Para dos lecturas del contador de la luz

Dos reseñas sobre Algo blando en cada trámite de Juan Afanador. 

POR Alejandro Sánchez y Juan Pablo Albornoz

Diciembre 27 2023
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Ilustraciones de Ana Fino

 

 

Caminar sobre un puente: reflexiones sobre Algo blando en cada trámite de Juan Afanador

Por Alejandro Sánchez

 

El libro Algo blando en cada trámite podría espantar al lector. Mirar la portada del primer libro de poesía del autor bogotano Juan Afanador (1992) da una sensación de mareo, de vértigo. Su título remite a esas formalidades o diligencias que todos queremos evadir. De fondo, la ilustración de uno de esos puentes largos e inoficiosos cercanos a las estaciones de transporte público que pululan por las calles bogotanas y logran, no sin cierto desagrado, perturbar a quien camina al pensar la distancia que debe recorrer.

 

El poemario de Afanador se divide en siete tramos irregulares. Siete partes de un mismo puente. Un puente con estaciones demarcadas. Con unos trayectos más largos que otros. Algunos con baches o cráteres, otros con rampas de acceso y señalización. En este artefacto las palabras y las imágenes, estas últimas a cargo de Ana Fino, se juntan para crear un libro-objeto con un cimiento de piedra muñeca o piedra amarilla que nos permite pensar en Bogotá como un lugar de enunciación. Al mismo tiempo, nos remite a propuestas que le anteceden como Botella papel de Ramón Cote Baraibar o Poemas urbanos de Mario Rivero.

 

Al recorrer la rampa de acceso encontramos un inicio prometedor. “Sala de espera”, un “poema prefacio”, plantea una presentación innovadora del texto y la existencia de un gesto editorial llamativo, en tanto vincula a todos aquellos que hacen parte de él (lector, escritor, editora, ilustradores, diagramadores, casa editorial e imprenta) en la página legal del libro, expandiendo las posibilidades de este registro usualmente formal. Seguidamente, a manera de índice, se presenta el “directorio”. Hasta aquí la novedad parece establecerse como una constante y el puente permanece bien apuntalado. Empezamos a detectar las primeras interacciones con el dibujo y vemos cómo la guía de lectura remite al juego, pues los bordes de la página nos trasladan a los viejos directorios telefónicos, como si el contenido lanzara la pregunta: ¿al momento de marcar (leer), contestará del otro lado la poesía?

 

El caminante avanza. Encuentra “Luces”, el primer tramo de este puente en zigzag. Allí se da una primera inserción al mundo de los trámites. A través, de nuevo, de la mixtura entre palabra e imagen. Así, la lectura de la luz, los trabajos en el alumbrado público, la relación luz y sombra junto a los destellos lumínicos y poéticos aparecen como actividades en una cotidianidad sin brillo donde lo mejor es estar a la sombra. Por ejemplo, el poema “Envés” expresa: 

 

       “En la sombra vivimos

       no la comunión nacional

       que todo lo abarca

       sino el lazo de los sobrevivientes 

       del suelo

       el asilo y la almohada” (17). 

 

Pero el problema de esa sombra es su opacidad. El autor sugiere la inauguración de una poética, de una forma de ver el mundo, que no requiere la luz o la iluminación para ver el brillo de las cosas. Si bien esta idea es disruptiva y entraña potencia, los poemas adquieren una tonalidad gris que no sugiere ni suscita otras reflexiones que vayan más allá del sutil y continuo desgaste de lo cotidiano.

 

Luego de cruzar los baches de este primer tramo, quien camina se encuentra con la serie “Cuadrículas”. A través de dieciséis poemas, se advierten algunas constantes del poemario como el papel de la cotidianidad (en “La irrazonable eficacia de la matemática), el intento de juego cómico con las decisiones burocráticas en la ciudad (el poema “Maleza” intenta narrar desde el humor algunas decisiones burocráticas cercanas al absurdo frecuentes en Bogotá) y la continuidad de la apuesta palabra-imagen que genera efectos interesantes en el título y contenido del poema “Notaría 22” y en la ejecución narrativa del texto “Lo de la tierra”. Sin embargo, preocupan los lugares comunes o imágenes débiles, por ejemplo, en el poema “Para Elisa”, cuando se compara la melodía con un algodón de azúcar que "ofrece calma". Si acaso existe un uso irónico, no se entiende del todo. Allí existe una intención, mas no un acierto. Hay experimentación, pero el experimento no se concreta, es fallido.

