No le agradas a nadie cuando tienes veintitrés: Blink-182 y la educación sentimental

La rebeldía adolescente de Blink-182, la banda emblemática de pop punk norteamericano, forjó las vidas de montones de chicos en Colombia. Acá las historias entrelazadas de unos cuantos de ellos, algunos deudos de la irreverencia de la agrupación californiana, otros críticos del trasfondo cultural que está detrás del aterrizaje de esta agrupación en el país.

POR William Martínez

Marzo 21 2024
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Nota introductoria

De todas las expresiones artísticas, quizá sea la música la que precipite con mayor intensidad una reacción febril frente a lo visto o lo oído. Habría que pensar, por ejemplo, en la muchedumbre de mujeres de 1964 que presenció el primer concierto de los Beatles en Estados Unidos, en el Show de Ed Sullivan: la forma en que caían una a una desmayadas, aturdidas por su propia emoción, eclipsando los decibeles de las guitarras con los de sus gritos. Es llamativo y es pintoresco el gesto de esa conmoción: sumergirse en aquello que punza y despierta y electrifica zonas insondables de la sensibilidad humana. Pero más allá de cuánto aturde y cuánto relampaguea, lo que esto revela es la dimensión que puede tener el asombro por un otro, el grado de afectación gigantesco que adquiere fascinarse por un artista. Y con todo, en esa relación entre el fan y el artista musical se gesta un espacio mucho más amplio en el que la euforia es solo un lote más de esa amplia experiencia. 

 

Esta serie de tres artículos escritos por el periodista cultural William Martínez buscan escudriñar en ese trecho que va de la celebración anodina de la emoción musical a la transformación radical de lo que somos y lo que creemos. Porque además del desenfreno del espectáculo in situ hay todo un espectro de creaciones y modificaciones de la identidad que ocurren desde que un fan compra un disco, indaga sobre un artista y compra un instrumento para imitarlo hasta que tapiza su habitación con afiches y recortes de prensa, e interioriza la letra de una canción y la usa como compás moral de sus días. A su vez, las tres bandas a las que está dedicado este despliegue –Blink-182, Limp Bizkit y Placebo– coinciden en que serán platos fuertes del próximo Festival Estéreo Picnic 2024, pero también en que calaron en la adolescencia y juventud temprana de cientos de miles de muchachos y muchachas en Colombia. Han pasado más de veinte años desde que todos ellos empezaron a escuchar pop punk, nu metal o rock alternativo, y este hecho cierne con un barniz nostálgico cualquier nuevo play a sus canciones y álbumes. 

 

Walter Benjamin decía que quien observa una pintura en un museo ve además todas las miradas que fueron arrojadas a esa obra y que la cubren invisiblemente, y quizá algo de eso también esté en el hecho de regresar a una banda y recorrer de nuevo una discografía que está marcada a hierro vivo en el corazón del daño y del fervor. La diferencia es que esos otros que la han escuchado son todos aquellos que uno fue y que se convirtieron en cubiertas y cáscaras ya mudadas. La cáscara pudo ser la ira, la depresión o la ansiedad. Pero la cáscara también puede ser un vestigio todavía latente, un rasgo de la personalidad que aún siga vivo y que aún no haya podido ser conjurado. 

 

Todo eso está resonando en las historias que acá se narran. Son la prueba de cómo los años han ido doblando las esquinas, pero también son instantáneas de periodos concretos: la década de los noventa en Colombia, la llegada del neoliberalismo y los Tratados de Libre Comercio, y la primera década del siglo XXI, con sus propias crisis y transformaciones sociales. Es esta también una mirada al paso del tiempo de los miembros de las bandas, diezmadas por las crisis de edad, las nuevas prioridades o incluso la enfermedad. Y es una mirada a los ritos de paso de los jóvenes colombianos volviéndose adultos, de cuerpos más ajados –y muchas veces más anchos–, y de saberse hombres y mujeres un poco más maduros sobreviviendo en un mundo hostil. Aquí, en el fondo, la música, con su cuota de soledad y su cuota de amistad, termina siendo una forma de mirar hacia atrás y de clasificar fantasmas como quien desempolva viejos CD de adolescencia.

