Sintomatología del desamor
Un cuento de Fabián Mauricio Martínez
Ilustraciones de Laura Téllez
POR Fabián Mauricio Martínez

Hace cuatro meses me separé de María. A los quince días de su mudanza, el celador la anunció por el citófono. Habíamos convenido que después de siete años de unión libre lo mejor era dejar de frecuentarnos, al menos por un rato. Pero ahí estaba ella, una vez más, rompiendo los acuerdos.
Mientras subía por el ascensor imaginé explicaciones para su visita. 1) Venía arrepentida y quería una nueva oportunidad. 2) Quería sexo sin compromisos; se sacaría las ganas y seguiría con su vida. 3) Estaba embarazada, tendríamos una niña y la llamaríamos María José. 4) Su abuelo millonario había muerto y venía a compartir la herencia conmigo.
María entró por el pasillo alfombrado y se sentó en el sofá verde manzana que nunca me gustó, pero que ella adoró y por eso lo compramos. Sacó un cigarrillo negro con olor a canela y una cajita de fósforos sobre la cual raspó una cerilla. Yo me senté en el sillón frente a ella.
–Quiero contarte algo –dijo, y se tragó una bocanada densa–. Es mejor que lo sepas por mí y no te lleguen con cuentos –y expulsó el humo azul por su pequeña y respingada nariz–: estoy saliendo con alguien, y me siento bien.
–¿Tan rápido?
–Sí, así son las cosas; imagínate.
–¿Y lo conozco?
–Para nada. Es un profesor nuevo de la facultad. Me invitó a una obra de teatro en la universidad; luego fuimos por un trago al bar de la Negra, y ya sabes: una cosa llevó a la otra.
Un brillo resplandeció en sus ojos cafés.
–¿Al bar de la Negra?
–Sí. Ya sabes: cero complicaciones.
–Pero ese bar...
–Ay, Juanma, somos adultos. Relájate.
–Estoy relajado –le dije, y sonreí de oreja a oreja; no pude quitarme esa expresión de la cara.
–Me alegra que lo tomes con madurez. Lo mínimo de mi parte era contártelo personalmente, ¿no crees?
Yo continué con la sonrisa como si se hubiese petrificado en mis mejillas.
–Me voy ya –apagó el cigarrillo en la tierra del matero junto a ella. Se recogió el pelo negro en una cola alta. Se levantó del mueble, me tomó la cabeza (que seguía sonriendo) y me besó en la frente–. Que estés bien, Juan Manuel.
María cerró la puerta y se fue con la imagen de un hombre que ríe mientras le abren el pecho de un navajazo. Me quedé con el tajo recién abierto en las costillas y las manos temblorosas. Fui hasta el baño y me miré frente al lavamanos. Hundí los dedos en la herida y reconocí la gravedad. Dejé correr el agua caliente en la ducha. El vapor empañó el espejo. Me desnudé en medio de la niebla blanca, descorrí la cortina del baño y bajo los hervores de la regadera lloré como nunca antes lo había hecho.
El infierno
Los amigos son un arma de doble filo. Un puñal con los bordes cortantes. En las buenas te abrazan, te quieren, brindan contigo. En las malas se desentienden, no contestan tus llamadas, te dejan en visto en el chat, comentan a tu espalda:
–Qué pereza de man; no hace otra cosa que hablar de esa vieja.
Entonces debes atravesar el infierno solo. Descender los nueve círculos sin Virgilio, ni Dante, ni Ricardo, ni Juan Felipe. Llegas a la boca del inframundo, grande y maloliente: una cloaca con los dientes podridos. La garganta del infierno se compone de un circuito de bares de mala muerte en Chapinero, Las Aguas, La Candelaria y Santa Fe.
Al principio, los habitantes del averno te miran con recelo. Con el paso de las semanas, algunos se acercan y comparten contigo un aguardiente o te aceptan una línea de cocaína –que más que cocaína es talco para pies y aspirina molida–, y poco a poco te aceptan en los bajos fondos. Hombres con ojos bizcos en la espalda, con los dientes incrustados en las cejas, con pequeñas bocas en sus gargantas que se abren cuando respiran. Mujeres con la vagina en la nuca, con los labios deshilachados como carne guisada, con las orejas en los tobillos. Se parecen a ti: el pobre diablo con el sablazo en el pecho. Haces amigos y amigas en el infierno, compartes con ellos el sobrevivir en esta ciudad sin alma. Te vistes con abrigos y envuelves tu herida bajo la ropa, pero tu mueca de dolor es permanente. Aún tienes la sonrisa petrificada en tu rostro, pero ya no expresa alegría. Y eso no es bien visto a la luz del día. Tu reino ahora es la noche.
