Memorias agrietadas
La vejez, ese viento suave que les arranca poco a poco las hojas a los algarrobos, se está extendiendo de manera acelerada por distintas zonas periféricas del Perú. Acá el testimonio de un grupo de adultos mayores en la costa, sierra y selva del país, de su fragilidad física y mental y de cómo el abandono estatal ha invisibilizado su cultura y sus tradiciones.
Fotografías de Alex Kornhuber
POR Irene Arce y Susana Lay

En el bosque baldío al noroeste del Perú, el tiempo pasa inadvertido, encubierto, disfrazado de chiroca pampera. Apenas uno se aleja de la Panamericana Norte, kilómetro 1168, y se adentra hacia el este por la quebrada, ya en el distrito de Carpitas, se siente de golpe el sopor inquebrantable del bosque seco. Los algarrobos (Prosopis pallida) –una especie sostenida por el agua subterránea y la base del ecosistema semiárido– yacen como héroes del desierto, relictos de los extensos parches boscosos que desde la época colonial vienen desapareciendo para convertirse en leña y carbón.
La ruta hacia Quebrada Seca, el primer caserío de Carpitas, es una trocha de tierra tiesa pocas veces regada por la lluvia. Nos dirigimos hacia la casa de la familia Marchán con Maritza Pintado, doctora especializada en neurología, y Alex Kornhuber, un fotógrafo que documenta desde mayo de 2020 el envejecimiento y la salud cerebral de los adultos mayores peruanos.
Aquí el calor parece haberse tragado a las personas, y al llegar al siguiente caserío, La Nuria, no vemos a nadie; solo árboles de papaya asomándose desde alguna chacra –o parcela agrícola– y, más adelante, un par de mototaxis estacionadas, baldes tirados sobre el terral y cabras criollas apresurándose en desorden por los senderos.
Un escenario semejante se abre mientras pasamos delante del siguiente caserío, Pajaritos, solo que, a diferencia de los primeros, aquí se ubica la escuelita Juan Pablo ii, donde se juntan los niños de la zona. Durante la pandemia, el silencio dominó las aulas. Los salones quedaron desnudos, carcomidos por el sol y el abandono, refugios del polvo acumulado por meses. Similar al escenario de la posta médica del lugar, que no cuenta con agua potable y cuya atención se rige por un horario limitado y por una trabajadora del Servicio Rural y Urbano Marginal de Salud (Serums) que no siempre conecta con los pobladores de la zona.
Hacia el horizonte se asoma el caserío de Negritos, donde viven solo cuarenta personas que corresponden a ocho familias, todas relacionadas entre sí. A un lado sobresale una vivienda de esteras con torta de barro cercada por palos de hualtaco (Loxopterigium huasango).
En ese punto, la camioneta entra tanteando el terreno, esquivando troncos, reduciendo la velocidad abruptamente. Encontrar un lugar bajo sombra supone maniobrar dando vueltas para no atropellar gallinas, patos y cerdos. Y, al bajar, el tiempo parece estacionarse, también, hasta que los animales pasan rozando y marcando los límites de su territorio.
A las seis de la mañana, Pablo Marchán, de 96 años, esposo de Melva y padre de nueve hijos, ya dio de comer al ganado, regó la chacra, colocó el motor para extraer agua del pozo y dio de beber a los caballos. Debajo del sombrero de paja toquilla se esconde un bigotillo avejentado que resguarda una sonrisa coqueta. Su timbre de voz, apenas perceptible, se confunde con el trino fuerte de tonos cortos, pero repetitivos, de un pájaro carpintero que –de pronto– picotea un algarrobo.

Pablo Marchán, de 96 años, empieza su labor matinal en el caserío de Negritos, ubicado al noroeste peruano.
Minutos después aparece caminando junto a Melva en una especie de marcha parsimoniosa. A simple vista, Melva Olivos, de 85 años, es una anciana con la mirada inofensiva de una niña, pero con un rostro lánguido, trazado por líneas y manchas que evidencian una vida bajo el sol. Viste una camiseta de flores rosadas y alegres con cuello en U y un pequeño sombrero de paja avivado por una cinta blanca, azul y roja que le tapa la frente. Por ratos, arruga los labios como si fuera a decir algo, pero solo emite un suave soplido. Aunque su cuerpo está aquí –ahora, en el presente–, Melva está disociada de la realidad que la rodea.