 

Después de ese tránsito, el viandante se enfrenta al apartado “Danzas” y anda con cuidado. A esta altura el piso puede salpicar la ropa de “Manchas”, un paso en falso puede torcerle el tobillo al tropezarse con el “Crecimiento” de las raíces de un mandarino en medio del cemento o asombrarse con la venta ambulante de apartados del Código Civil. Quizá este sea el tramo que mayor satisfacción ofrezca al caminante. En su recorrido podrá entrever la posibilidad de ver belleza en la basura y hacer poesía con ella a través del poema “Remolino”, de vincular otros soportes (hipertextos a Google Street View en los poemas “Cuestión Celeste” y “El recuerdo”, que siguen la línea ilustrativa) a los poemas y de extender las líneas de lo poético al incorporar una pieza comestible dentro del poema “En el Código Civil hay alimento”. En este último se resalta la novedad, pues el gesto estético sugiere literalmente que la poesía alimenta. Además, la inclusión de artículos de un libro de leyes en su gestación y composición logra que el absurdo se lleve a lo poético y el lector se haga partícipe al leer y alimentarse del libro.

 

Hasta aquí observamos una apuesta en la que se entrecruzan las palabras de quien escribe y las que recicla de sus experiencias/encuentros con personas, letreros y entidades (tanto físicas como digitales). Por ejemplo, en el poema “Límites”:

 

 

(40).

 

Las palabras, de quien escribe, se suceden para describir las distintas formas de nombrar los trazados que separan dos espacios o les dan término y, al final, aparece el “lenguaje encontrado”. El escrito opera recopilando un número de expresiones y una experiencia (encuentro del letrero) que devienen en el lenguaje constitutivo de la creación. Por ello, puede decirse que el libro define un lugar de enunciación que alude a cierto tránsito por diferentes espacialidades y, a su vez, pone en disputa la idea de autoría, ya que al incluir el denominado “lenguaje encontrado” (el cual toma forma en enlaces, epígrafes y conversaciones a lo largo del poemario) nos ubica ante la pregunta por el archivo y la ampliación de su concepto.

 

Luego de este buen sabor de boca, el paseante llega a “Trayectos”. Seis vías distintas en las que la materia poética parece esperar el dulce encuentro con la búsqueda poética del autor. El autor pasa de forma itinerante por espacios físicos (una calle, un avión, un paradero y un puente), escribe la anécdota, suspende el instante, intenta reflejar las ironías, los errores de una ciudad construida sobre arbitrariedades de distintos tamaños. Quizá porque mucho de lo realizado por Afanador parte del "ready made", de describir ciertos escenarios o situaciones de la forma más concreta posible y ver en ese solo gesto una potencialidad poética. Sin embargo, en este caso la contemplación que hace parte del ejercicio no le alcanza, carece de fuerza. Pese a ello, llaman la atención los espacios físicos para la palabra en el poema “Puente peatonal”, cuando se expresa: “que a estas alturas cree en pocas cosas / pero cree / en sí misma / en su nombre renovado / y en la potencia de volverse / completa multitud” (131), lo cual permite, a su vez, pensar el poema como un espacio para la subjetividad y lo político.

 

El peatón se acerca al final del camino. Entra al apartado “Lugares”. Allí encuentra una serie de poemas/parajes en los que se cuestiona cómo a fuerza de costumbre todo se vuelve paisaje. Donde se invita a la pregunta: ¿qué hacer con lo que vemos? En los que se juega a completar el sentido del texto. Dichos escenarios, y los que vendrán, el poemario es puro tránsito, enfatizan en el intento por ver más allá, por romper con la mirada instantánea como constante en la obra.

