El día que Potrerito decidió abrirse al mundo

Entre chivos, chinchorros y tunas espinosas se ha apuntalado Potrerito, en la baja Guajira. Breve crónica de un resguardo indígena wayúu que ha abierto por primera vez sus puertas al público.

POR William Martínez

Agosto 23 2024
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Cuando supe que visitaría por primera vez en mi vida un resguardo indígena, tomé una decisión. Dejé el celular a un lado, aplaqué la ansiedad de lo desconocido y evité buscar información de contexto. No quería formarme preconceptos en la cabeza ni aventurar escenarios. Me interesaba no tener nada bajo control y dejar fluir la experiencia. En compañía de un grupo de periodistas y creadores de contenido llegamos a Potrerito, uno de los dos resguardos que existen en el municipio de Distracción, ubicado en la baja Guajira. Unas horas más tarde sabría que esta comunidad, por primera vez en su historia, decidió abrir las puertas a turistas. Esto se debe a que el municipio no había sido visto como un destino vacacional por parte de las institucionales locales ni de los viajeros. 

La primera postal que percibí a lo lejos fue la de un grupo de niños formado en filas. En el patio de su colegio, ellas vestían mantas con los colores de la bandera de Colombia, mientras que ellos usaban camisa blanca y una tela roja que les cubría la parte media del cuerpo. Con la palma de su mano derecha pegada al pecho cantaron a todo pulmón el himno nacional en wayunaiki, la lengua de la comunidad wayúu. Los visitantes quedamos hermanados por la sensación de tener un nudo atado en la garganta. 

El núcleo de la comunidad wayúu está en la península de La Guajira, un territorio ancestral en el que el mar, el río, el desierto y la sierra se funden para formar uno de los atractivos naturales más bellos del país. Los wayúu son los únicos indígenas de las tierras bajas de Sudamérica que adoptaron la ganadería, lo que derivó en una auténtica revolución técnica y social. Luis Alberto Wouliyo, profesor de cultura del colegio del resguardo, me cuenta que una parte importante de los ingresos de la comunidad proviene de los criaderos de chivos, reses, cerdos y gallinas. Muchos hombres, además de alimentar a los animales y cultivar maíz, plátano, fríjoles y frutas, se ganan la vida ordeñando y limpiando potreros. 

Las mujeres, por su lado, se dedican especialmente a labores domésticas y a tejer artesanías. Al pie de una casa de barro, donde cuelga un colorido telar en proceso de confección, Gloris Gutiérrez, una trabajadora social de 40 años, me ayudó a dimensionar lo que representan los tejidos wayúu para ellas. Cuando las mujeres menstrúan por primera vez, inician un rito de encierro en sus viviendas. Durante varios meses, mientras su contacto con el exterior se limita únicamente a sus madres y abuelas maternas, aprenden a combinar puntadas para crear sus propias mochilas y hamacas, en las que plasman símbolos vitales para su cultura: el chivo, que es su plato insignia; la totuma, en la que beben la chicha; la manta, su prenda de vestir tradicional, entre otros elementos.

Ellas tejen para aquietar los pensamientos, para prolongar la costumbre de sus ancestros y para tener su propia plata. Gracias a los objetos que crean, compran los útiles escolares de sus hijos, saldan deudas y se dan gustos sin el control de sus maridos. Uno de los productos de los que más habla Gloris Gutiérrez es el chinchorro o hamaca. Allí los wayúu nacen, se reproducen y mueren (es en este objeto donde reposan los restos de sus seres queridos antes de darles el adiós definitivo). 

Para este resguardo, compuesto por cerca de 800 habitantes en 36 hectáreas de terreno, la llegada de turistas de diferentes partes de Colombia significó una oportunidad: la de mostrar con orgullo sus bailes tradicionales, la de abrir nuevas rutas comerciales para sus artesanías y la de explicar lo que para ellos es importante. Por ejemplo, el valor del Ranchería, el único río que riega la zona semidesértica de la media y la baja Guajira. Allí pescan bagres, bocachicos y camarones para su alimentación, se bañan y hacen paseos de olla. De hecho, buena parte de la urbanización del departamento se debe a este río, pues de allí se tomaba el barro y el agua para fabricar ladrillos destinados a la construcción de viviendas y templos religiosos. 

Después de almorzar con su comida típica –sopa guajira, carne de chivo, bollo limpio y agua de arroz–, fui a dar un paseo en solitario por el resguardo. Los niños jugaban fútbol bajo el sol embravecido y regaban maíz para las gallinas. Otros correteaban perros y ayudaban en la cocina. No vi a ninguno de ellos absorbido por la pantalla del celular. Aunque allí hay acceso a internet y saben qué es un “influencer”, parecen preferir la vida de afuera y compartir colectivamente. 

Cuando estaba a punto de regresar al hotel donde me alojé, una persona me contó que a unos metros de allí había un cerro repleto de tunas, una planta espinosa que abunda en las zonas más áridas de La Guajira, cuyas raíces, después de hervidas, son diuréticas, antidiarreicas y sirven para combatir el sarampión. Para llegar a ese lugar, ubicado en la serranía de Jalala, me ofrecieron ir con dos guías: una chica adolescente y un niño que no supera los siete años.  Arrancamos en moto por una trocha. 

Después de subir caminando durante algunos minutos, no veía las plantas. Comencé a inquietarme. No llevaba zapatos adecuados para trepar formaciones rocosas y no conocía el terreno para cuidar de mis acompañantes. Al notar mi dificultad para remontar ciertos tramos, la chica decidió ayudarme dándome su mano y diciéndome dónde no debía pisar. Mientras tanto el niño, que se movía ágil, totalmente despreocupado, recogía frutos de las plantas y me los enseñaba. Al llegar a lo alto, pudimos apreciar cientos de tunas que emergen de las rocas y una panorámica majestuosa del resguardo.  Contemplé la montaña en silencio, agradecí por haber tenido a mi lado a estos guías confiables y me despedí de Potrerito,  el lugar donde descubrí que no es necesario tener gustos ni visiones de mundo similares para conectarse.  

Este artículo fue posible gracias a una invitación de FONTUR y el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo.

ACERCA DEL AUTOR


Periodista cultural. Sus reseñas y reportajes han sido publicados en El Espectador, Arcadia, Cromos, Shock y el Instituto Distrital de Turismo. Investigó para Netflix la serie El robo del siglo. Fue editor de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Ha recibido en dos ocasiones el Premio de Periodismo Álvaro Gómez Hurtado.