragilidad y que construye una narrativa a partir de esa experiencia. Así, las cuatro partes que componen el libro forman una especie de progresión que podríamos equiparar a la del diagnóstico, tratamiento, operación y recuperación de una enfermedad. 

En este sentido, “Para cubrirme la voz”, primera sección de poemas, sugiere una etapa inicial, el hallazgo de aquello que vive en el cuerpo: “tengo algo en el cerebro”, “una mancha en forma de corazón perfecto”, un “posible tumor de bajo grado”, dice el primer poema del libro. Esa presencia amenaza el lugar del cerebro en que está el lenguaje. Existe la posibilidad de perderlo, y la conciencia de esta posibilidad propicia a lo largo del poemario toda una exploración del miedo y la incertidumbre. La segunda parte se titula “Nombrar una herida en las palabras” y podría asociarse a una etapa de análisis clínico y estudio de la enfermedad. De hecho, la perspectiva médica es una presencia continua en los poemas. El lenguaje de los hospitales siempre hace su intromisión con la frívola voz de sus máquinas contestadoras, el enrevesado vocabulario de sus diagnósticos, las amenazantes palabras de los doctores, a veces en inglés y en cursiva: “there’s a chance / you might lose // your words” (29).

La tercera parte del libro se titula “Lo que pasa cuando corten mi materia” y puede asociarse con una etapa de operación. La imagen de la materia que se abre, sea por una herida o por una intervención quirúrgica, es también recurrente en el poemario y permite a la voz poética relacionar estrechamente el cuerpo, herido y cicatrizado, con las palabras, ubicadas en un lugar del cerebro igualmente herido. La última parte del libro se llama “Cómo me cosí esta cicatriz” y podría tomarse como una etapa posterior a la operación, un final que se encarna en la imagen “de la piel cerrándose”, “la cicatriz cosiéndose”, como dice uno de los poemas. La voz de esta sección es la de alguien que reconoce su propia fragilidad, se sabe una sobreviviente: “y mi cerebro me habla / […] / me dice maría / casi nos perdemos / casi nos apagan // me dice maría / somos frágiles” (73), y busca ahora un lenguaje para entender aquello que ha vivido.

Pero a pesar de la progresión que sugieren las cuatro partes, una especie de viaje emocional que atraviesa un oscuro túnel hecho de miedo, esa linealidad es solo aparente. La estructura del poemario no responde a una cronología de la escritura de los poemas ni al proceso exacto, mimético, que vivió su autora con la enfermedad. Cada parte es, más bien, un punto de anclaje en torno al cual se concentran una serie de reflexiones e imágenes que muestran una profunda exploración del lenguaje y de la experiencia corporal. Y es que quizá la tensión entre lenguaje y cuerpo es la que constituye el tema central del poemario. Lo que explora El lugar de las palabras es, pues, las profundas conexiones entre nuestro cuerpo y nuestro lenguaje. Por eso, el libro se puede leer como una larga reflexión sobre la función que damos a las palabras en nuestra vida, y con ello, sobre la labor fundamental que atribuimos a la poesía.

Esa reflexión sobre el para qué del lenguaje no es nueva en la poesía de María Gómez Lara. “En Contratono”, dice ella en una conversación reciente, “había pensado en las palabras como algo que lo ayuda a uno a enfrentar el mundo, como una especie de escudo y, sobre todo, como la herramienta que tenemos para lidiar con las pérdidas”.[2] Y, en efecto, en dicho libro las palabras se materializan en objetos precarios y pequeños ―restos de madera, amuletos o piedras, por ejemplo― cuya conjunción crea una especie de tabla de salvación a la cual es posible aferrarse, en la cual es posible confiar, en medio del desastre de la vida: “gracias al conjuro / de repetir sus versos / mientras cambian los semáforos // estoy a flote // todavía”, dice el poema “Emily Dickinson”. Sin embargo, esta materialidad puede llevar consigo la idea de que el lenguaje tiene un cuerpo propio, ajeno al nuestro, y que, aunque es pequeño y precario, es sempiterno, nos va a sobrevivir.

En cambio, en El lugar de las palabras es el cuerpo el que da los contornos materiales a las palabras, pues la amenaza de perderlas hace consciente a la voz poética de que estas tienen un lugar preciso y determinado en nosotros, en nuestro cerebro. Por esta conjunción, cuerpo y lenguaje se ven en el poemario como una misma materia abierta, adolorida, intervenida, dubitante, trémula. Y entonces, el cuerpo se convierte en un catalizador de la confianza que la poeta pueda tener en las palabras. Dicho de otro modo, la fragilidad del cuerpo enfermo pone de manifiesto la fragilidad del lenguaje.