-Santiago Erazo

Editor de El Malpensante

 

No le agradas a nadie cuando tienes veintitrés: Blink-182 y la educación sentimental

Un fin de semana de 1999 Camilo González probó el cigarrillo. A escondidas de sus padres, él y sus amigos encendieron unos cuantos en un parque de Castilla, el barrio de clase media en Bogotá donde creció. Con el tiempo, ya no querían jugar fútbol en la escuela donde estaban inscritos, sino permanecer trepados en un árbol fumando y viendo pasar gente. En una de esas, un profesor los pilló, les pidió bajar del árbol, los requisó y los amenazó: “O vamos a hablar con sus papás o me los llevo para el Bienestar Familiar”. Por entonces, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, la entidad encargada de proteger a los niños y adolescentes en el país, había lanzado un triste y recordado comercial televisivo en el que aparecían fotos de menores perdidos o abandonados que buscaban su hogar. Camilo pensó: “Qué Bienestar Familiar ni qué hijueputas” y le enseñó el camino a casa al profesor. 

 

Su mamá no reaccionó con enojo sino con frustración, y prefirió callar. Su papá, en cambio, tomó cartas en el asunto. Le impuso el castigo de no dejarlo salir a la calle por lo que restaba del año. Apenas comenzaban las vacaciones de junio. Camilo tenía 12 años y cursaba el séptimo grado en el Colegio Mayor del Rosario. Con la vida social mandada al traste, se vio abocado a construir un mundo interno en la soledad de su habitación que lo acompañaría por el resto de su vida. Descubrió las bandas de pop punk que ahora, con 35 años, todavía escucha, aprendió a tocar batería de manera autodidacta, se masturbó por primera vez y fortaleció su carácter introvertido. Pasar más tiempo haciendo cosas por su cuenta hizo que el diálogo consigo mismo se volviera una manía, un rasgo constitutivo de su ser. 

 

Durante este año de encierro definitivo sintonizó la versión regional del canal estadounidense MTV y la emisora colombiana Radioacktiva, en los que una banda californiana llamada Blink-182 resonaba con el álbum Enema of the State (1999), que según la revista The New Yorker vendió más de cuatro millones de copias en Estados Unidos. Allí conviven el desencanto y la ironía juvenil, rasgos por excelencia del grupo. Uno de los hits, “Adam’s Song”, es una crónica triste en la que el bajista y vocalista Mark Hoppus expresa su soledad, su desconexión con la gente y la resignación de saber que en casa lo esperaba una habitación vacía, mientras que “What 's My Age Again?” suaviza con humor la historia de un ligue fallido. En el video oficial del tema, los integrantes aparecen desnudos corriendo por las calles, haciendo bromas y tocando con desparpajo. “Qué chimba tener una banda y divertirse como ellos”, pensó Camilo. 

 

Blink-182 es probablemente la banda más esperada en el Festival Estéreo Picnic 2024. Nunca han pisado suelo sudamericano y, después de varios intentos fracasados, parece que por fin se concretará su show en Colombia. El grupo, conformado por Mark Hoppus (vocalista y bajista), Tom DeLonge (vocalista y guitarrista) y Travis Barker (baterista), nació en 1992 en San Diego, California, una de las ciudades con mejor calidad de vida en todo Estados Unidos. Aunque no inventaron el pop punk, porque fue la agrupación Descendents la que puso las bases del estilo a principios de los años ochenta, y Green Day, una década después, la encargada de llevarlo al mainstream, se convirtieron en la verdadera piedra de toque, produciendo más imitadores que cualquier banda de rock norteamericana desde Nirvana y vendiendo cerca de 50 millones de discos en todo el mundo. 

 

Como abanderados del pop punk, un subgénero conocido por los acordes simples y las melodías pegadizas, practicado habitualmente por jóvenes blancos de clase media alta, diseñado no para confrontar a los oyentes sino para gratificarlos, han recibido el rechazo frontal de los punks vieja guardia, que los consideran, en el mejor de los casos, un placer culposo y, en el peor, un bodrio comercial engañosamente rebelde. Justamente por la razón por la que los puristas los odian han logrado conectarse con la sensibilidad de millones de personas en el planeta: Blink-182 reemplazó todo lo que ahuyentaba a la gente del punk a finales de los años ochenta (la pobreza, el sentimiento de no futuro propiciado por el abandono estatal, la radicalidad política) por el hedonismo, el melodrama y la insolencia adolescentes. Los californianos construyeron una noción de lo “cool” vistiendo ropa de grandes marcas de skate con un estilo particular, tatuándose las pieles, divirtiéndose mientras tocaban y volviéndose celebridades, lo cual moldeó la identidad de muchos jóvenes en grandes ciudades como Bogotá. 