 

Los últimos pasos se dan en un señalizado “Reglamento interno”, espacio en el que el autor lanza una tabla de salvación. En ella intenta explicar algunas singularidades del poemario. De ahí que llame la atención una de sus consideraciones: “Que la poesía es prestar o poner atención. Prestarle o ponerle cuidado a algo. No solo a la belleza sino a un etcétera de experiencias que tiene y no tienen nombre”. Se revela el privilegio de las experiencias y ciertos azares a la hora de la creación (clave a la hora de pensar lo cotidiano). No obstante, el tratamiento deja la impresión de que la poesía puede ser cualquier cosa y, aunque puede serlo, el autor, pese a sus intentos, no logra que la fuerza de la poesía resida en captar y hacer sentir como excepcional todo lo que se percibe como banal. Por ello, no extraña que una buena idea se presente con una ejecución deficiente (como pasa con otros libros conceptuales en el país) al buscar nombrar lo que no tiene nombre (de inaugurar una mirada), de jugar con el lenguaje más allá de su apuesta formal.

 

Por otra parte, se resalta la consistencia propiciada por el escritor al sostener la existencia de una languidez en los trámites rutinarios, en la cotidianidad devenida en proceso burocrático. Sin embargo, parece que los atisbos de crítica a este estado de cosas se pierden en la resignación de aquel que mira sobre el puente al horizonte y, entre el esmog, se limita, mientras le arden los ojos, a observar el paisaje. Además, otro punto relevante tiene que ver con el papel de las ilustraciones que acompañan los poemas. Las imágenes son referenciales y composicionales, mas no interactivas, de manera que lo poético no encuentra una expansión o un diálogo sino un límite dentro del libro. Por ello, el problema de la imagen (y, en general, de todo el juego del libro) es que se le presta más atención a lo formal que a los poemas en sí mismos.

 

Finalmente, si bien entendemos que el acto poético se funda en la cotidianidad y sus escenas, en tanto quien escribe busca el sustrato poético en lo que dice la gente, en las imágenes que regala la ciudad, en sus absurdos sucesos diarios, el balance no resulta ser positivo. Existe una contención poética a lo largo del manuscrito, esbozada en la contraportada del libro: “Las palabras nos llevan a espacios inquietantes donde se trazan límites sobre las cosas”. La idea, aunque con un cariz de innovación, en su intento de dar una mirada diferente a la cotidianidad, de ir más allá de los límites, no logra que las creaciones dejen de ser una imagen, un retrato de la realidad de la que se alimenta (sobre todo en los poemas cortos –como “Rebrote”, “Destello”, “Se puede tapar con un dedo”, entre otros– que aspiran a tener la fuerza, la revelación, de un haiku, pero fallan en su intento). 

 

Después de caminar el puente, miramos hacia atrás y volvemos a la pregunta inicial de este escrito (¿al momento de marcar (leer) contestará del otro lado la poesía?). Quien camina saca su teléfono del bolsillo. Digita el número sosteniendo el libro en la otra mano. Se lleva el aparato al oído. Del otro lado no hay respuesta.

 

 

 

 

Afanador Villarreal, J. y Lenguaje Encontrado. (2023). Algo blando en cada trámite. La Jaula Publicaciones

Por Juan Pablo Albornoz

 