Contrario a las palabras como un cuerpo ajeno y sempiterno, las palabras corporales son una materia no solo quebradiza, sino también caduca, una materia que se desgasta y que no se regenera con facilidad, al igual que nuestro propio cuerpo: una materia en peligro. En el poemario esta conciencia se expresa como un punto de quiebre que separa lo que significaban las palabras antes de la enfermedad y lo que significan ahora. En el pasado, “las palabras eran otra cosa / las palabras eran mías / y si se rompían yo podía repararlas” (42), dice el poema “El lugar de las palabras”. Pero en el presente pareciera que, de tanto usar las palabras para protegerse, de tanto “pensar para no sentir”, es decir, de tanto volver el pensamiento lenguaje para procesar, cubrirse y protegerse del dolor, las palabras mismas han terminado por desgastarse, reventar y volverse ellas mismas heridas abiertas. Esa conciencia del pasado y el presente es clara en el poema “Nombrar una herida en las palabras”. Dice un fragmento:

 

            y luego

 

mis palabras

 

nunca pensé que estuvieran

en peligro

 

que algún día pudiera

no encontrarlas

 

siempre las palabras

 

venían

a rescatarme

 

con ellas cubría el dolor

bajo ellas me escondía (30)

La pérdida de ese cobijo adquiere en todo el poemario la dimensión de una crisis existencial. Hay un saber de sí mismo, una identidad, en las palabras: “yo / que he sido mi voz”, dice el poema antes citado. Pero ahora, ante la posible pérdida del lenguaje, ¿qué será de ese yo que se dice yo¿Desaparecerá? “My words / doctor? / that would be the end / of me”, reitera el mismo poema. Y, junto con esta pregunta, surge otra: si “lo tuyo fue salvarte con palabras”, como se dice la voz a sí misma en el primer poema del libro, ¿cómo salvar las palabras ahora que están en peligro?, “¿con qué nombrar / una herida en las palabras? / ¿cómo hacer para cerrarla?” (31). Hay en todo el poemario una insistencia en este tipo de interrogaciones. Y es que, visto con detalle, El lugar de las palabras es el lugar de la incertidumbre. Las preguntas, en muchos de los poemas, constituyen versos enteros: “(¿qué parte de mi voz? / ¿qué tono perdería?) […] / porque en las palabras estoy yo // ¿o no? / ¿no soy yo?” (46). Esa incertidumbre configura también la forma misma en la que se construyen las imágenes de los poemas: no son oscuras, ininteligibles o aglutinadoras, sino escuetas, descriptivas y más bien narrativas, pues es claro que “en medio de la angustia / tampoco / hay nada que adornar” (66).

A partir de lo dicho hasta aquí, podría pensarse que una poesía como esta, que hace de la crisis y la incertidumbre su motor, conduciría necesariamente a la negación de la expresión poética, a la imprecación de la poesía por no ser capaz de redimir el dolor del cuerpo, por no salvarnos como deseamos. Pero quizás aquí reside el gesto más interesante de El lugar de las palabras, pues la aceptación del dolor, el miedo y la fragilidad como algo constitutivo de la voz (y del cuerpo) es justamente lo que permite a quien habla en estos poemas seguir afirmándose en las palabras, seguir existiendo poderosamente: “sólo me queda la voz // me queda la voz frágil quebrada / que no puede pintar de rojo sus heridas // me queda la voz sin forma sin imágenes / que no puede dibujar las grietas que se abren / en sus huesos al romperse” (80). Se trata de una suerte de pasión de las palabras: una fe que es a la vez un sufrimiento.

No hay en este poemario una perspectiva ingenua frente al lenguaje y sus posibilidades. Al contrario, hay un reconocimiento de que, a pesar de estar hechos de una misma materia, entre el cuerpo y las palabras hay una brecha. Y que, aunque procesar la experiencia a través de las palabras puede ofrecer una comprensión más compleja de dicha experiencia, las palabras no sanan el cerebro, no eliminan el tumor. En esa imposibilidad surge una ironía, pues, aunque el lenguaje y el cuerpo no pueden curar la enfermedad que los amenaza a ambos, son cuerpo y lenguaje lo único que tenemos para enfrentar esa enfermedad. Son un abrigo para sí mismos: las palabras nombran el cuerpo y lo abrazan, el cuerpo alberga a las palabras, las abraza también. Cuerpo y palabra son ambos, a la vez, síntomas y comprensión de los síntomas; su dolor y su propio consuelo. La voz propia es, como dicen los últimos versos del libro, “su dolor / y su ironía” (80).

El lugar de las palabras ofrece un entendimiento y una aceptación particular del lenguaje y el cuerpo propios, y quizás hay en este gesto un camino para la poesía colombiana. Una poesía que no solo use las palabras para para dar constancia de su limitación, sino que acepte y abrace esa limitación y esa fragilidad. Una poesía que haga de las palabras un abrigo para protegerse, pero que, también, use las palabras para abrazar a las mismas palabras, así como abrazamos y aceptamos nuestro propio cuerpo, como un profundo acto de amor al lenguaje y a la poesía. Una forma de retribuirles lo que quizás nos han dado, a pesar de su ya probada insuficiencia.

 

Recomendado para esos momentos en los que algo se rompe en nosotros, en nuestro cuerpo, nuestro lenguaje o adentro.


 

[1] Cote, Andrea. Nota introductoria a “Jóvenes poetas colombianas”, selección de Andrea Cote. En: https://circulodepoesia.com/2017/03/jovenes-poetas-colombianas-seleccion-de-andrea-cote/.

[2] Martínez Cano, Johny (presentador). “María Gómez Lara, las palabras, las heridas, los conjuros” (Núm. 3). De sobremesa pódcast. En: https://open.spotify.com/episode/2YAm0WXziZfGUblsb6Wjvm?si=6cd6379f74bd44cf

ACERCA DEL AUTOR