Incluso de la hora en la que su marido e hija le sirven el desayuno. Sopla el fuego para que recobre vida. Aceite y sartén. Huevos; uno-dos-tres-cuatro, salen fritos. El agua, la olla, la tetera. Ahora hierve. Tazas para el café. No, el té, manzanilla. Le falta azúcar. Una-dos-tres cucharaditas. La taza, el agua. Casi se quema la tetera. Más agua. Ah, los huevos. Más aceite. Cuando escupen, uno-dos-tres…, ya están fritos. Y hierve el agua; el café, las tazas. Necesitan… eso que gira.
Los cambios de comportamiento llegaron repentinamente. Primero empezó a preparar el desayuno varias veces al día, luego vino una obsesión por comer azúcar. Compulsivamente escapaba de casa para buscar azúcar en cualquier casa vecina. La familia empezó a notar que algo andaba mal.
–Maldad... dicen que le habían hecho –recuerda Pablo Marchán levantando ligeramente la voz–, y me insistían que la llevara a otros curanderos conocidos. Entonces la llevé y regresó peor.
Las Huaringas, en la provincia de Huancabamba, conforma un epicentro del curanderismo en la región de Piura; una cadena de lagunas altoandinas que atrae a enfermos, despechados y personas que, por cábala o desesperación, se bañan en sus gélidas aguas, al ras de la puna y el cielo, en busca de salud, amor y fortuna. Alberto y Kenji Fujimori, entre otros políticos, han pasado por allí, pero la mayoría de visitantes son pacientes de la masa anónima, como Melva, que solo esperan cualquier milagro.

Ingracia Usca, flanqueando los 80 años.
–Después tuve que dejarla en el hospital –continúa Pablo–. Un familiar me dijo que estaba grave, pero cuando llegué ya estaba andando. Los médicos que vieron a mi Melva, aquí en Tumbes y en Piura, repetían que no tenía nada. Otro doctor dijo que lo que tenía mi esposa era purita tristeza por la muerte del ganado –dice bajando la voz hasta apagarse de golpe.
Pero prosigue:
–Toda mi vida he vivido aquí. Estudié hasta segundo de primaria –dice–. Aquí no había escuelas como ahora, pero sí aprendí a leer. Nunca me dediqué a los vicios, será porque mi padre no nos dejó salir de este bosque sino hasta los veinte años.
Cuando Pablo Marchán dice eso, una expresión de consuelo invade sus ojos. Para entonces ya cruzó tres botones por los ojales de su camisa de manga corta a cuadros que hace pocos minutos no llevaba puesta.
Uno de los primeros hombres que se estableció en estas tierras pálidas a principios del siglo pasado fue el padre de Pablo Marchán. Se ganaba la vida quemando carbón para los hacendados. En ese tiempo no había nada. En las haciendas que empezaban a asentarse se hacía todo con leña de algarrobo. Vivía poca gente y no todos aprendían a leer. Algunas mujeres trabajaban como empleadas domésticas en las haciendas. Y, como hoy, había cabras.
La hacienda como sistema no le era peculiar al bosque seco ni a la costa norte del Perú, con sus extensísimas tierras azucareras, ni mucho menos para los Andes, donde eran menos productivas, aunque representaban poderes locales –casi feudos– en los que hacendados cuatreros se robaban el ganado entre sí, enfrentándose con revólveres y hondas, y estableciendo reglas propias, más allá de cualquier república.
***
A más de dos mil kilómetros de distancia, Francisco Milo (80 años) trabaja la chacra –principalmente de maíz– en Marcacocha, un pueblo del valle del Patacancha, en la región de Cusco, cerca de Ollantaytambo, punto de paso entre los Andes y la Amazonía. Hace un poco más de medio siglo, en la década de 1960, también labraba la tierra, pero como peón para los grandes terratenientes: en la hacienda se les enseñaba a contabilizar la cosecha de papa o maíz con piedras o huayruros, pero no aprendían a leer ni a escribir. Hoy, Francisco dice que ya no tiene la misma fuerza, aunque siga participando en faenas comunales y trabajando para sustentarse.

Tradiciones textiles que reflejan la unidad entre creencias, geografía, tiempos y estética entre los Andes y la selva amazónica.
Patacancha, fértil y flanqueada por acueductos, huacas y vestigios del Qhapaq Ñan, o Gran Camino Inca, se interconecta con la selva, desembocando en el valle de la Convención del Cusco, donde se bifurca hacia Machu Picchu o Vilcabamba, refugio de los incas rebeldes que casi aniquilan a los conquistadores europeos en Ollantaytambo. Fue allí donde los emboscaron con Manco Inca al frente, reluciendo armadura y arcabuz, y con más de dos mil hombres machiguengas portando arcos y flechas desde la fortaleza anclada al cerro.