 

Pronto Camilo incorporó a su estilo los tenis Vans, los pantalones debajo de la cadera y el buso manga larga con camiseta estampada por encima. El deseo de tener una banda creció con intensidad, y con el tiempo no tuvo una sino varias, la más conocida de ellas  fue Sangre&Fe, un quinteto de hardcore melódico que llegó a girar por Sudamérica, vender discos en Japón y cultivar una pequeña pero fiel base de seguidores en Bogotá. Uno de los guitarristas de aquella banda era Germán Bulla, también fanático de Blink-182, alguien que llevó la noción de lo “cool” de los californianos a otra escala. 

 

Germán creció en Pontevedra, un barrio de clase media alta en el noroccidente de Bogotá. Mientras los adolescentes contemporáneos interactúan mediante el celular, en aquella época, a finales de los años noventa, los adolescentes permanecían en la calle hambrientos de nuevas experiencias. Allí caló duro el pop punk proveniente de California, con bandas como The Offspring, Lagwagon y, por supuesto, Blink-182. Él supo de estos últimos por unos amigos que viajaron a Lima y grabaron en un casete un tributo que una emisora local había hecho de ellos. “Aunque estaba la barrera del idioma, me enamoró al instante el sonido melódico y, al mismo tiempo, enérgico”, recuerda. 

 

¿Por qué Germán se hizo devoto del pop punk y no de otras corrientes musicales que estallaron en popularidad durante esa época? Mientras para él el hip-hop exaltaba conflictos callejeros alejados de su experiencia, el nu metal reivindicaba el derecho a expresar una ira que no compartía y el emo canalizaba una melancolía que no sentía, el pop punk iba de otra cosa, y para Germán enmarcaba todo lo que aspiraba a ser en la adolescencia. Ser el “cool” del colegio, el que montaba patineta, el bromista del salón que desafiaba la autoridad de los profesores, el que ligaba mujeres, y si en una de esas le rompían el corazón, no pasaba nada, porque estaban la música y los amigos. 

 

Blink-182 se distingue del resto de bandas de su generación por filtrar la angustia juvenil a través del humor. Al principio, practicaban un humor flojo y machista muy al estilo de American Pie (1999) que, con el pasar de los discos, adquirió un vuelo más introspectivo. El chico que antes decía que necesitaba una chica que pudiera entrenar después tenía el suficiente sentido común para preguntarse por sus propias insatisfacciones y reflexionar sobre sus relaciones quebradas. Canciones como “All the Small Things” y “What's My Age Again?” fueron tomadas por algunos como simples y llanas parodias, pero en realidad guardan una forma de encarar la vida: la de no tomarse a sí mismo demasiado en serio, la de sustituir el ensimismamiento emocional por ironía y euforia juvenil, la de quitarle gravedad a la existencia. 

 

“Blink-182 definió muchos rasgos de mi personalidad, que aún hoy conservo. Lidio con los problemas interpersonales sin mucha profundidad. Quizás sea un defecto. Si termino con una novia por x o y motivo, le resto importancia. Si discuto con amigos, no soy de los que se sienta hablar. Soy de los que resuelve el problema acabando la conversación lo más rápido posible y ofreciendo propuestas pragmáticas. Eso lo heredé de la adolescencia. Entiendo que, con mi importaculismo, hice daño en relaciones pasadas. Ahora no quiero que los que me rodean vuelvan a pasar por lo mismo”, dice Germán. 

 

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La disquera Universal Music llegó a Colombia en 1997 y su fuerza promocional se hizo sentir con Blink-182. Alejandro Marín, discjockey de Radioacktiva en la época y hoy director de La X, recuerda que la disquera y la emisora firmaron varios acuerdos publicitarios exitosos para pegar a la banda. Parte de esos acuerdos era la fabricación de merchandising, especialmente afiches, para regalar en los colegios a cambio de la alta rotación en la emisora de las canciones “What's My Age Again?”, “Adam's Song” y “All the Small Things”. 

 

El desembarco de las bandas de Universal Music en los colegios de clase media y alta de la ciudad tiene un trasfondo. Santiago Rivas, presentador de televisión, crítico cultural y melómano, explica que en la década de los noventa flotaba en el ambiente la crisis global de los valores de la familia nuclear. La fachada de la familia feliz, con un padre proveedor, una madre ama de casa y unos hijos que debían ser la imagen perfeccionada de sus antecesores se desgarró, porque esta célula fundamental de la sociedad oculta dentro de sí nidos de sufrimiento. Desde Soundgarden, pasando por Nine Inch Nails, hasta Blink-182 expresan  a su modo que ese sufrimiento reprimido es el núcleo de la melancolía del hombre adulto. En Colombia, el país con más madres solteras del mundo (más de 12 millones, según datos del Dane de 2017), ese mensaje de rechazo supo permear el espíritu de los jóvenes.   