Te sienta bien la oscuridad. En medio de las noches bogotanas encuentras remedios que te ayudan con la agonía, con ese ir muriendo a pedazos. Sabes, a través de túneles con ratas de siete colas y pozos de excrementos, que llevas el peor veneno dentro de ti. Debes ahogarte en tus propios jugos, en los fluidos del amor decapitado. Eras ese que muere mientras ella dormía contigo. Eras ese que muere mientras ella se bañaba contigo. Eras ese que muere mientras ella iba al cine contigo. Eras ese que muere mientras ella... Pero ya no hay ella. Ya no hay mientras. Solo mueres.
Te involucras con las mujeres de los bajos fondos de Bogotá. Las llevas al apartamento y profanas la cama marital, profanas la mesa donde desayunabas con ella, el pasillo alfombrado, el sofá verde manzana que tanto odias y que una noche, en medio de una borrachera, ayudado por una de las mujeres del inframundo, sacas a la calle y así te deshaces de ese mueble asqueroso. Te gusta morder los labios deshilachados de esas mujeres, chupar sus tetas, golpear sus nalgas, perderte en una letrina de olores y fluidos ajenos. Dormirte mientras caes en los abismos insondables de la noche.
Una babosa en la boca
Después de dictar clase, con un guayabo a punto de matarme, me encontré con María en la cafetería del Edificio 88. Soy docente de la Facultad de Comunicación y Lenguaje, y ella de la Facultad de Artes. Estaba acompañada por un hombre calvo y bien parecido, con un cuerpo atlético y trabajado. Supe que era su nueva pareja. Uno de los nuevos profesores de Artes Escénicas. Haciendo alarde de su recién estrenada sofisticación, María se acercó a la mesa en donde yo discutía con una estudiante acerca de su trabajo de grado, una serie de crónicas sobre los apetitos sexuales alternativos de los bogotanos: fetichismo, bondage, parejas swingers... La estudiante, además, era una ferviente admiradora del periodismo gonzo, y había decidido contar las crónicas desde la inmersión, empleando su propia experiencia y la voz de la primera persona.
–Hola, Juanma –me saludó María–. Te presento a Alejo Contreras, nuestro nuevo colega en la universidad –y el calvo escultural estiró su mano hacia mi anatomía fofa y escurrida.
–Mucho gusto –le dije sin ganas–. Bienvenido a la universidad –continué con mi derroche de hipocresía y falsedad.
–Gracias, profesor García –me contestó, y supe que si ya sabía mi apellido, sabía todo lo demás.
María y el calvo se sentaron dos mesas más allá a tomarse de las manos y a sonreír como un par de adolescentes. Los desprecié con odio puro. Dos profesores portándose como dos chiquillos en una de las cafeterías de la universidad. Qué asco. Quise levantarme y arrojarles el café hirviente en los ojos, pero disimulé la rabia que me cocía los huevos y seguí hablando con la estudiante en voz inusualmente alta:
–El hecho de que proponga prácticas sexuales alternativas en su trabajo es interesante. Sería bueno que leyera a Catherine Millet y a Gabriela Wiener, porque eso les daría más peso a los textos. Por otra parte, todas las personas deberíamos ser más abiertas y experimentar otro tipo de relaciones, como la del intercambio de parejas. Creo que todos los matrimonios deberían ser swingers.
María me miró con ironía y le dijo al calvo, de manera que yo y las demás personas en la cafetería escucháramos:
–Me encanta que me lo hagas todo el tiempo, Alejo. Antes, te lo juro, pasaba una vez cada mes, y eso si tenía suerte.
El calvo la besó en los labios, sonriendo con orgullo.
No soporté la humillación, y le propuse a la estudiante que continuáramos la discusión en mi oficina. Allí, la estudiante, que se había dado cuenta de todo, me propuso salir con ella y una amiga a un bar de los que estaba investigando para su tesis.
–Porque usted, profe, definitivamente necesita de otras experiencias.
Acordamos salir el viernes por la noche. Me arreglé con esmero, como hacía mucho tiempo no me arreglaba. Me puse mi mejor chaqueta, mi mejor camisa, mis mejores zapatos. Me afeité y me puse colonia. Me encontré con las dos muchachitas en la Zona T, y caminamos hasta una discoteca de la 84, donde quedaba el lugar. Mi plan era beber y bailar con ellas, luego llevarlas a mi apartamento y acabar la noche con un glorioso ménage à trois.