Siempre podemos ver los contornos de la nariz. Hay, sin embargo, que fijarse; hay que forzar al cerebro a que reconozca la masa diagonal y transparentosa que está ahí, a simple vista.  El cerebro, enfocado en la eficiencia, ante la clara inutilidad de andar notando siempre la nariz, la borra, la ignora, llena los vacíos y así ya no nos obstruye la vista. Algo blando en cada trámite nos dice que la poesía es saber observar. Y no porque el poeta tenga unos lentes especiales o una genialidad que le permita ver más allá de lo que todos vemos; más bien, porque es la misma poesía la que propone una mirada. La escritura, la poesía, como sabemos, va mucho más allá del autor. Pero no todos los libros ponen ese hecho en primer plano. En muchos sentidos, seguimos creyendo en la sacralidad del autor, dueño de las palabras y de su significado. Este poemario, desde el comienzo, comparte la autoría: lo escribe una persona, sí, un Juan Afanador, pero también lo escribe un lenguaje encontrado. También lo escriben editores —la página legal del libro, por ejemplo, es también un poema—, la ilustradora hace poemas visuales, hay letreros, grafitis en puentes, correos electrónicos, y alguna frase dicha cien veces por un electricista —ver imagen más abajo—, y hasta los lectores le imprimen sus dientes —sobre esto más adelante—. En otras palabras, es un poemario que saca a la luz no solo lo que puedan decir sus poemas, sino todas las redes que se activan en los procesos de escritura y lectura. 

 

Uno de los primeros poemas del libro habla sobre los cables de electricidad que pueblan nuestros entornos. La voz poética se pregunta por el cable en cuanto cable, y no solo por lo que pueda evocar; de esta manera, no habla del cable para evocar la luz, la tecnología o la ciudad. En su lugar, dice: 

 

"Es posible dejarse antojar 

por el camino 

no el final 

no la ciudad que alumbra 

ni el bombillo 

sino el rodeo 

el preámbulo 

el cable". 

 

Si la metáfora une dos palabras, el cable une dos postes. No obstante, también es soporte de plantas y pájaros, o de algún zapato para marcar una frontera invisible. Como los contornos de la nariz, el cerebro también pareciera borrar de la vista los cables de la ciudad. El bombillo y su utilidad se llevan todo el elogio. En diciembre se iluminan los parques y las personas cuelgan luces titilantes en las paredes. Movemos un switch y se prende una luz: esta secuencia, que hacemos todos los días, nos parece inmediata. Es decir, sin medio. La electricidad, el cable, el medio: los perdemos de vista. Pero la luz, parece decirnos el poema, también enceguece. Nos hace perder de vista la materia que rodea nuestros paisajes y la textura vibrante de un pedazo de metal. 

 

Cada poema configura un ensayo o mosaico de la materialidad. Para leer el libro hay que estar igual de atento a las palabras como a la materia que lo constituye. “Envés”, por ejemplo, el segundo poema del libro, que habla sobre la pesadez que puede dar la luz solar y el valor de fijarse en la sombra, empieza difuminado, como si el sol le estuviera dando de frente. Al tiempo que el poema sigue, el sol también, y se aclaran las letras y se forma una sombra cada vez más grande debajo de ellas. La poesía y la experimentación no son ajenas, claro; han tenido históricamente una relación casi simbiótica. Aquí el valor del libro no solo está en su propuesta disruptiva, sino en cómo esta se entreteje de principio a fin: desde la carátula, que nos presenta a los autores del libro como Juan Afanador y lenguaje encontrado, pasando por el proceso de diseño y edición, y hasta las presentaciones del libro, que han buscado el juego y la actuación y que han seguido presentando el libro como un experimento notarial y burocrático. La poesía y el teatro tienen algo en común: ambos tienen la magia de revelar lo infinito en lo finito; lo múltiple en lo único; la complejidad en lo simple. Este libro no solo contiene agudas observaciones de la cotidianidad; también es un llamado a ver la multiplicidad del texto en su ecología. En otras palabras, en cómo es producido, diseñado, editado, recibido.

 

A comienzos de año asistí a una de las presentaciones del libro. Usualmente, estas son  solo pensadas como una forma de hacer conocer nuevos libros en ferias y eventos.  Quien haya asistido a alguna conocerá su formato: está la autora y un presentador, se leen pasajes, se hacen preguntas, se firma el libro. Algo blando en cada trámite, como dice su título, trata sobre trámites. Una palabra que, por un lado, evoca filas, burocracia, tiempo perdido. Por otro lado, nos habla de algo superficial, tanto en el sentido de que carece de profundidad —un trámite no es más que un trámite— como de que no tiene importancia. Es solo un trámite, decimos. Esa línea plana, aburrida, tiene sin embargo una blandura, una capacidad de moldear y dejarse moldear. Y así, las presentaciones del libro fueron trámites también, con notario y digiturnos, orden del día e himno nacional. En fin, una puesta en escena que en sí misma mostraba lo blando y lo duro del trámite.

