Susurros de la selva en un mundo sordo

Si un árbol cae en una selva congoleña y quien lo ha tumbado lo ha hecho para no morir de hambre, ¿el sonido de su caída se escucha en nuestras conciencias? Un empresario del Congo ahonda en esta pregunta tras ver diezmado el paisaje que habitó en su infancia.

POR Luc Gerard Nyafe

Abril 25 2024
Luc Gerard Nyafe.

Luc Gerard Nyafe.

Yo nací en el corazón del Zaïre, hoy República Democrática del Congo, en una provincia al norte del país que lleva el nombre de Ecuador, pues está ubicada en medio de la cuenca del majestuoso río Congo, por la que pasa la línea equinoccial. Esta provincia era una vasta extensión de selva tropical parecida a la Amazonia en varios aspectos, con la diferencia de que el terreno era más accidentado. También, gracias al relieve, se formaban caudales más portentosos y el paisaje y la vida silvestre eran más intrigantes y amenazantes por el tamaño de sus animales.

Veía chimpancés juguetones que se balanceaban en las ramas, y cuyos gritos llenaban el aire de alegría, aunque con ellos había que mantener una distancia prudente porque podían tornarse agresivos. Cuando nos identificaban, a mis perros y mí, lanzaban llamados de alerta, seguidos de una lluvia de proyectiles: frutas y ramas que nos hacían salir corriendo. Veía okapis, misteriosas criaturas mitad jirafa y mitad cebra, que emergían de la espesura como guardianes de un reino encantado, intimidantes y silenciosos. Veía elefantes bullosos que marcaban en el suelo sus patas gigantes al despertar y delimitaban avenidas enteras en medio de la selva, mientras que los leopardos, invisibles en su astucia, solo dejaban rastros mínimos de su presencia, una huella en el barro por acá, unos arañazos sobre un árbol por allá.

Avistarlos no era difícil. Los encuentros con estas especies podrían llegar a ser atemorizantes para cualquiera, pero eran fascinantes para un niño como yo, apasionado por ellos. Los ríos estaban habitados por hipopótamos y cocodrilos gigantes, mientras que los aires eran dominados por unas aves rapaces de gran tamaño que se alimentaban de monos y que hacían pensar lo peor, como que con sus picos podrían secuestrar niños de 10 años como yo.

La flora no se quedaba atrás. Caminar debajo de un iwo (Entandrophragma excelsum) era igual que ser custodiado por el árbol de vida de la película Avatar, con la diferencia de que es imposible trepar el tronco recto de los iwos, ya que no les nacen ramas sino hasta los 50 metros. También estaban los mukulungus, de troncos tan rojos que parecen pintados con brocha gorda y vinilo. Su madera es de las más duras del mundo y son fáciles de escalar. Encontrar una rama caída era una oportunidad de oro para convertirla en un bastón que duraría toda la vida, aunque ni se le ocurra al lector intentar usarlo para pescar, porque su madera ultradensa se hunde como piedra. Todo esto mezclado con los cuentos cosmológicos de las diferentes tribus de la zona, como los mongos y los bangalas, y unido a las creencias sobre los espíritus y poderes de la selva –que no son tan místicos como uno pensaría– forjaban lo que era para mí mi hogar. El hogar de un joven congoleño mulato de padre belga y madre congoleña cuyo vínculo con la naturaleza nació en los susurros de las hojas y en los cantos de las aves.

Yo era un apasionado de la vida silvestre y, a pesar del desespero de mi madre, después de la escuela me perdía por horas entre los misterios de la exuberante selva. Salía hacia la manigua equipado solamente con una brújula para volver a encontrar el camino a casa y acompañado de mi manada de perros cazadores, mis rodesianos crestados, criados en Rhodesia para cazar leones. Cuando empezaba a oscurecer ellos entendían por su cuenta que había que abandonar la selva porque ya no era un lugar seguro para un niño, o incluso para un grupo de perros grandes. Desde mis recuerdos más lejanos me aventuraba en largas excursiones diarias hacia lo más profundo de la jungla, guiado por la llamada de la naturaleza. Las densas cortinas verdes que se balanceaban con la brisa y los rayos del sol filtrándose a través de las ramas antiguas tejieron el tapiz de mis recuerdos. 

