Manaure: el desierto iluminado

Un ensayo fotográfico que explora cómo el rojo y el azul ofrecen un respiro a la aridez que reina en el departamento de La Guajira.  

POR William Martínez

Diciembre 11 2024
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Fotografías de William Martínez

Hace una semana estuve en Manaure, un lugar donde la tierra se tensa entre la sequedad implacable del desierto y las costras cristalinas que respiran el aliento del mar Caribe. Este municipio de la Media Guajira, conocido por sus flamencos rosados y su actividad industrial casi centenaria —allí funciona la mayor reserva de gas natural y la principal mina de sal marina del país—, ofrece un paisaje distinto al de otros municipios del departamento.   

Antes de partir, busqué imágenes de las salinas en Internet: las formas geométricas de las charcas y los montículos de sal, y los colores luminosos —el rojo que brota de los pozos como una herida abierta bajo el sol ardiente y el azul del cielo que sofoca el horizonte— me evocaron las pinturas abstractas de Mark Rothko, Georgia O'Keeffe y Helen Frankenthaler. Guiado por la desolación sublime que me despertaron esas imágenes, me dije que quería hacer un ensayo fotográfico que conectara el acto performativo de la zona litoral de la península de La Guajira con obras de arte producidas para la meditación visual y la inmersión en estados emocionales radicales. 

El plan original cambió tras cinco minutos de recorrido. 

Las lluvias, que caen sin tregua en el territorio desde agosto por la confluencia de varios fenómenos meteorológicos relacionados con el cambio climático, han desbordado los límites de la aridez y acabaron transformando el paisaje. Donde había tierra seca ahora existen humedales temporales que son hogar de la cigüeñuela de cuello negro, la tringa solitaria y otras especies de aves. El agua ha diluido los cerros de sal; hoy reinan los suelos arcillosos. Los tres mil cosechadores tradicionales que suelen trabajar en las salinas han tenido que rebuscar otros empleos mientras cesa la ola invernal. En esta época del año, el paisaje cambia su vibra cromática. 

Estaba en el lugar donde se dio uno de los movimientos migratorios más grandes de los pueblos indígenas en América Latina, pues allí llegaron cientos de nativos desde Venezuela, la Alta Guajira, la Baja Guajira, Valledupar y el Valle del Sinú seducidos por el emporio de la sal, y no sabía qué historia iba a contar. Decidí caminar por una playa, llamada El Faro, para oxigenar la cabeza y allí solté la ambición periodística. No tenía sentido sobrepensar cuando estaba en un lugar libre del asedio turístico, sin el agolpamiento de las voces y los pasos humanos, donde solo se oían las olas del mar. 

A solo unos metros estaba el Museo de la Sal Ichi, construido para honrar la memoria de los cosechadores artesanales wayúus, y allí se encendió la luz. Mientras su fundador, Harold Uriana Ipuana, hablaba con esa aura embrujadora que tienen los guajiros en su oralidad sobre la importancia de algunos colores en la simbología de este pueblo indígena, empecé a contemplar con paciencia el paisaje. En medio de la sequedad y el vacío del desierto, una tensión poética −el azul, fresco y expansivo, y el rojo, signo wayúu de lucha libertaria y conexión con las raíces ancestrales− apareció resplandeciente, ofreciendo un respiro a la densidad del ambiente. Manaure se ilumina con este duotono,  y sobre eso va el fotoensayo. 

El rojo, para los wayúus, es además el color de la protección. Desde la Conquista, lo han usado en su atuendo para atacar y resistir en medio de la guerra. Cuando las mujeres hacen danzas rituales como la yonna, en la que ellas avanzan al ritmo del tambor persiguiendo a los hombres que retroceden intentando no caer, siempre llevan mantas y maquillaje de esa tonalidad, y cuando ocurren asesinatos o tragedias colectivas como la que se desató por el covid-19, ellas visten así para enterrar a sus muertos. 

 

El rojo también evoca las charcas de las salinas de Manaure. Una charca es un pequeño pozo donde se acumula el agua del mar para que se evapore por la acción del sol y del viento, dejando los cristales de sal en el fondo. Algunos se preguntarán por qué estas aguas resplandecen como heridas bajo el sol implacable. La razón es que la artemia salina, un crustáceo de color rojizo que en su adultez llega a medir 17 milímetros, libera compuestos pigmentados como mecanismo de defensa frente a la radiación solar. Este es precisamente el principal alimento de los flamencos. De ahí su color rosado. 

El azul, entretanto, domina las paredes encaladas, los techos de las sombrillas playeras y en general la arquitectura. Es la forma que los pobladores han encontrado para expandir el espíritu del cielo y del mar, fuentes de serenidad y trascendencia para los wayúus. Los apalaanchi, aquellos indígenas que habitan la zona litoral de La Guajira, perciben el mar como un ser vivo y mitológico del que deriva su sustento. En aguas abiertas encuentran peces, crustáceos y moluscos, mientras que en lagunas cazan lisas y camarones. Sus relatos humorísticos y eróticos, sus mitos y leyendas, están configurados por elementos del mundo marino. 

En el arte contemporáneo, el rojo y el azul han sido explorados ampliamente por Mark Rothko, uno de los máximos representantes del expresionismo abstracto americano. Él pintaba bloques de color, particularmente en este duotono, para evocar estados emocionales extremos. En una obra sin título de 1961, por ejemplo, buscó generar una inmersión en la que el azul transmite profundidad contemplativa y el rojo, intensidad visceral, provocando una tensión entre lo espiritual y lo terrenal. Esta pintura y el paisaje del litoral comparten una fuerza esencial: convocan lo sublime a través de lo elemental y lo austero. 

En Manaure, la amalgama de estos colores no solo emerge como un rasgo distintivo del paisaje, sino como un símbolo vivo que carga la memoria de un pueblo empecinado en mantener fortalecidas sus raíces. Una luz que hace contrapeso a la aridez. Una fuente cristalina que irriga la tierra quemada. 

ACERCA DEL AUTOR


Periodista cultural. Sus reseñas y reportajes han sido publicados en El Espectador, Arcadia, Cromos, Shock y el Instituto Distrital de Turismo. Investigó para Netflix la serie El robo del siglo. Fue editor de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Ha recibido en dos ocasiones el Premio de Periodismo Álvaro Gómez Hurtado.