 

“Radioacktiva hizo activaciones masivas en los colegios porque esa sensación de abandono afectivo habitaba ahí. Este abandono no tenía que ver con la ausencia estatal de los años ochenta, con las críticas al neoliberalismo del Estados Unidos de Ronald Reagan, sino con algo más tangible: la rabia ya no estaba dirigida hacia un ente abstracto como el Estado, sino contra la familia. Todo mundo tenía una familia o la ausencia de ella”, dice Santiago. 

 

Tom DeLonge, guitarrista y vocalista de Blink-182, describe con precisión este contexto en la canción “Rite of Spring”, que compuso para su otra banda, Angels & Airwaves: “Fue entonces cuando cumplí 16 años / Me expulsaron de la escuela / Y así parecía que las cosas se iban definiendo y estaban listas para estallar / Mi padre se marchó de la casa un año más o menos / Me tomó una hora formar una banda de punk rock / Para contrarrestar mi jodido estado familiar / Y mientras sostenía a mi madre empezaba a llorar / Nos juré una mejor vida”. 

 

La estrategia funcionó tan bien que Blink-182 entró en el top 5 de las bandas de rock con más discos vendidos en Colombia, según Alejandro Marín, quien en 2005 se convirtió en gerente de anglo de Universal Music para los países andinos. Por otro lado, nacieron decenas de bandas de pop punk en Bogotá y Medellín principalmente, que exprimieron la sencilla estética sonora y la imagen skater de los californianos. Don Tetto, quizás la más popular de aquella camada, hoy llena auditorios como el Movistar Arena. 

 

A mediados de los años noventa, Radioacktiva hizo una megacampaña publicitaria, por medio de comerciales televisivos, avisos en prensa y activaciones de marca en eventos, para conquistar a la juventud alternativa de la época, que presenciaba el nacimiento de Rock al Parque y la omnipresencia del canal MTV Latinoamérica. En febrero de 1996 se convirtió en la primera emisora musical en Colombia en tener una página web y, poco después, fue la primera en Latinoamérica en emitir su señal 24 horas a través de su portal, según la tesis de grado Radioacktiva: innovación en formatos radiales hasta la actualidad de Juan Pablo Pérez. 

 

En 1997, la emisora dio un paso crucial para el posicionamiento de la marca en el nicho alternativo. Después de contratar a un grupo de investigadores de mercado en Estados Unidos, Joint Communications, decidió apostarlo todo por el rock comercial. Al principio, la fórmula, inclinada hacia el rock clásico, no funcionó. Pero luego llegó la oleada refrescante de 1999, con Blink-182, Korn y Metallica como puntas de lanza,  para expandir la popularidad de la emisora y del rock en las grandes ciudades del país. 

 

Esta ola expansiva por supuesto moldeó el consumo cultural de toda una generación. Para Pedro Ramírez, artista sonoro establecido en Alemania que creció en Bogotá bajo la sombra omnipresente de Blink-182 –sonaba en los carros, en las casas y en las fiestas de sus amigos–, esta banda es una buena instantánea de los procesos de alienación del capitalismo tardío en los años noventa. Ahora, con la claridad que otorga la distancia, puede entender que algunas personas de su círculo pretendían ser gringos a toda costa, incorporando algunos elementos del estilo de vida de los suburbios estadounidenses. Los pantalones debían ser Dickies, los tenis Fallen, las botas Doctor Martens; las camisetas de las bandas y de las marcas de skate debían ser importadas; las películas debían ser de David Fincher o Christopher Nolan. Él mismo forjó una parte de su identidad bajo ese influjo. 

 

“Yo me refería a la música local con el término despectivo de ‘barrial’. Nunca escuché con atención rock en español. Nunca escuché a las Almas (habla de 1280 Almas, banda emblemática del rock bogotano). Rechazaba la cumbia. Para mí, esa era la música que escuchaban mis papás, algo anticuado. Lo ‘cool’ era el rock en inglés. Sé mucho más de rock gringo que de rock colombiano. Esta alienación hizo que creyera que eso de afuera era lo mío, que había alguna oportunidad de vivir de la música, tal como lo hacían bandas rockstar como Blink-182, cuando la realidad local era otra. No contábamos con los recursos ni el capital cultural ni la escena para vivir de esa manera. De esa época nos quedó el dominio del inglés para trabajar en call centers, la solución financiera de mi generación”.