Los árboles, centinelas de secretos insondables, se alzaban majestuosos en el horizonte, con sus copas tocando el cielo mientras danzaban con el viento. Cada árbol contaba una historia, cada hoja susurraba un misterio, y con mis ojos curiosos me convertía en un cronista de la selva. Sabía cuándo tal o cual árbol iba a dar flores o frutas que fueran comestibles, y era un fiel espectador de mariposas, aves, monos y miles de creaturas que se daban cita para compartir o pelear por la abundancia. Yo les hacía fuerza a unos más que a otros, y me inclinaba por los que en mi mente eran más simpáticos. También veía aparecer árboles nuevos que de repente crecían a una velocidad impresionante para alcanzar el sol antes que sus competidores y así poder frenarles el crecimiento. Y lo que mis ojos no veían me lo inventaba. Inspirado en los cuentos cosmogónicos de los mayores, creía observar a los habitantes mágicos de la selva, los espíritus. A veces me cruzaba con un miembro de la tribu de los pigmeos, que eran los únicos adultos que yo podía mirar desde lo alto. Pasada la sorpresa, siempre me preguntaban lo mismo: ¿cuántos años tienes? Luego se reían y me comparaban a un bambú que crece rápido, pero que no tiene fuerza. 

Otras veces llegaba a ríos donde los hombres o las mujeres se estaban bañando. Era impactante ver estas escenas de baños colectivos muy alegres, llenos de conversaciones. Con el tiempo hasta yo, por ser un niño medio negro, medio blanco, que escasamente se cruzaban en plena selva cazadores y recolectores, me estaba convirtiendo en parte de las leyendas de la región, mientras atravesaba ríos oscuros con perros enormes. Algunos decían que yo era un hijo de Mami Wata, la diosa acuática africana, similar a las sirenas, y de un blanco que ella se había llevado a las aguas. Otros más amables decían que la selva me había elegido hijo de ella y por eso me llamaba y me protegía.

En más de uno de estos encuentros la gente, después de mirarme incrédula unos segundos, huía espantada por mi manada de perros o por lo improbable que era la escena. Otros me reconocían como el hijo del dueño de la empresa agroindustrial donde la mayoría de la gente de la región trabajaba directa o indirectamente. Me creían ajeno a todo ello, e insistían después de un falso regaño en traerme de vuelta a la casa. Casi siempre aceptaba la invitación porque muchas veces sí estaba perdido, y aunque con la ayuda de los perros terminaba encontrando mi casa, estar acompañado me ahorraba horas de caminata. Además, el paseo de regreso junto a un adulto del pueblo incluía escuchar sus cuentos y anécdotas de la selva, de la vida, del poder de tal o cual árbol, del peligro que corría, y todo aquello alimentaba mi imaginación. A menudo hacíamos una escala para comer algo, y me fascinaba ver cómo en el mismo lugar donde yo veía matas, árboles y otros seres extraños, el adulto veía una fruta comestible, una prensa fácil de capturar y de cocinar. Al final, todas estas aventuras tenían poco valor para mis compañeros de colegio, para quienes esta vida de Mowgli era poco atractiva: se parecía, según ellos, a lo que solía hacer la gente pobre, y solo les interesaban las promesas de una vida más urbana.

En mis travesías me encontraba con la riqueza sin parangón de la biodiversidad congoleña. Rara vez alcancé a correr peligro de verdad, apenas unos pocos sustos cuando en la noche no escuchaba los ruidos que indicaban que me estaba acercando a una zona poblada, o cuando en la oscuridad perdía la pista de mis perros y me tocaba esperar unos minutos a que se dieran cuenta de que me había quedado atrás y regresaran por mí.

Los ríos oscuros, de aguas torrentosas y a veces amenazantes, cruzaban el paisaje con un misterio impenetrable. Antes de ser un nadador experimentado y atrevido, mis primeros años marcaban los límites de mis paseos. Yo me maravillaba ante la ribera, donde los reflejos danzantes de la luna se entrelazaban con las sombras de los árboles. Los sonidos ignotos de la selva, un coro de aves y el zumbido constante de insectos, creaban una sinfonía que envolvía mi corazón en un éxtasis silvestre.