 

Palabras que dan sombra, palabras comestibles, fotografías, poemas visuales y una clara atención al diseño dan cuenta de un minucioso trabajo por entender también el libro como más que un medio para un fin. El libro nos instiga a fijarnos en la página, en su textura, en las posibilidades que tiene más allá de ser un repositorio de palabras con significado. Quizás el punto máximo de tensión y juego está hacia la mitad del libro: se abre un poema construido con una selección del Código Civil colombiano. Como nos indican unas palabras introductorias, “hay lenguajes que pretenden no tener brillo”, y sí, ¿qué más esperaríamos del lenguaje del código civil, hecho para ser lo más exacto posible y sin pretensiones de ser lectura para algo más que hacer cumplir las leyes? Pero hay algo blando en ese trámite, y, como continúa el poema, el “código civil también es alimento”. Y entonces tres estrofas, divididas en entrada, plato principal, y postre, que hablan de la propiedad sobre los frutos que traspasan fronteras, las palomas y las abejas, quedan impresas en un papel comestible. Y que sea comestible nos muestra entonces que el código civil puede ser alimento y no solo en sentido metafórico. Que puede nutrir nuestra sensibilidad tanto como al cuerpo. Nos obliga también a pensar en la página y su función y en lo que está detrás de imprimir cada letra. Y así se expande lo que puede ser una página, y nos damos cuenta de que, así como el cable es algún tipo de rama para el pájaro, las letras serán algún tipo de sabor para el paladar, y alguno que otro nutriente para la sangre. 

 

En este punto de máxima tensión, el libro se juega una apuesta: el poema igual queda impreso, en otra página ya no comestible. La apuesta es la siguiente: ¿debería el poema desaparecer y dejar solo el trazo de los dientes que lo comieron en la página? Quizás el haber dejado el poema en otra página sirve como motivación a que todo lector pruebe el libro; pues la invitación a comerlo puede no ser suficiente:  el valor casi místico de los libros impresos hace que una vez leamos un libro, en lugar de tirarlo o regalarlo, lo pongamos en una biblioteca de la que probablemente no se volverá a mover. En este caso, el lector agudo igual encontrará que hay pequeños detalles que sí se van al comerse el poema. Cabe pensar, de todas maneras, que si el poema fuera comestible y además fuera destruido por completo al ser comido, llevaría consigo un elemento necesario de nuestra relación con lo material: habría quien no se atrevería a tocarlo, otros que se debatirían entre el deseo de morder y la culpa de sacar un poema del libro —y quienes, quizás, morderían solo algunas esquinas—, y otros que se atragantarían con la propuesta y arrancarían de tajo la página, volviéndola experiencia en lugar de objeto. Esa colección de estos libros en bibliotecas ajenas sería ya una muestra de nuestra relación tensionante, contradictoria, y atravesada por el deseo que nos incita lo material. Sobre esto han escrito pensadoras como Jane Bennett en Vibrant Matter (2010), o Kathleen Stweart y Lauren Berlant en The Hundreds (2019); lo material que parece inerte es, sin embargo, un cúmulo de promesas, de afectos que nos llegan, nos incitan, configuran nuestros deseos, y que también exceden nuestras intenciones de aquerenciarlos en definiciones estrechas. Como escribió Spinoza en su Tratado corto: “Nunca somos nosotros quienes afirmamos o negamos algo sobre un objeto; es el mismo objeto el que afirma o niega algo en nosotros” (Vol. 1, p.83).  Lo dice también así el poema “El Recuerdo”:

 

"Las palabras

tienen raíces que palpitan

 

no se pueden arreglar

 

tienen su propia abundancia

por venir de muchas bocas.