Escenario de enfrentamientos a lo largo de la historia peruana, desde comienzos de la década de 1980, la provincia de La Convención guarece a senderistas y narcotraficantes que cada tanto se hieren y matan. Sin embargo, excepto por ocasionales emboscadas o encuentros entre patrullas y terroristas, los habitantes de La Convención discurren tranquilos por pueblos, ciudades, chacras. Rodeadas de bosques profusos, con verdor hasta donde llega la vista, las montañas escarpadas amanecen entre la bruma, solo disipada por el sol intenso o la lluvia, en cualquiera de sus formas.
Antes de llegar allí debíamos cruzar el abra Málaga, un paso de montaña a 4316 m s.n.m., entre cúmulos ralos de nieve agrisada por la niebla; es la segunda vez que Alex Kornhuber iría a retratar el envejecimiento en esa parte del país. Luego de haber recorrido toda la costa norte del Perú hasta Lima y, luego, Ica, recaló en el Cusco con la idea de continuar hacia Puno, pero a través de un conocido en Ollantaytambo llegó a estos Andes amazónicos y a sus comunidades del té, café y coca, rezagos de haciendas y grandes cooperativas del pasado.
Entre la artritis y la sordera (el 16 % de los adultos mayores de 65 años en el Perú tiene algún déficit sensorial auditivo), estos territorios son cultivados en su mayoría por ancianos, pues los jóvenes han migrado, y los que han regresado lo han hecho porque la ciudad los expulsó durante la pandemia. Es una gerontocracia de facto, con personas mayores que recuerdan la llegada de la luz eléctrica en 1992, durante el gobierno de Alberto Fujimori –cuando no había electricidad se reunían afuera, en una fogata y estrellas de por medio, para imaginar a los espíritus condenados que pasarían a llevárselos en sus carrozas de fuego–, o la primera trocha de 1965, diseñada por el presidente-arquitecto Belaunde y el asfalto que la recubrió en 2018, no se sabe si con Pedro Pablo Kuczynski o algún interino. Hace apenas seis o siete años llegaron los celulares e internet.
En estos pueblos hablantes de quechua, e inconexos de la narrativa republicana, también se vivió bajo el código de los gamonales con las familias Romainville, Varela, Cuba, Ugarte y Marín: “Chola, india, báñate para que estés conmigo”; “mata a tu gallo y dame de comer”. Esto lo recuerda Juliana, de 95 años, mientras Raymundina, una de sus seis hijas, pica cebollas en la casa de su tío Porfirio Monteagudo, en el caserío de Alfamayo, al pie de la carretera. Acompañado por sus hermanos Francisco, quien arranca pancas de choclo, y Mauro, que mira hacia algún vacío desde un rincón de la cocina, Porfirio prepara café a la olla: de los tres hermanos Monteagudo entonces sobrevivientes, todos adultos mayores, Porfirio –pese a haber quedado doblado tras caerse de un árbol a sus cuarentaitantos años– es el más lúcido, mientras que los otros viven en una nebulosa de aguardiente, como Mauro, un caso crítico porque solo desayuna caña y coca. Según la Dra. Maritza Pintado, los efectos de esta última planta sobre la salud mental de los adultos mayores aún se desconocen y deben estudiarse más.
En la casa, los calendarios cuelgan empolvados de las paredes; el más reciente es de 2016, del restaurante La Gordita Lourdes. Hay otros semienrrollados que ya ni se leen y que Francisco de pronto se acerca a despegar, quizá por haberlos estado observando, inútilmente tratando de rescatar algún dato.
–Son obsoletos –dice al sacarlos.
De entrada, ensalada de choclo, cebolla, rocoto, tomate, perejil y sal; de fondo, un guiso de gallina con plátano verde. Al pelar y cortar estos plátanos bellacos, Raymundina cuenta sobre la venganza –servida tibia– en aquellos tiempos de peones y patrones: las mujeres se pusieron de acuerdo para que cuando el hacendado las llamara, una de ellas se dejara ir con él y emboscarlo en el camino. Estirado como a un sapo, le orinaron –una a una– en la boca. Luego, el hombre dijo:
–Atakaw! Indiakuna orinan; algunas agrias, algunas dulces, de todas he probado.
Eso ya terminó. En la Convención del Cusco se dio una gran toma de tierras entre 1962 y 1965, con lo cual se crearon confederaciones campesinas e insurrecciones de izquierda, aplacadas a plomo, que comenzaron a resquebrajar el antiguo orden, pero sin alterar la lógica de monocultivo que hasta ahora se centra en el café y el té.
Autodenominados “tealeros”, los tres hermanos Monteagudo comercializan té verde y negro al precio que se les ofrezca cada quince días.