Las caminatas de día completo me llevaban a senderos sinuosos donde la huella humana se desvanecía ante la majestuosidad de la naturaleza. Me convertía en un intruso benevolente, un espectador silencioso en el gran escenario de la vida salvaje. Cada paso era una danza con la tierra, cada susurro del viento una historia por descubrir. Conversaba con los bosques, estaba en comunión con mi entorno. Después de las lluvias fuertes hacía un recorrido por lugares conocidos para saber quiénes de mis árboles favoritos habían sufrido daños y quiénes no. Sin embargo, el tiempo no se detiene, y el Congo de mi infancia también cambió. Cuarenta años después, regresé a recorrer mis huellas de juventud con la esperanza de encontrar el santuario que tanto amé. Pero la realidad que se desplegó ante mí abrió un tajo en mi corazón.

Los bosques que una vez fueron majestuosos guardianes de secretos ahora eran testigos escuálidos y mudos de la desolación. Los rastros de la deforestación con troncos quemados, la tala indiscriminada y la voracidad humana se extendían como cicatrices en la piel de la tierra. Árboles inmensos yacían derribados, su grandeza desvanecida en el eco de un pasado desaparecido. La biodiversidad que antes pintaba el paisaje con colores vivos y sonidos animados había sido reemplazada por un silencio inquietante. La selva, otrora un edén, estaba siendo devorada por la codicia humana, que trafica minerales, árboles y vida silvestre como mercancía valiosa.

Frente a mis ojos envejecidos y con el corazón resquebrajado me enfrentaba a la omnipresencia de la humanidad. Era imposible caminar más de media hora en esta selva sin cruzarme con gente. Las personas me saludaban con una sonrisa ligeramente incómoda, como si en el fondo supieran que algo malo había ocurrido. Pero la incomodidad no les duraba mucho, y aunque mi presencia en este lugar seguía siendo igual de insólita que en aquellos tiempos de infancia, ya no lo veían con tanto misterio y magia. Solo veían en mí una fuente posible de unos dólares rápidamente ganados. Podía ver en sus ojos las mentes calculando rápidamente desde lo que mi amigo, el escritor Jean Bofane, llama “matemáticas congoleñas”, es decir, los rebuscados cálculos que hacen los congoleños para determinar cuál sería la mejor fórmula para sonsacarle a alguien unos cuantos billetes.

¿Cómo lo harían? ¿Con la vía de la mendicidad y un cuento triste de pobreza? ¿O la de la venta de alguna hierba con propiedades mágicas? ¿O pensarían que yo era de aquellos ricos que están dispuestos a pagar una fortuna para poder matar una de las últimas maravillas de la fauna y así contarles a sus amigos la emoción que se siente matar un leopardo o un elefante? Las huellas de la selva se habían desdibujado bajo la marcha implacable de la humanidad. La deforestación no solo robó los árboles, sino también las vidas y las almas de aquellos que dependían de su sombra para sobrevivir. Estos pobladores ya no creían en nada, ni en el espíritu de los árboles, ni en la ciencia, ni en la religión. Entablé conversaciones con algunos un poco más mayores que mi generación y con quienes fingían reconocerme esperando que la nostalgia me aflojara la billetera. Les expresé lo triste que me sentía frente a esta desolación. Me miraban con incomprensión: ¿cuál desolación? Al contrario, cada árbol abatido era pagado con 100 dólares por unos empresarios chinos o libaneses que pasaban por ahí una vez al mes. Si el árbol era útil, se lo llevaban por 150 dólares, y si no era maderable, la dejaban en 10 dólares, así ellos podían vender la madera como carbón de leña para sacarle quizás otros 30 dólares. ¡Donde yo veía un espectáculo de desolación similar a Kiev bombardeada o Gaza destruida, ellos veían los inicios de un futuro Singapur!