Un hombre moreno con un traje barato nos abrió la puerta del bar. Entré con mi estudiante y su amiga, que lucían radiantes y decididas. Pedí una botella de aguardiente y, a las dos copas, las dos chicas se besaron con furia sobre sus asientos. Salimos a bailar los tres y al momento nos vimos rodeados de parejas que danzaban con lances coquetos hacia todas direcciones. Un hombre más gordo y más viejo que yo intentaba bailar con mi estudiante y su amiga. Ellas lo rodearon, y el tipo se fue sacando la camisa. La mujer que lo acompañaba, una rubia teñida cuyos mejores años debió vivirlos en la década de los ochenta, se contoneó frente a mí y pegó sus nalgas a mi bragueta al sonar un reguetón.
Mi estudiante y su amiga se besaron de nuevo. El gordo se metió en ese beso con su lengua obesa y ellas lo aceptaron con naturalidad. La rubia mustia y cuadrada acercó su cara a la mía y metió su lengua en mi boca. Fue como si una babosa se hubiese paseado entre mis dientes. Me separé de inmediato, serví una copa doble de aguardiente y salí del lugar con una nostalgia profunda por María y nuestra relación. Al diablo mi estudiante y su amante; al diablo el trío con las dos jovencitas; al diablo todo.
Tomé un taxi y le pedí al conductor que me llevara al bar de la Negra, cerca de la universidad. Quería oír sones, boleros y salsas. Quería hablar con la Negra y llorar en su hombro como un niño pequeño. Al llegar al bar, antes de siquiera sentarme en la barra, me di cuenta de que María y el calvo cuerpo perfecto se robaban todas las miradas. Sonaba “Agúzate” de Richie Ray y Bobby Cruz, una de “nuestras canciones” que siempre bailábamos con gracia; pero ahí estaba María con su nuevo amor, sacándole chispas a la pista de baile. Me di media vuelta, bajé las escaleras, salí a la calle y vomité contra un poste de luz.
Observando el charco turbio en el andén supe dónde ir. Regresé con la herida abierta en mi pecho a alguna de las sucursales del infierno del centro de Bogotá. Los demonios se alegraron de verme, y me acogieron meneando sus rabos de pelo enmarañado y largo.
El diablo bajo la luna
Una noche tratas de escribir sobre lo que te carcome.
–Lleve un diario, mano –te aconsejó uno de los monstruos de tus recreos en las madrugadas, un escritor de Bucaramanga que está escribiendo un libro sobre Bogotá–. Yo en su situación escribiría –te dice cuando te escucha hablar sobre el desamor profundo que sientes.
¿Por qué no? Escribiré. Le haré caso al escritor bumangués.
Abres el procesador de texto, te vas a poner en ello, y María te saluda por el chat. De inmediato abandonas el asunto y te pones a hablar con ella. Te propone caminar por la ciudad. Encontrarse a la medianoche frente a la iglesia del barrio donde vivieron, en el que aún vives tú, la iglesia que siempre tiene el reloj averiado. Lo haces. Te sientes como en un cuento maravilloso –la cita a las doce de la noche–, pero el reloj del templo no sirve; marca las ocho y treinta y cinco. Caminan bajo los urapanes dormidos de Bogotá. Son como dos viejos amantes que se cuentan sus cosas con algo parecido a la alegría. Pero ya no son amantes y la alegría ya no es compartida.
María sigue con su nueva pareja, el calvo despampanante. Tú sigues solo. No le cuentas sobre tus conquistas nocturnas. María dice que tú eres mejor amante que el calvo. No le crees. Dice que deberías conseguirte a alguien, pero rechazas la idea. En el infierno supiste que la soledad ayuda a fabricar un nuevo yo. Y eso es lo que necesitas: una metamorfosis. Has pasado toda tu vida mudando de relación en relación, con intervalos de un mes, máximo dos. Eres un monógamo serial y quieres terminar con eso. Los seres del inframundo te revelaron que llevas repitiendo los mismos patrones durante años, lo que significa, según dijo el hombre que bebe aguardiente por sus fosas nasales, que llevas años en la misma relación, salvo que con diferentes mujeres. Epifanías cortantes de la medianoche.