–Soy wanko (“sordo”) –me dice Porfirio en quechuañol.
Jorobado, avanza ágil entre la chacra; sus bromelias y orquídeas surgiendo de troncos y ramas desde los pacae-mono, esos árboles que sombrean los cultivos de té, planta eterna –según Porfirio– que también trabajaron sus bisabuelos:
–Me duelen los huesos, las rodillas, las piernas, pero tenemos que defendernos de la vida: sin trabajo, no hay.
Porfirio mira al cielo y dice:
–Llegó la bendición.
Y luego, bajo una ligera lluvia, se agacha aún más a cosechar, a recoger, o pallay, que también significa “patrón” o “diseño” en quechua.
Pallay son, de hecho, los motivos textiles que se repiten en piezas de vestimenta o accesorios; figuras arquetípicas con historias y funciones dentro de una narrativa comunitaria andina vinculada a plantas, animales y paisajes. En el pueblo de Rukha, en el valle de Patacancha, Ingracia Usca, con alrededor de 80 años (pues la edad cronológica es conjeturada en esta parte del Perú), dice:
–He creado una escuela de ñawpa pallayku (nuestros patrones primigenios) para que no se olviden del tejido, que es lo más importante.
De allí aprendieron su hija Hipólita Huamán (48) y sus nietas Lourdes (21) y Nilda Sinchi (22).
Hasta hoy, mujeres y hombres hilan lanas de oveja y alpaca. Por lo general, a los 15 años los varones ya estaban listos para hacer sogas y saquillos para la carga de llamas como parte del comercio inter o transandino, ahora casi inexistente en recuas. Francisco Milo recuerda:
–Aprendíamos de nuestra madre en casa, en el diario andar a la chacra o al pastar ovejas, porque antes no había escuelas. Así era la enseñanza.
Mientras, las niñas comienzan a ensayar en cintos con figuras de aves –el cóndor, el búho–, camélidos, felinos y peces, hasta que dominan los patrones más complejos, como el de las lagunas, que sirve para proteger el espíritu del bebé que se carga en esa manta o lliklla.

Los tres hermanos Monteagudo gozan de una cena en compañía de un amigo de la zona en su chacra.
La geografía, tan conexa a la experiencia de las personas en el Patacancha, es sobrecogedora: montañas y nevados en la lejanía que esculpen la inmensidad y dimensionan la existencia humana en su escala ínfima pero justa. ¿Será este un factor de protección? Pareciera no solo serlo en estas comunidades, sino hasta para muchos campesinos que han debido huir hacia la cruel Lima, árida y desbordada, entre el desierto y el neón.
***
Algunas tardes, Enedina Avilés (67) reposa sentada al borde de un cerro seco cuya pendiente inclinada da a una de las vías principales de Villa María del Triunfo, uno de los distritos más poblados de Lima. Allí solía ejercer el oficio de pelar ajos, recostada sobre una roca o arrodillada frente a la misma, mientras una fina niebla se colaba debajo de las esteras.
A veces, Enedina medita y simula que lo que respira es el aire de su tierra en las alturas de Lauricocha –en el departamento de Huánuco–, donde nunca fue feliz. Sus padres la regalaron a una familia de terratenientes cuando era niña. La instalaron en una habitación párvula y oscura, y la pusieron a cuidar a los animales. Durante su infancia solo tuvo interacción con el ganado. A los quince, escapó de su hogar. En ese momento, la única forma de sobrevivir fue casarse con un hombre mayor que pasaba largas temporadas viajando; solo volvía para embarazarla. Así, Enedina tuvo nueve hijos y en el camino perdió a dos.
Tuvieron que pasar años para que uno de sus hijos la ayudara a trasladarse a las laderas de los cerros de Ticlio Chico, en Lima, donde la temperatura desciende a 5 °C en invierno y las calaminas exudan agua. Aun en esas condiciones, el asombro maravillado que Enedina encuentra al sentarse sobre una roca circular al borde de la colina se siente como una emoción intensa que se desencadena ante la presencia de las montañas y del océano, distante pero alentador. Acaso son factores protectores que amortiguan los efectos nocivos de la realidad hostil de Enedina. Sin duda, la experiencia del asombro favorece el envejecimiento.

Enedina Avilés al borde de un cerro seco en Villa María del Triunfo, Lima.
En un artículo titulado “Resilience and Succesful Aging”, la doctora Gail Wagnild, de The Resilience Center, compara las trayectorias de ancianos con ingresos bajos y altos y su relación con la resiliencia. Según sus hallazgos, las personas con ingresos más bajos tienen menos probabilidades de envejecer con éxito debido a una mayor prevalencia de factores socioambientales de riesgo para la salud.