 

Son impredecibles

salvajes

no les basta con una sombra 

les brotan patas y cabezas

cambian

enloquecidas.

Ningún deseo humano

las va a domesticar". 

 

Nos pensamos previos a las palabras, dueños de ellas, e intrínsecamente ligadas a lo humano y sus intenciones y hábitos. Reconocer la materialidad vibrante de las palabras, su propia abundancia, nos lleva a pensar en cómo brillan y cambian ellas solas, en cómo el lenguaje no es un medio para interpretar la realidad sino un juego con ella. Jugar con la realidad es probar su pliegues y tensiones, es lanzar una y otra vez intentos fútiles de encapsular, de entender, de llegar a una certeza que siempre escapa. Pero así como Albert Camus lee el mito de Sísifo y su castigo eterno  —subir una roca por una montaña para dejarla rodar y volverla a subir— no como una tortura sino como una liberación, fijarnos en la materialidad de las palabras nos libera de las rutinas de significado y trascendencia que embargan nuestra existencia. Y entonces, en medio del humor del libro, de su apuesta por hacer reír al lector, también aparece una propuesta de vivir. En Vibrant Matter, Jane Bennett señala que el consumismo extremo que caracteriza nuestra sociedad constituye un tipo de antimaterialismo, en cuanto la compra interminable de artículos y la necesidad apabullante de volverlos basura para acumular nuevas pertenencias oculta la vitalidad de la materia. Algo blando en cada trámite hace el mismo argumento sobre la propiedad y la obsesión de marcar linderos. Cercas que separan las obras, murallas que encierran los edificios, alambres de púas que amenazan con su puntiaguda materia. O el letrero que vemos una y otra vez en ciudad y campo: 

 

"No se vende

No se arrienda 

No se permuta".

 

Comprar por comprar y tener por tener; se vuelve necesario, entonces, el llamado a fijarse en ese absurdo y en cómo incluso un letrero así —al parecer tan pulcro y claro en su significado e intención— excede igual el propósito por el que fue creado. En consecuencia, nos habla sobre cómo la obsesión por la posesión —de la tierra, del lenguaje, de los objetos— encubre violencia y es siempre mentirosa, pues la tierra, como el lenguaje, no se deja domesticar. 

 

En Colombia es común encontrarse con un alambre de púas a lo largo de cualquier caminata por el campo y, en lugar de verlo como un mensaje claro de no atravesar, lo vemos como una invitación a buscar una parte en la que se pueda ensancharlo para seguir el camino. De hecho, una búsqueda rápida probablemente encontrará el punto de paso perfecto, pues ya habrá una parte del alambre que sea más ancha, que anuncia así que otros caminantes han cruzado por ahí en el pasado. Los autores de este libro son múltiples, como él mismo lo indica: Juan Afanador y lenguaje encontrado. Y es encontrado porque tiene su propio peso, multiplicidad, alcance, e historia. Es aquello que encontramos cuando ensanchamos el alambre de púas para abrir camino. 

 

 

 

 

 

ACERCA DEL AUTOR


Alejandro Sánchez (Manizales, 1995). Sociólogo, magíster en literatura y cultura y reseñador en el Observatorio de Poesía en Movimiento del Instituto Caro y Cuervo. Fue uno de los galardonados en el I Premio Nacional de Libro de Cuento Isaías Peña (2023). Con “Garúa” ocupó el segundo lugar en el xiii Concurso Literario El Brasil de los Sueños (2022). Su primer libro de cuentos, Canasta familiar, fue publicado este año por la Editorial Escarabajo. Algún día espera cumplir el sueño de pilotar un carro de Fórmula 1.

 

Juan Pablo Albornoz. Estudiante de doctorado en literatura y lengua inglesa en la Universidad de Cornell, Estados Unidos. Tiene una maestría en literatura contemporánea de King’s College London y también es maestro en filosofía de la Universidad de los Andes. Escribe e investiga sobre teoría literaria y literatura contemporánea.