Estábamos lejos de las conversaciones sobre el calentamiento global, la huella de carbono... ¿Cuál calentamiento global –dirían ellos– si acá siempre hemos estado a 40 grados centígrados? El eco de la destrucción resonaba en mi cabeza, mientras los recuerdos de los días de juventud se mezclaban con la desolación del presente. Los animales que una vez compartieron la danza de la vida estaban ahora silenciados, susurros de un tiempo que no se puede recuperar. Y los que quedaban eran miserables.

Me acerqué a un árbol gigante que tenía cicatrices en su tronco, golpes de machetes mal afilados que no habían podido con la dureza de su madera. Me senté en sus raíces y lo acaricié como cuando uno visita a un abuelo en la clínica. Cerré los ojos y entré en comunión hasta escuchar su voz en mí.

–Hola, niño, ¿hoy no viniste con tus perros?

–No, vine solo –le contesté–. Lo siento mucho, te hemos fallado. Teníamos que protegerte y mira lo que hemos hecho. Nosotros éramos los hombres de la selva...

–Tranquilo, hijo mío, no es justo pedirle a gente con hambre ser guardianes, no iban a dejar morir de hambre a sus hijos por protegerme. 

"Los pantanales del Congo, conocidos como tourbière o turberas, tienen cautivo en sus ecosistemas el equivalente a nueve años de la emisión industrial mundial de carbono. Un atentado contra su equilibrio hídrico soltaría todo este CO₂ a la atmósfera"

–Sí, pero mira esta desolación. Si sigue así no quedará ni uno de los tuyos.

Sentí un suspiro, y después de un silencio:

–No, mi Luc –me contestó–. Si siguen así no quedará ni uno de los tuyos. Yo en cien años volveré a ocupar mi espacio.

–¿Cien años? ¡Pero esto es una eternidad!

–Para ti sí, yo a los cien apenas era un arbolito que todavía no daba frutos.

Abrí los ojos y el silencio volvió. Me despedí y empecé a caminar escoltado de veinte personas, cada una probando una fórmula distinta para persuadirme mientras yo intentaba bloquear sus voces. Una pregunta me atormentaba: ¿era irreversible todo esto? ¿La naturaleza había perdido su batalla contra la codicia humana? El hombre, en su afán de conquista, había despojado al Congo de su esencia, dejando tras de sí un rastro de destrucción.

A pesar de la tristeza que me embargaba, decidí no rendirme. Me propuse recordarle al mundo la belleza que se desvanecía y la urgencia de proteger los tesoros naturales que aún quedaban. Pero miles de preguntas me atravesaban, y en particular una: ¿cómo justificar la protección de una selva tan lejana cuando sus habitantes no ven la necesidad de defenderla? Son muchos los que en el mundo occidental se imaginan la deforestación como una obra sistemática, organizada por capitalistas demoníacos, cómplices de gobiernos letárgicos o corruptos, y que creen que a fuerza de manifestaciones mediáticas de ambientalistas o de presiones políticas pueden intentar pararla. La realidad no es tan así: la deforestación es la obra de millones de personas pobres que ven en la explotación de la selva y en la quema de hectáreas una oportunidad de obtener un sustento para sus familias y para los gobiernos enfrentados a sufragar prioridades inmediatas: educación, desigualdad, salud, justicia social, violencia, infraestructura y corrupción. Esto lo deben hacer con presupuestos limitados que no necesariamente permiten priorizar la protección de la selva, y si con esto pueden comprar algo de tiempo frente a la lucha contra la pobreza, prefieren mirar para otro lado.

De hecho, muchas veces el problema es mal comprendido. Para muchos, la selva es el “pulmón” del planeta, donde se produce el aire que respiramos. En realidad, el fitoplancton, presente en los océanos, genera entre el 50 % y el 85 % del oxígeno liberado anualmente en la atmósfera. Estos microorganismos unicelulares, que incluyen algas y cianobacterias fotosintéticas, se encuentran en la región superficial del océano, conocida como la zona fótica. A pesar de la creencia común de que los bosques terrestres son los principales productores de oxígeno, el fitoplancton supera significativamente su contribución al equilibrio neto de oxígeno y absorbe grandes cantidades de dióxido de carbono.