Aunque en Ticlio Chico la vejez es inclemente, la resiliencia de Enedina Avilés se refleja incluso en invierno, cuando la humedad invade todo a su paso y los vientos arrastran nubes. Allí el anticiclón del Pacífico se acerca a la costa y los cerros agrios se cubren de una delgada capa rastrera de musgo verdoso. Llegar a su casa es una hazaña. Ubicada en lo alto, con Alex manejamos hasta cierta parte de la pendiente. Es tan escarpada que es necesario estacionar e ir escalando entre rocas hasta el borde de una pequeña saliente pedregosa, que apunta hacia el cono sur de Lima. Fue en una de nuestras visitas que Enedina nos contó acerca del intenso dolor que sentía en las articulaciones. Pero ella dice que su fe la salva de toda la angustia. Reza.
Hoy ya no pela ajos. Uno de sus hijos se mudó a la selva y desde allá envía plátanos que su otro hijo y ella venden en los mercados de Unicachi. Enedina Avilés ya no se sienta tanto en la piedra a contemplar el paisaje. Ahora suele atender en uno de los tres puestos de plátano del mercado, mientras se saluda con alguna otra vendedora y se mantiene activa, otro ejercicio de factores protectores que podrían propiciar un mejor envejecimiento. Caso distinto al de Melva o al de los hermanos Monteagudo, cuya vejez transita entre la soledad de la tierra agrietada y la nubosidad de los días.
Melva, Francisco, los hermanos Monteagudo y Enedina son casi arquetipos de los adultos mayores en un país que existe de forma fragmentaria y que hemos recorrido con Álex en los últimos tres años: un ambicioso proyecto para retratar cómo envejecen los peruanos. El resultado ha sido la imagen de un Perú con cada vez más adultos mayores (según el inei, al cuarto trimestre de 2022, el 39,5 % de los hogares del Perú tenían entre sus miembros al menos una persona de 60 o más años de edad), y de una generación de ancianos que prevalecen en paralelo o más allá del Estado. De acuerdo con datos extraídos de la Universidad Johns Hopkins, durante la pandemia, el Perú tenía la tasa de mortalidad per cápita más alta del mundo como consecuencia de un sistema sanitario deficiente, la falta de suministros médicos, el aislamiento en las viviendas y una desbordante economía informal (70 % de la población económicamente activa, pea).

A sus casi 70 años, Enedina Avilés se ha reinventado una vez más: tras dejar el oficio de peladora de ajos para los mercados, ahora es comerciante de plátanos.
Pero no todo lo que hemos visto ha sido malo. A las cinco y media de la mañana suena el despertador. Al levantarse de un colchón improvisado en su casa, Pablo Marchán camina ávido tras sus caballos; va sonriendo e imitando el sonido de un ave que ha salido volando de su nido. Al seguirlo con la mirada, vemos que Pablo se ha detenido para darle agua a su perro. Ha pisado las hojas secas que vuelan por el aire como mariposas desteñidas y ha continuado con su rutina habitual. La mañana sombreada ha hecho que las grietas de la tierra árida parezcan menos profundas. Igual a la soledad que viaja a la deriva, pasando por montes secos y valles interandinos, dejando vacíos difíciles de llenar.
Esta investigación propuesta por Alex Kornhuber contó con el apoyo de Alzheimer's Association, Atlantic Institute y Global Brain Health Institute (gbhi).
¿Cómo están envejeciendo los peruanos?
Según el último informe publicado por el Instituto Nacional de Estadística e Informática del Perú (inei), en el área rural peruana, la proporción de hogares con algún miembro adulto mayor alcanza el 42,8 %. Los hogares de Lima Metropolitana con un adulto mayor registran el 42,2 %. Y en las zonas rurales, donde el 35,2 % de la población adulta mayor del Perú es analfabeta, hay una incidencia del analfabetismo de 54 % en las adultas mayores, que equivale a más de tres veces la tasa de analfabetismo a nivel nacional de los hombres de este grupo etario (14,5 %).
ACERCA DEL AUTOR
Irene Arce (Lima, 1979). Perunauta y exploradora. Escribe, edita y hace pan. Espera irse de Lima para vivir en la cordillera Escalera, en la selva alta, bajo árboles y bromelias.
Susana Lay (lima, 1976). Redactora e investigadora independiente. Estudió literatura en la Pontificia Universidad Javeriana y humanidades en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en Lima. Es directora del estudio de comunicaciones Ravel Agency. Ha colabolado con medios como El País de España, Altaïr, Los Angeles Times y El Comercio.