Te despides de María y vuelves a casa. Te quitas la camisa frente al espejo del baño. Algunas de las costuras están sueltas. La llaga supura, pero no es tan grave. Ya no puede serlo. El tiempo es un crupier excepcional; tarde o temprano reparte sus cartas. La dificultad reside en que debes darte cuenta de la buena mano de naipes y en cómo debes jugarla. Apagas la luz y te metes en la cama helada. Te quedas dormido. Sueñas con una escena de una de las películas favoritas de tu niñez. El Joker baila con una periodista rubia en la terraza de un rascacielos. Batman aparece y el Joker, con una sonrisa desfigurada, pregunta: “¿Alguna vez has bailado con el diablo bajo la luz de la luna?”. Te sientas en la cama y respondes a la oscuridad:
–Sí, he bailado con el diablo bajo la luz de la luna.
Te inscribes en un diplomado de semiótica de una universidad del centro de Bogotá. Las clases son dos noches a la semana. Ya casi no piensas en María. A veces la nostalgia te barre, pero ya no te arrasa; solo sientes un dolor dulce. Observas a tus compañeras de clase, y no hay una sola que llame tu atención. Sigues acudiendo a los bajos fondos, pero ya no con tanta devoción. Los demonios te extrañan; te lo hacen saber. Tú sabes que la temporada en el infierno terminó. El mundo está lleno de gente como tú: descienden a los abismos por unos meses, se curan como peces ciegos en la oscuridad y luego retornan a aguas más cálidas y luminosas. Solo algunos deciden permanecer en las tinieblas.
En la tercera clase observas que hay una nueva compañera. Tiene el pelo alborotado, largo y rizado, como esos futbolistas de los años ochenta. No te gusta la comparación con los jugadores de fútbol. Piensas en una pantera con melena. La pantera con melena alborotada se sienta al otro extremo del salón; escucha al profesor. El tipo hace una pregunta, tú levantas la mano; respondes con seguridad. La felina te observa; hay un brillo en sus ojos. Esa clase de mirada que hace que tu corazón reaccione, como lo haría un sapo bajo un pantano cubierto por el fango. Pero te aseguras de mantener tu corazón en el barro. Ahora sabes que debes conducirte con los filos de la razón. Eres un nuevo ser forjado en los fuegos pestilentes de las alcantarillas de Bogotá.
Al terminar la clase te demoras alistando tus cosas. La pantera con melena también. Tu razón la encuentra apetecible y finges una sonrisa luminosa cuando ella te mira a los ojos. Se llama Margarita y te acepta una cerveza. Hablan con fluidez. Se ríen. Se despiden. Estuviste encantador. Sabes, por la manera como Margarita te mira en la siguiente clase, que la tienes fascinada. Es una mujer bella y dulce, pero por alguna razón eso no te afecta; más bien sientes deseos de afear esa belleza y amargar esa dulzura. Tu corazón bajo el fango intenta decirte varias cosas, pero lo acallas cortándole la garganta con tus propias uñas.

Invitas a salir a Margarita. La llevas a un restaurante en el sótano de un viejo monasterio de La Candelaria. Cenan. Beben vino. Se besan y tú finges ternura. Ella te mira con amor. Tú también, aunque no lo sientas. Caminan bajo la luna llena de agosto. Margarita dice que tiene la sensación de conocerte de toda la vida. Tú le respondes que quizá se conozcan de otras vidas. Margarita corre en medio de un parque; tú la alcanzas y la aprietas por la cintura. Le sonríes con tus colmillos. Ella te sonríe con el corazón.
Después de hacer el amor, Margarita duerme sobre tu pecho. Sabes que se está enamorando de ti. Tú no te permitirás sentir eso otra vez. Nunca más. Comprendes lo que pasará. Lo que esa serpiente que se muerde la cola hará contigo y con ella. Ya conoces la historia. La conoces demasiado bien. La conoces tan bien que te parece una trampa repugnante. Oyes los siseos de la serpiente reptando en la cama, trepando por la espalda desnuda de la bella mujer, acercando su lengua bífida a tu oreja expectante: “Destrúyela”, te susurra.
Y entiendes, con una certeza fría y cristalina, lo que tienes que hacer.
ACERCA DEL AUTOR
Fabián Mauricio Martínez (Bucaramanga). Escritor y periodista. Autor de cinco libros, tres de ellos de cuentos: Una ciudad llamada Bucaranada, Cuervos en la ventana y El encanto podrido de Bogotá, del cual se ha extraído este cuento. Sus crónicas han sido publicados en Vice, Don Juan, Cerosetenta, Anfibia de Argentina y la revista Domingo de El Universal de México. En 2020 ganó el Premio Nacional de Libro de Cuentos de la uis y el Premio de Crónica Ciudad de Bogotá.