 

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La nostalgia, el anhelo hacia un momento del pasado que no es posible experimentar en el presente, es uno de los activos económicos más grandes de nuestro tiempo. Prueba de ello son festivales como When We Were Young, realizado en Las Vegas, que congrega a cerca de 85 mil personas con un cartel encabezado por bandas de pop punk y emo que causaron furor a principios de la década del 2000. Ante las responsabilidades y las cargas ininterrumpidas de la adultez, el recuerdo de buenas épocas revitaliza y proporciona motivación para enfrentar las dificultades cotidianas. La música, en este plano, funciona como ficción o fantasía mental para escapar momentáneamente de  la hiperproductividad. Muchos adultos de 35 o 40 años, que descubrieron la insolencia de Blink-182 hace dos décadas, hoy tienen el poder adquisitivo para ir a verlos por primera vez en Estéreo Picnic. 

 

Sin embargo, en esta expectativa quizás haya algo que trascienda la nostalgia. Musicalmente, Blink-182 sigue propiciando una avalancha absoluta hacia la juventud, pero líricamente se ha adentrado en los arduos vaivenes de la vida adulta. “La historia de Blink es la historia de un matrimonio disfuncional que, al final, logra reconstruirse”, considera Camilo González, el hombre que creó una conexión imperecedera con esta banda en la soledad de su habitación.  

 

En 2005, los californianos anunciaron una pausa indefinida por diferencias creativas, que aprovecharon para descansar de la fama, recuperar tiempo familiar y desarrollar proyectos personales. Tres años más tarde, la muerte empezó a acechar y a deslizarse a su alrededor. En julio de 2008, Jerry Finn, que produjo los álbumes más famosos en la historia de la banda (Enema of the StateTake Off Your Pants and Jacket), sufrió una hemorragia cerebral que le produjo la muerte a los 39 años. Apenas un mes después, Travis Barker, el virtuoso baterista del grupo, sufrió un accidente aéreo en el que fallecieron cuatro personas que lo acompañaban. Luego de 16 intervenciones quirúrgicas y 48 horas de transfusiones de sangre, sobrevivió. Así desarrolló un trastorno de estrés postraumático que le impediría volver a viajar en avión y que hizo impensable la visita del grupo a Sudamérica.  

 

Ante la cercanía de la muerte y la aparente certeza de que no había razones de peso para continuar por caminos aparte, el trío volvió a reunirse para grabar Neighborhoods (2011), un álbum en el que temas como la depresión, la adicción y la pérdida de personas queridas cobran relevancia. Años después, Tom DeLonge decidió alejarse de la banda para seguir alimentando su pasión por la ufología, la investigación de objetos voladores no identificados. De hecho, escribió libros y dirigió proyectos multimedia inspirados en sus indagaciones sobre la vida exoplanetaria. Esa ruptura, que parecía definitiva, dio lugar a una decisión radical: contratar a un reemplazo. El nuevo cantante de Blink-182 fue Matt Skiba, fundador de la banda de pop punk con inflexión gótica Alkaline Trio. 

 

A pesar del recambio, los californianos mantuvieron su reputación con un par de álbumes rescatables, California (2016) y Nine (2019). Pero la muerte volvió a acechar. En 2021, el bajista Mark Hoppus palpó un bulto en su hombro. Al someterse a chequeos, le diagnosticaron cáncer linfático en fase 4, que ya se había irrigado por su estómago y cuello. Después de seis meses de quimioterapia, en los que la depresión adquirió una fuerza ingobernable, logró liberarse de la enfermedad. Al ver a su amigo frágil, Tom DeLonge decidió acompañarlo y deseó con fervor volver a tocar con él, según contó a medios estadounidenses. 

 

En octubre de 2022, el trío original volvió a reunirse, compuso un nuevo álbum, One More Time… (2023), en el que la inmadurez se evaporó y quedó en su lugar el examen íntimo de conciencia, y lanzó una gira mundial que ahora está aterrizando en la región. Blink-182 creció y se hizo pedazos al igual que crecieron y se hicieron pedazos las vidas de muchos de sus seguidores. Algunos lograron reconstruirse. De ahí la expectativa de encontrarse con ellos para burlar, al menos por una noche, lo incomprensible del sufrimiento humano. 

ACERCA DEL AUTOR


Periodista cultural. Sus reseñas y reportajes han sido publicados en El Espectador, Arcadia, Cromos, Shock y el Instituto Distrital de Turismo. Investigó para Netflix la serie El robo del siglo. Fue editor de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Ha recibido en dos ocasiones el Premio de Periodismo Álvaro Gómez Hurtado.