El papel que desempeñan cuencas hidrográficas como la amazónica y la del Congo tiene que ver más con en el ciclo del agua dulce, recogiendo y drenando el agua hacia ríos y acuíferos. Estas áreas son fundamentales para la vida silvestre y el equilibrio ecológico, pues representan el 30 % del agua dulce en la Tierra. El otro rol vital de las selvas tropicales es almacenar hasta el 50% del CO₂ atmosférico, con lo cual ejercen una función muy importante en la prevención de la contaminación porque transforman este CO₂ atmosférico en madera, hojas, tierra, y actúan como reservas de biodiversidad. Así que mi amigo gigante de la selva es en realidad una montaña de carbono capturado en la celulosa de sus hojas o en su tronco. Su desaparición no solo le arrebataría su efecto captador, sino que también liberaría el carbono que contiene. En este sentido, las selvas son más bien los riñones del planeta que los pulmones.

Para que el lector dimensione los flujos y reservorios de carbono a nivel global, la fijación de carbono en plantas es comparable al contenido atmosférico, y la biota contiene tres veces más carbono que la atmósfera. Sin embargo, actividades humanas como la extracción selectiva, los cambios en el uso del suelo y la fragmentación afectan negativamente estos ecosistemas y su capacidad para mitigar el cambio climático. En el centro de esto está la vegetación marina, que auspicia cada una de nuestras respiraciones. El impacto de la crisis ambiental en este tipo de ecosistemas tiene dos efectos. Por un lado, la amenaza de los plásticos que llegan a los océanos y reducen las poblaciones marinas. Y por el otro, debido al aumento de la concentración de CO₂, el que algunas algas estén proliferando de forma exagerada, cambiando la biodiversidad de los océanos.

Deforestación en el Parque Natural Dzanga-Ndoki, en el límite entre la República del Congo y la República Centroafricana.

Sobre el tema de los árboles tropicales como sumideros de carbono, según el investigador Julián Granados, aunque los ejemplares adultos de este tipo de bioma solo representan el 1.8 % de los árboles a nivel mundial, contienen el 23.4 % de la biomasa de las selvas. Y aunque uno podría pensar que el aumento de CO₂ podría verse como un aumento de nutrientes y de estímulos para la fotosíntesis, hay evidencia de que las concentraciones actuales se acercan a la saturación de la velocidad a la cual los árboles pueden fijar el CO₂. 

Así las cosas, comprender la complejidad de los ciclos del oxígeno y el carbono, especialmente en los océanos y las selvas tropicales, es esencial para abordar los desafíos ambientales y climáticos actuales, como los que estamos presenciando en el Congo. El 34 % de las selvas tropicales globales han sido eliminadas, y otro 30% ha experimentado degradación debido al aumento de las temperaturas, las estaciones secas prolongadas y las sequías frecuentes relacionadas con el cambio climático.

En Brasil, un país que alberga el 65 % de la selva amazónica, se perdieron más de 80 mil kilómetros cuadrados de selva tropical entre 2000 y 2005 debido a la deforestación. Y el problema persiste: entre julio de 2020 y agosto de 2021 la deforestación aumentó un 22 %, alcanzando el nivel más alto en 15 años. Por eso hay que acentuar los esfuerzos y ayudar al país económicamente. La fragilidad, en todo caso, abarca al planeta de cabo a rabo. Los pantanales del Congo, conocidos como tourbière o turberas, tienen cautivo en sus ecosistemas el equivalente a nueve años de la emisión industrial mundial de carbono. Un atentado contra su equilibrio hídrico soltaría todo este CO₂ a la atmósfera. El problema es que debajo de estos pantanales se encuentran reservas de petróleo enormes que el Congo necesita para luchar contra la pobreza. De este arbitraje depende nuestro futuro colectivo. Como lo dice mi amigo, el gigante sobreviviente de la selva: los que estamos en peligro somos nosotros.

ACERCA DEL AUTOR


Empresario, fundador y principal accionista de Strategos Group LLC, un holding privado fundado en 2005.